¿Cuántas veces puede vivir una persona? Todos estaremos de acuerdo en que posiblemente sólo una, a no ser que seamos un hindú reencarnado o uno de los personajes de Bola de Dragón.
Sin embargo, de vez en cuando surgen algunos individuos excepcionales, que acumulan en una sola vida las experiencias solapadas de dos o tres vidas corrientes. Este es el caso que nos ocupa en el presente artículo, que aborda a uno de estos particulares seres: abogado, periodista, político, militar, prófugo, constructor, coleccionista de arte…varias personas y ninguna al mismo tiempo. La gran tragedia de León Degrelle, Juan Sanchís y José León Rodríguez Reina, una misma persona con tres identidades.
ABOGADO, PERIODISTA Y POLÍTICO
Degrelle nació en Bouillon, Bélgica (cuna de otro célebre aventurero, Godofredo de Bouillon[1]) gracias al gobierno de la III República francesa: su padre, un cervecero francés ultracatólico, escandalizado porque el gobierno había expulsado a los jesuitas de Francia, decidió abandonar el país y asentarse en la vecina Bélgica para empezar de cero.
El joven León fue matriculado en un colegio de jesuitas, a los que siempre consideró como los mejores docentes del mundo, no tardando en vincularse a las ligas católicas de estudiantes, cuya actividad en la época era boyante. Asimismo colaboró en publicaciones católicas como XX Siécle, donde coincidió con George Remi “Hergé”, el creador de Tintín, un dibujante católico que después renegaría de la amistad con los rexistas. No en vano, la primera obra en la que aparece Tintín se titula “Tintín en el País de los Soviets”, dando una imagen de la recientemente creada URSS casi apocalíptica.
Tiempo después obtendría la licenciatura y el doctorado en Derecho en la prestigiosa Universidad de Lovaina, afiliándose a movimientos católicos como Acción Católica y entrando en contacto con importantes pensadores del catolicismo político, en especial franceses, como Charles Maurras, jefe de la Acción Francesa, un partido derechista católico, tradicionalista y neo monárquico.
Tras ejercer de abogado en Lovaina comenzó a trabajar como periodista para un pequeño semanario católico, Christus Rex.
Esto le iba a cambiar, tanto profesional como personalmente: en primer lugar porque le iba a dar la oportunidad de viajar como corresponsal, en segundo, porque su conciencia política iba a sufrir una profunda remodelación.
Gran culpa de esto la iba a tener el encargo que recibió de cubrir como corresponsal la conocida como “Guerra Cristera”, que se estaba librando entre el gobierno de México, que había impulsado una serie de leyes tendentes al laicismo, y las ligas católicas, cuyos apoyos provenían de los hacendados más ricos y los campesinos más pobres del país.
Las atrocidades que presenció allí, así como la impresión que le produjo el arrojo y la fe de los desharrapados y zarrapastrosos campesinos que, pobremente armados, se enfrentaban a las tropas de gobierno, le convencieron de que era necesario un cambio en las políticas de los partidos católicos de la vieja Europa: acercarse a los pobres y adoptar una actitud más agresiva en política y en lo social. Estas experiencias cristalizarían en un libro titulado “Mis andanzas en México”.
Desgraciadamente, sus sugerencias no fueron bien recibidas por la cúpula del Partido Católico Belga (PCB), por lo que Degrelle decidió separarse del mismo y fundar su propio movimiento en 1936, el Partido Rexista, que tomaba su nombre del grito de guerra de los cristeros mexicanos (Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe).
En una Europa carcomida por la Depresión de los 30 y en la que países como Italia y Alemania constituían una alternativa en el panorama político, cualquier cosa que se pareciese siquiera remotamente al fascismo o al nazismo (de forma parecida a lo que ocurre hoy con el fenómeno de los nuevos partidos) estaba de moda y gozaba de cierto prestigio. Este fue el camino del Rex, como también se conocía al movimiento.
Esto casaba perfectamente con la personalidad e ideología ecléctica de Degrelle: tomó esto y aquello de tal o cual partido, desde Mussolini hasta el Partido Socialista Belga para dar vida a uno de los partidos calificados por Stanley Payne como “fascistas” más célebres de todos los tiempos. Por poner un pero, Degrelle falló a la hora de ampliar la influencia del partido por toda Bélgica, ya que era un movimiento circunscrito a la Valonia, mientras que en Flandes iba a aparecer la Unión Nacional Flamenca, un partido similar, con el que se iba a colaborar puntualmente.
Aprovechando la crisis antedicha, los resultados del Partido fueron buenos, aunque nunca al nivel de lo ocurrido en Italia o Alemania, cumpliendo lo que el mencionado profesor Payne califica como Ley del 11%[2].
