Según el imaginario colectivo del arte posmoderno, los pirados y chiflados sin remedio suelen encerrarse en un cuartucho sembrado de televisores permanentemente encendidos. Lo que no se sabe es cómo logran pagar la factura de la luz que les permite dedicarse al noble arte del trastorno obsesivo compulsivo. Aunque esta también podría ser la descripción de un crítico televisivo (al menos de un anterior a 2008), estos ilustres paranoicos reciben revelaciones sanpablescas a base de sobreexposición catódica. Luego se prenden fuego o entran en un instituto y la emprenden a balazos con todos los que pillan y se prenden fuego o disparan mientras arden.

Seguramente todo esto les suene muy noventero.

Recuerdo cómo ir a casa de la mayoría de mis amigos suponía escuchar siempre el ruido de fondo de un televisor. La experiencia más desconcertante era, sin embargo, la de pasar por el salón y observar que el mueble que proyecta imágenes estaba encendido pero que no había absolutamente nadie en el piso de mi amigo. Salvo él, claro. Y yo, claro. Y tal vez un loro.

Es curioso cómo en los 90 a la mayoría de los escritores serios les preocupaba el poder de la televisión, cómo les hipnotizaba, cómo les hacía perder el tiempo y a la vez les instruía superficialmente sobre un número desbordante de temas. Hoy por hoy los datos de consumo televisivo no le importan a demasiada gente, salvo a los creativos ahogados en sudor frío de los despachos de ejecutivos de las cadenas generalistas o los que llenan de migas de Bollycao los cuartos de producción de las emisoras regionales.

Una vez vi un loro en la oficina del Jefe de Programación de una emisora local.

El argumento estrella para explicar la desbandada de espectadores que se arropan frente al calorcito de la pantalla televisiva es internet, pero personalmente creo que se trata de un fenómeno muy concreto de internet, no la red en sí, ni Netflix, ni BitTorrent ni las pesadas y perezosas páginas web de las cadenas nacionales. Lo que yo creo es que cualquier espectador potencial menor de 50 años no ve tanto la tele porque dedica más tiempo a comentar lo que ha podido ver o quiere ver u otros han visto.

Este lunes pasado, el tipo que se encarga de hacer de la cuenta de twitter de Jot Down lo que los camareros de Starbucks hacen con el hecho de servirte un café, se preguntaba a vivo tuit quién era esa señora que estaba entrevistando al reptiliano anteriormente conocido como Mariano Rajoy. Me resultó bastante raro que el CM (ya saben lo que significa, como “barista” es el eufemismo laboral en Starbucks para el ponecafés) de Jot Down no supiese de la existencia de Gloria Lomana, la señora con rasgos ornitológicos de Josep Piqué, jefa de informativos de Antena 3, la emisora de televisión que suele recurrir en sus noticias a los gráficos y encuestas elaborados por La Razón, porque para algo son dos patas del mismo orinal.

A las 22:34 yo ya no entendía nada. A esa hora Twitter vomitaba una media de 70 bufidos cínicos sobre la entrevista, la entrevistadora y lo que algún día se dignará a llamarse como entrevistado: que si Gloria Lomana le estaba practicando una felación propagandística, que si se había fumado lo más grande, que si tenía la cara hinchada por el botox… Realmente, la crítica más interesante fue la que señaló la burda imitación del estilo  conteste o muera de Ana Pastor por parte de la periodista (porque lo es; quiero decir, si negásemos la profesión de cada humillación encarnada para los colegas del gremio, en este país trabajan cuatro. Y uno supervisa). Y todo esto resulta especialmente sorprendente ya que cualquier hijo de vecino no podía esperarse otra cosa teniendo en cuenta quién, dónde y cómo se iba a producir la entrevista. Y aún así, desde el barista de Jot Down a Fulanito Cien Caracteres Y Pico querían indignarse como si la pantomima no estuviese sobradamente anunciada. Y yo me pregunto, ¿se trataba de una sorpresa genuina o simplemente toda esa gente quería comentar la irritación del momento? ¿Recurrieron para ello a fingir que desconocían los antecedentes o lo sabían pero se morían de ganas por dejar su pequeño rastro de agudeza digital?

