El Reino Unido se despertó la semana pasada encontrándose con una cabeza de caballo en su cama. Contra todo pronóstico. Porque, también contra todo pronóstico, se levantaron con un gobierno ya hecho. Fue como un adolescente que, esperando que sus padres estuvieran fuera el fin de semana, había planeado toda clase de diversiones caóticas para acabar descubriendo que, en realidad, estaban durmiendo en la habitación de al lado. Toda su cerveza convertida en una lluvia dorada de aburrimiento.
Durante meses, antes de comenzar la campaña hace seis semanas, todos habían asegurado que las elecciones del 7 de Mayo habrían dado paso a un parlamento fragmentado, siguiendo una ola que tiende a repetirse en toda Europa (véase el Parlamento de Andalucía donde no se ponen de acuerdo ni para saludarse). Se decía que el Partido Laborista y los Conservadores estarían casi en empate técnico y que ninguno podría comandar una mayoría en la Cámara de los Comunes. “Well Hung”, puso The Sun en portada. La expectación fue tal que, en los días e incluso en las semanas precedentes, todos los partidos agotaban lápices, reglas, calculadoras, para diseñar coaliciones entre grandes y pequeños partidos. En algún lugar, en los intestinos de la imaginación política británica, existía un grado de retorcimiento brutal respecto a lo que cada cual podría llegar a renunciar o apoyar.
Si uno se para a pensarlo, este escenario era muy ajeno a los británicos. Como la carne de caballo, conducir por la derecha o usar un bidé. No hay una explicación lógica detrás del prejuicio a las coaliciones (las coaliciones han formado parte de la vida de países muy estables, al menos en Alemania) más que eso, que es solo un prejuicio. De hecho, durante la última legislatura funcionó de facto una coalición entre Tories y Liberal-Demócratas. Sin embargo, el acuerdo se fue haciendo difícil y era difícil pensar que el electorado podría apoyar de nuevo un escenario inestable. Por definición, una coalición es algo que parchea el resultado de una elección, no algo que tú eliges votar.
Piensen en Almunia-Frutos.
La coalición que se había ido anticipando, hasta el mismo día de las elecciones, sacaban cosquillas en el estómago de los analistas políticos. Los encontrabas por todas partes, trabajando en conjunto con los Laboristas, el Partido Nacional Escocés (SNP). Se aventuraba ¿podría ser Miliband el líder de una coalición con Sturgeon, una coalición anti-conservadora en una especie de unión John-Yoko Ono? Imagine.
El último año el SNP perdió, al menos en número de votos que no en espíritu, el referéndum independentista. Y ahí debería haber terminado todo, pensaron. La aventura tocaba a su fin. Pero no. No era una aventura sino el calentamiento para otro tipo de batalla. El SNP se quedaba en el norte de la isla con la sensación de que no era necesario plantear nuevos problemas con la cuestión de la independencia hasta otra generación. Ésa era la esperanza de Cameron. Sin embargo, la expresión de autonomía en la toma de decisiones aumentó entre los escoceses. Así, comenzaron a alimentarse dos deseos sin precedentes en el electorado de un partido, el SNP, minoritario hasta ahora. Por un lado, intentar colarse siempre que se pueda entre los asientos del Parlamento que corresponden a los Laboristas (la fuerza habitualmente principal en Escocia). Por otro, ser el partido que diera la llave del gobierno y conseguir así mejores condiciones para Escocia.
Por tanto, ¿quién podría ser el Nuevo Rey del Parlamento? ¿Podrían Sturgeon y Miliband alcanzar un acuerdo para el 8 de Mayo? ¿Podría Cameron tener que buscarse otro empleo? O, quizá, ¿podría tener que hilar una extraña coalición con fuerzas ajenas a su espíritu o incluso esperar la posibilidad Liberal-Demócrata o más allá con los xenófobos del UKIP? ¿Podría dispararse tras las elecciones la venta de camisas de fuerza entre los diputados ingleses?
Nadie podía presumir lo que iba a pasar. La locura es real, y cuando al final de la noche el Big Ben daba las diez, la BBC anunciaba los últimos sondeos: los Conservadores podrían tener 360 asientos y estarían a 10 de la mayoría absoluta. Los Laboristas empezaban a limpiarse nerviosamente las gafas. Un lord Liberal-Demócrata, Lord Ashdown, declaraba en ese momento que si los sondeos se convertían en realidad se comería su propio sombrero en directo en televisión. En ese instante consiguió en Twitter más seguidores que votos tuvieron la mayoría de aspirantes a diputados de su partido. Un partido, el Liberal, que se estrellaba.