Para vísperas de la II Guerra Mundial, el Rex había perdido gran parte de su representación parlamentaria, en parte debido al miedo que generaban entre la población y autoridades belgas los movimientos miméticos con el nazismo y su posible colaboración con Alemania. Bélgica, un pequeño país neutral, no quería acabar engullida por su vecino como en 1914 o, presumiblemente, como había acabado Checoslovaquia en 1938.
Ante el avance alemán en la primera fase de la guerra, el gobierno belga no tardó en encarcelar a todos aquellos que constituían una amenaza plausible y deportarlos hacia Francia, donde estuvieron a punto de ser fusilados ante el avance imparable de la Werhmacht: Degrelle estaba entre ellos, junto a otros dirigentes rexistas y nacionalistas flamencos, anarquistas y comunistas (por ser partidarios del Pacto Molotov-Ribbentrop).
MILITAR, PRÓFUGO Y ETCÉTERA
La victoria alemana de 1940 supuso la libertad para Degrelle y su vuelta a Bélgica. Pensaba que los alemanes iban a formar un gobierno colaboracionista de civiles belgas, como en Francia; por tanto, el Rex y él como su dirigente, estaban ante la gran oportunidad para regir los destinos de Bélgica.
Sin embargo los alemanes no iban a colocar ningún gobierno colaboracionista y en su lugar instauraron una administración militar, lo cual supuso un grave revés moral para nuestro protagonista, que, no obstante, iba a colaborar con ilusión en la formación de una unidad de voluntarios belgas con la que combatir al comunismo, la Legión Valona, formada por belgas católicos francoparlantes e integrada en la Werhmacht.
Degrelle, que por su peso político había sido propuesto como oficial, decidió renunciar y alistarse como simple soldado, partiendo al frente ruso.
Allí la legión iba a experimentar los rigores del combate en el Frente del Este, desde Ucrania hasta las cimas del Cáucaso, perdiendo casi dos tercios de sus efectivos entre muertos y heridos y alcanzando cierto prestigio entre los alemanes, que para la parte final de la guerra trasladaron a la Legión bajo mando de las SS. Para aquel entonces, Degrelle, que se había distinguido en los combates, había alcanzado el grado de comandante y sido nombrado jefe de la unidad, que había sido reformada con nuevas reclutas.
Con ellos iba a verse rodeado en la famosa Bolsa de Cherkassy, de la que pudieron escapar milagrosamente y retirarse hacia Alemania una vez la guerra entró en su fase final.
Intentando escapar de una captura por parte de los soviéticos, abandonó su mermada unidad y se dirigió a Dinamarca y posteriormente, a Noruega, desde donde, en un Heinkel 111 propiedad de Albert Speer (arquitecto de Hitler y Ministro de Armamento), voló en dirección a España.
Acabaría estrellándose en las playas de San Sebastián junto con otros prófugos y siendo internado en el hospital militar de la localidad, cuya tediosa vida de posguerra se vio alterada por el insólito accidente aéreo.
Allí, vigilado de cerca por agentes del gobierno español, estuvo convaleciente largo tiempo, en espera de ser extraditado a Bélgica, cuyo gobierno lo reclamaba para ser juzgado.
Pero ¡zas, en toda la boca!, poco antes de recibir el alta médica, Degrelle desapareció como por arte de magia.
Aprovechando su condición de ultra católico, cosa no baladí en la España de Franco (y casi en la de ahora) logró evadirse, una identidad falsa y un medio para llegar a Portugal, aunque finalmente recaló en Madrid, donde llevó una existencia precaria, acosado por espías aliados y auxiliado solamente por miembros de la Comunión Tradicionalista, ultra católicos como él.
Harto de esta vida, Degrelle dio una nueva vuelta de tuerca, animado por el comienzo de la Guerra Fría: a comienzo de los 50 aparece en una pequeña localidad de la Sierra Norte de Sevilla, Constantina, un elegante caballero, que habla español con fuerte acento francés y dice llamarse Juan Sanchís, un español oriundo del Oranesado[3].
No tardaría en hacerse con un rol importante en un lugar en el que era prácticamente un desconocido: compró una finca, La Carlina, en la que se aposentó y se dedicó a múltiples negocios, sobre todo inmobiliarios: casas último modelo en el complejo de La Carlina, destinadas a militares norteamericanos y españoles destinados en una base aérea cercana.
Su boyante fortuna y expansivo estilo de vida le granjearon el afecto local y don Juan pasó a ser el evergeta local, rodeado de campesinos y jóvenes, pero distante cuando había que serlo. Todo el mundo le respetaba y con el tiempo, se encontró a gusto en Constantina.
Sin embargo, nunca el viso de su pasado le abandonó y los rumores circulaban por el pueblo: no se sabía a ciencia cierta qué había hecho, pero don Juan posiblemente no era quien decía ser y además, posiblemente había participado en la guerra, como puso de manifiesto al acudir a la boda de su hija con su uniforme de la SS y sus condecoraciones, a la vista de todos los vecinos.