Sin embargo, que esta mujer sea la señora (sin derecho a aborto) de Josep Piqué no lo supe a través de la tele, como si Gloria Lomana tuviese un confesionario  en los servicios de San Sebastián de los Reyes al estilo Gran Hermano todas las tardes donde cuenta su vida. Que yo recuerde, me enteré cuando aquella historia del ataque feroz de los informativos de A3 a Ryanair, raspando tanto sus miserias fragrantes y consabidas como anécdotas lejanas protagonizadas por usuarios que nunca nadie entrevistaba. Porque casualmente Josep Piqué no sólo es el marido de Gloria Lomana, también era alto directivo de Vueling, la compañía con la que a veces puedes viajar barato y a veces no.

Así que, todavía descolocado por el cinismo de alta intensidad de quienes se esperaban otra cosa de la entrevista del lunes (lo cual me descoloca aun más, ya que en principio el cinismo va íntimamente ligado al escepticismo, por no hablar de la experiencia o la redundancia, o lo que es lo mismo, a lo que uno ya cree saber o ha sabido en algún otro momento), he decidido averiguar qué ocurre en el espacio semi-abandonado de la televisión a ciertas horas.

Una costumbre que siempre me ha gustado cuando viajo al extranjero es la de ver qué emiten en todas las cadenas sintonizadas. Por algún motivo, los aparatos de televisión de los hoteles dan la impresión de estar aislados en una caja fuerte forrada de aluminio: interferencias, canales desprogramados o imposibles de sintonizar, volumen a lo concierto de Iron Maiden que no responde a lo que debería ser la tecla de volumen del mando a distancia, varios canales de entrada de orden aleatorio… Alguien está elaborando un estudio conductista con esos aparatos y aun no ha terminado o no ha recogido el instrumental y ahí estamos nosotros, hundiendo los botones de los mandos en nuestra desesperación como turista asocial que no tiene otra cosa mejor que hacer que dedicarse a ver la televisión de un país cuya lengua no entiende más allá de las tres palabras seguidas.

Pero me gusta.

En Roma aprendí que la información meteorológica siempre la da o un sargento del ejército del aire (con uniforme incluido) o una mujer con los globos aerostáticos a punto de echar a volar por encima de la blusa. También pude pasármelo en grande con uno de los desmayos de escuela de arte dramático de Berlusconi en un mitin, descubrir los inicios de ese género tan fascinante que es la radio televisada, pero no con el aire Saw de esRadio o la Cope, sino en un programa donde los locutores se reían de los oyentes y uno podía ver las caras que ponían cuando aseguraban dejarse de bromas y hablar en serio. Y esto en un matinal. Luego ya por la tarde proliferaban las tertulias deportivas con mujeres a las que producción vestía con bikinis de Ana Obregón y pitones enroscadas al cuello (¿?) o tertulias políticas donde en algún momento también salía alguien en bikini, preferiblemente mujeres.

En cambio en la televisión francesa, al menos la que se capta desde París, se pasan el día de cháchara pero con la diferencia de que parecen tomarse en serio lo que están diciendo. Se encendiera a la hora que se encendiera, la pantalla de mi habitación siempre proyectaba lo mismo: debates con tantos tertulianos como un equipo de baloncesto profesional interesándose por algo que no podía descifrar, aunque sonaba a asunto civil. Nadie gritaba, nadie alardeaba del ingenio que acababa de soltar con una media sonrisa, nadie lucía un ridículo bronceado anaranjado (porque si ya de por sí queda absurdo ir con la cara del color del cuero viejo en pleno mes de enero, imagínense por las regiones pre-Normandas). Lo que estaban viendo estos ojos se asemejaba bastante a lo que oían estas orejas cuando paseaba por la capital: el ruido sereno de una ciudad quizá excesivamente confiada en lo que tiene que decir. Resultaba agradable, aunque no divertido. Nadie dijo que una cosa tuviese que casar con la otra.

Cómo no puedo reproducir fielmente lo que debe ser turistear por España y echarle un vistazo general sintonizando el Telefunken de cualquier cuarto de hotel, he decidido suprimir el volumen y tratar de entender lo que la ingeniería televisiva española tiene para ofrecerme a mí, Laszlo Kowacik, soltero, de 35 años, tirado en la cama de mi habitación de hotel alquilada a través de la sección polaca de Trivago.