Eso, como se vio después, fue una forma de dar las gracias a los Liberales de Clegg, por haber sido útiles a la coalición. Era como estarles agradecidos por haberse quemado en una legislatura difícil en lugar de haber degustado las mieles de una oposición continuada y eficaz. Una oposición probablemente perpetua, pero a la larga mejor para la imagen del partido que haber accedido a comer de la mesa lujosa pero cara del poder. Esta presuntuosidad la han pagado Clegg y los suyos, y bien podría servir de ejemplo para los partidos ascendentes como Ciudadanos en España. Compartir el poder, con un partido grande, a la larga solo perjudica gravemente al pequeño. Clegg, de hecho, pronunció un discurso reflexivo lamentando la “hora oscura” que se cernía sobre el Partido Liberal ahora que, a su juicio, sus virtudes son las que necesita Gran Bretaña.
Por lo que respecta a los Laboristas, todo está perdido para ellos. Los 232 asientos a los que parecía que podían aspirar antes de los últimos recuentos ya les hacían temblar. En Escocia han muerto absorbidos por la ola del SNP; no hay amor entre ellos y no habrá matrimonio de conveniencia. Es una cuestión, en realidad, de matemáticas más que de sentimientos. Si se combinan los 56 escaños del SNP con la insignificancia allí de los Laboristas no tendrían nunca capacidad de superar a los Tories. Algunos pesos pesados del Partido Laborista incluso llegaron a perder su distrito, caso de Douglas Alexander, director de campaña, o Ed Balls, que esperaba ser nuevo ministro de Hacienda y ahora se queda sin escaño.
Balls tomó su derrota con una cortesía dolorosa, a diferencia de Lord Kinnock, ex líder del Laborismo, quien perdió las Generales de 1992. Preguntado esa misma noche, dijo que la gente había ido a votar con sensatez al Partido Laborista, pero que una vez en la cabina de votación habían preferido la prosperidad individual. “¡Alimañas egoístas!”, gritó. La campaña del miedo de los Tories (“o yo o el caos”, quizá les suene este tipo de discurso) funcionó, según Kinnock. No obstante, querido Sir, tampoco es una gran idea echarle la culpa a los votantes (“los votantes se han equivocado”, recuerden que dijo Guerra en 1979).
Al final el claro vencedor es Cameron. Sus 331 escaños le han permitido ir a ver a la Reina para pedirle formar gobierno con plena estabilidad y poder. Ella le preguntó, dicen, por los nacionalistas escoceses que se acercan como una turbamulta a la Cámara de los Comunes. Dicen, también, que Cameron sonrió y cogió una magdalena. Era su gran momento y nadie se lo iba a chafar, ahora que había roto todas las bolas de cristal electorales.
También es la victoria de una idea que ha imperado durante el mandato de Cameron: que las políticas de austeridad eran necesarias para erosionar y borrar el acantilado de la deuda británica. Mientras, Miliband había sostenido que la austeridad solo era una opción ideológica propia de la mezquindad conservadora. Discusiones bizantinas para economistas aburridos. Una dialéctica que el electorado ha resuelto claramente. ¿Algún ganador más? Sí, los caballeros anónimos y bien vestidos que han entrado en algunas casas de apuestas durante los últimos días de campaña con sus fajos de libras.
La noche electoral fue dura, también, para los claros perdedores. Clegg, que ya no existe, ni Farage (UKIP), ni Miliband, que debe preguntarse si él era la mejor opción para enfrentarse a Cameron en vez de su hermano David. Lo cierto es que el fracaso estrepitoso de Ed Miliband es algo digno de analizar. Su decencia y fe en la causa nunca han sido puestas en duda.
¿Y ahora qué? Lo cierto es que, como se acaba de decir, los británicos parecen haber dado un respaldo a las políticas de los Tories. Y, al mismo tiempo, parece evidente que crece un movimiento en Escocia difícil de parar. Quizá una de las explicaciones al panorama futuro debamos encontrarlas volviendo a ver a los grandes perdedores de la noche electoral: las empresas de sondeos.
En términos de escaños, en la Cámara de los Comunes, la discrepancia entre el resultado real y las proyecciones de los encuestadores finales que mostraban casi un empate técnico entre Laboristas y Conservadores puede deberse a cuatro factores. El primero es la excesiva parcialidad de las encuestas. El segundo, que quizá parte de la encuesta fue realizada con preguntas que acababan dirigiendo la respuesta. El tercero, que quizá hubo una oscilación tardía que no pudieron recoger. El último, directamente que muchos mintieron.
Aunque es pronto para escoger una opción, la última es la más inquietante (y a la que se agarran los partidos actualmente en el poder en otros países en año electoral como sucede en España). A pesar de todo, el Partido Conservador, como suele pasar con los conservadores, es considerado un “partido desagradable”. Cuando fueron preguntados por los encuestadores, algunas personas que podrían haber sido potenciales votantes conservadores pudieron preferir decir que no estaban seguros para no mostrarse públicamente como partícipes de este Partido. Es lo que se conoce como el “torie tímido”, figura que ya apareció con Thatcher y Major en 1987 y 1992.