La pequeña fortuna que hizo con sus aventuras inmobiliarias le permitió ser un mecenas del arte, algo que la gente del pueblo consideraba una excentricidad, junto a su gran cultura.
Los años 50 y 60 fueron felices en La Carlina, que estaba custodiada permanentemente por una pareja de la Guardia Civil (curiosamente), pero la muerte de Franco le inquietó, junto a la pérdida de rentabilidad de sus negocios, lo que le obligó a pasar estrecheces económicas, saldar La Carlina (que aún se conserva hoy, aunque en ruinas) y volver a Madrid y posteriormente, trasladarse a la Costa del Sol, donde intentó, con varia fortuna, diferentes negocios inmobiliarios que no acabaron de fructificar.
Afincado en la costa malagueña, los 80 vieron como el auge del neonazismo en Europa y España le tenían como símbolo, participando en numerosos simposios y reeditando sus obras políticas de juventud, al mismo tiempo que editaba otras nuevas. Para esta época era uno de los pocos veteranos de guerra no condenados y vivía de una forma más o menos abierta, lo que unido a su supuesta cercanía a Hitler, le convirtieron en un mito en vida.
Los últimos años de su vida los pasó en la relativa tranquilidad de su domicilio malagueño, como un guiri jubilado más con el que uno se cruza constantemente por el paseo marítimo de Málaga, sumido en un casi total anonimato, del que sólo salía para llevar a cabo participaciones en reuniones de movimientos neonazis. Murió en 1994 en un hospital malagueño, aunque quizá había muerto más de una vez en más de un sitio.
Para el recuerdo queda su fogosa oratoria, propia de alguien seguro de sus pensamientos y convicciones, su curioso acento francés, su porte distinguido y una vida llena de paradojas y matices.
NADIE LE MOLESTÓ
Uno de los grandes misterios de su vida fue el que llevó una vida más o menos abierta en España y que apenas fue inquietado por las autoridades locales en todo el tiempo que estuvo “refugiado” aquí.
Su condición de católico anticomunista le hacía afín a la España de Franco, que durante los años 50 jugó esa baza para salir del aislamiento internacional, con éxito (Tratados de Madrid, con EE UU). No en vano contaba con el apoyo de José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, un importante político falangista, que entre otros cargos iba a detentar la alcaldía de Madrid.
Sin embargo, siempre estuvo vigilado de cerca, ya que era un huésped incómodo, de ahí que cambiase continuamente de residencia, hasta que se asentó en La Carlina.
El panorama cambió con la llegada de la democracia, cuyos gobiernos le dejaron en paz y en total libertad de movimientos (lo cual indica de dónde procedían sus miembros) a pesar de las continuadas peticiones de extradición por parte del gobierno belga, que fueron ignoradas repetidamente (incluso se les entregó a un impostor en los 40), por lo que fue condenado a muerte in absentia tras el fin de la guerra.
SUS COLEGAS DE EXILIO
España fue un destino apetecible para muchos nazis y fascistas tras la guerra. En general eran militantes católicos anticomunistas, procedentes de Bélgica, Austria y Croacia.
Entre los más célebres cabe destacar a Otto “cara cortada” Skorzeny, jefe de operaciones especiales de la SS y calificado como “el tipo más peligroso de Europa” por los Aliados (acabó de asesor militar de varias repúblicas sudamericanas y de Oriente Próximo). Murió en Madrid en 1975.
La colonia croata, que se afincó en España vía Vaticano, fue de una de las más numerosas. Entre sus alegres miembros estaban el mismísimo Ante Pavelic, jefe del gobierno Ustacha croata y responsable del genocidio de los serbios de la zona (curioso, verdad) y el general Maks Luburic, más conocido por el cariñoso mote de “El Carnicero”, antiguo jefe del campo de concentración de Jasenovac. Este último murió en extrañas circunstancias en 1969, incluyendo la intervención de un supuesto espía de la Yugoslavia comunista.
Estos exmilitares y políticos se concentraban en Madrid, Andalucía y las costas de Levante, donde podían camuflarse convenientemente entre los extranjeros afincados aquí, práctica que curiosamente se repite en España cada cierto tiempo: en 2005 fue capturado por la Interpol el general croata Ante Gotovina, acusado de crímenes de guerra por su actuación en las guerras yugoslavas de los 90.
Ricardo Rodríguez
[1] Caballero medieval. Uno de los líderes de la I Cruzada, ocupó Jerusalén y se nombró a sí mismo “Protector del Santo Sepulcro”
[2] Establece que los partidos fascistas tienen un tope electoral del 11% de los votos si no hay crisis económica
[3] Desde mediados del siglo XIX hubo una importante colonia de españoles en la Argelia francesa. Así la falsa identidad de Degrelle tenía un trasfondo creíble.
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