Lo primero que se extiende hasta los márgenes de estas 14 pulgadas de píxeles es un programa de Xplora que se llama La casa de empeños y donde todo el mundo parece tener un cajón lleno de papeletas para sufrir un infarto antes del 2017. Es uno de esos documentales sobre tiendas donde los clientes nunca se molestan ni se sorprenden de tener a dos cámaras, un director y un tipo con una pértiga de sonido a su alrededor. Ahora mismo un señor de unos sesentaymuchos intenta sacar una cantidad de dinero razonable por un trabuco. Acaba de llevarse 10.000 dólares. Ahora otro tipo, también jubilado y también vestido con un abrigo naranja-cono-de-tráfico trata de vender una caravana decorada con los colores de Coca-Cola, con la rueda de repuesto cubierta con un motivo que reproduce una chapa de Coca-Cola y, Dios lo quiera, un motor que funciona a base de Coca-Cola. Eso no puedo saberlo. Uno de los compradores-vendedores de La casa de empeños es como Bruce Willis en sus horas más bajas, o al menos en esas horas bajas en que a los actores les da por comerse a sí mismo en lugar de inflarse a anfetas. Planos rápidos de billetes de dólar. Planos de más jubilados mirando las vitrinas. Una mujer que según la infografía dice haber sido bautizada como CICI quiere vender un libro del año 1952 donde se enseña a las mujeres a mantener la figura. Uno de los dependientes lo ojea y se ríe, por lo de la forma física o por el precio que le va a dar, porque la señora pide 30 machacantes y terminan ofreciéndole 5. Todo esto lo sé porque los editores han insertado unos enormes números rojos que, creo, indican el precio con el que regatean. El patriarca de los dependientes es descendiente de apaches o malayos o chinos, lo que le da un aspecto de permanente desconfianza con todos los cacharros que le ofrecen. Acaba de entrar otro tipo con otro trabuco. No, espera, es el mismo trabuco solo que ahora hay un amigo de los vendedores que lo está tasando (al trabuco, no al viejo). De 10.000 dólares han terminado ofreciendo 2.000. El jubilado acepta. Se le ve decepcionado. En el fondo a nadie le importa el trabuco: el jubilado se va con la cara larga porque creía que le reportaría más beneficios, el doble de Bruce Willis se muestra satisfecho con la adquisición y el tasador se ha largado tan pronto como ha llegado. Resulta interesante ver cómo un buen puñado de objetos propios de la cultura popular, con cierta historia detrás, se disecan hasta el punto de que directamente adoptan el papel de formas vacías que representan cosas que, por el bien del futuro de la tienda, los vendedores confían tengan algo más que valor monetario para un tercero.

Otro canal.

Discovery Max. Debe ser como el Discovery Channel, pero a lo bestia. Nunca he visto el Discovery Channel, principalmente porque suele ser de pago. Me extraña que algo que es de pago sea mejor y más grande en abierto. Ahora mismo están emitiendo un programa idéntico al de los tipos de la casa de empeños, solo que aquí el hombre con la vasoconstricción llamándole a la puerta tiene el cráneo tatuado y tanto él como su amigo se dedican al negocio de comprar cajones de madera gigante con trastos viejos dentro. Por lo visto son subastas. Esto demuestra que, al contrario de lo que opina la filosofía hegeliana del ecologismo, uno de los grandes, grandísimos aportes de la humanidad frente a la naturaleza es la de fabricar constantemente lo mismo pero diferente y a mayor velocidad. Por lo que a mí respecta, aún no he visto ardillas o eucaliptos vintages de valor incalculable por haber nacido en los 50.

Un anuncio de ACNUR.

Paso de canal.

Un anuncio de la MTV promocionando los juegos para Android de la MTV, idénticos a cualquier otro juego para Android sin el logo de la MTV.

Otro canal.

Película. Primer plano de Kevin Costner sonriendo como sonríe Kevin Costner, como si lo tuviese todo ganado (Postman, Waterworld). Plano de un soviético indignado con un pinganillo de los años de la polca idéntico a una mascarilla de oxígeno conectada al oído. MIGs sobrevolando un barco. Kevin Costner vuelve a sonreír. Más planos del soviético enfurruñado. No puedo quedarme viendo una película sobre la Guerra Fría, eso se puede hacer perfectamente por las calles de Polonia.

Canal eliminado.

Anuncios.

Canal de deportes. TDP. Alguien va a jugar contra la selección croata de balonmano. Imágenes a cámara lenta de aficionados croatas dando palmas. Imágenes a cámara lenta de jugadores croatas machacando a varias selecciones del este, como Rusia o Moldavia. Creo que es Moldavia. Bueno, lo de siempre en un canal de deportes.

Paso canal.

Dibujos animados. Un tren con forma de perro. Animales bailando. Una casa sufre estertores.

Paso canal.

Paso canal.

 Isaac Reyes