El “triunfo de la austeridad” parece importante pero los Conservadores harían bien en no sobrevender esta idea. Tener 1 de cada 3 votantes no implica un respaldo a sus políticas experimentales pre-keynesianas ya que, por otra parte, los demócratas liberales, cómplices de los recortes del Ministro Osborne, se han estrellado en las urnas. Y, además, una de las claves del éxito del SNP es precisamente su promesa de luchar contra las políticas de austeridad.
En este punto es interesante analizar el discurso utilizado por los Conservadores en la campaña. Con frecuencia han recurrido a la idea de que, cuando estalló la crisis en 2008, quienes gobernaban eran quienes aspiraban ahora al poder, los Laboristas. Ése fue el mensaje repetido una vez y otra por los medios de comunicación afines a la derecha: no dejes que la recuperación económica se vea otra vez arruinada. El mensaje es el gran vencedor electoral. Pero, ojo, que la economía no lo es todo, estúpidos.
Más que eso, sorprende que quizá la clave estuvo en la oscilación de parte del voto Laborista hacia el UKIP. Algunos dirigentes del partido de Miliband así lo manifestaban en los corros privados. Todos tendieron a considerar que los xenófobos de la UKIP suponían un peligro para Cameron, como se tiende a veces a valorar a Rivera en España, cuando en realidad para quien suponía un problema era para Miliband. Esto fue detectado por los encuestadores particulares del Partido Laborista, que detectaron esta fuga de votantes en las zonas centrales y septentrionales de Inglaterra. Y es que, aunque finalmente la UKIP acabó adquiriendo un solo escaño, lo cierto es que creció un 13% arrebatando votantes en zonas como Nuneaton y North Warwickshire. Los trabajadores ingleses temen por su puesto de trabajo y se refugian en un partido ultranacionalista ¿a quién podría sorprenderle visto el crecimiento de Ciudadanos en España?
Luego está el factor de liderazgo. En Gran Bretaña, a diferencia de otros países como EEUU o la propia España, la gente suele votar más por la persona que por el partido en las Generales. Con 45 años, Miliband, a pesar de superar las expectativas de una campaña impecable, no acabó de calar en el imaginario del votante como lo hizo Blair. Se puede debatir en qué medida la decisión de Miliband de apelar únicamente a los trabajadores en lugar de buscar una postura más centrista como Blair ha obstaculizado las posibilidades de su partido.
“Volvimos, y volveremos a volver”, dijo Miliband, y en términos similares se expresó el Liberal-Demócrata Clegg. Sin embargo, como suele suceder con los partidos de coalición, achacó la caída de su partido únicamente a haberse quemado en el gobierno. “Creo que los libros de historia juzgarán nuestro partido de forma amable por el servicio que hemos ofrecido a la nación en un momento de dificultad económica”. Por supuesto, depende de quién escriba el libro claro.
Y ahora miren al SNP otra vez para concluir sobre qué va a pasar en el futuro del Reino Unido. Escocia es un mar de SNP. No existe en Europa otro lugar donde los escaños que corresponden a una región los ocupen de forma tan absoluta los representantes de un partido independentista. Douglas Alexander, el ex secretario de Relaciones Exteriores en la sombra, perdió su asiento ante una estudiante de veinte años de edad, Mhairi Black, que se convertirá en la miembro más joven del Parlamento desde 1667. Los Laboristas no sacaron ni un solo escaño por Glasgow, uno de sus bastiones durante décadas. Ante esta tesitura el SNP, que había apostado por aliarse con el Laborismo para impedir otro mandato conservador, tiene ahora otro panorama por delante. Antes del referéndum de independencia Cameron prometió dar más poderes al parlamento escocés, dominado por el SNP, incluyendo cuestiones tributarias y presupuestarias. El líder torie ha vuelto a repetir que su intención es “crear el gobierno descentralizado más fuerte del mundo”. Pero el acuerdo entre Reino Unido y Escocia parece desgastarse por momentos.
Casi la mitad de los escoceses han dicho que quieren la independencia y ven Westminster como un lugar lejano que quiere imponerle políticas que no desean. Muchos votantes ingleses se ven cada vez más irritados por esta cuestión y por mantener una economía subsidiada ya que Escocia recibe más dinero en gasto público que lo que paga en impuestos, lo que los escoceses justifican alegando que es la región más pobre del Reino Unido que contribuyen con el petróleo del Mar del Norte cuyos beneficios van para todo el país.
Las analogías históricas son difíciles de encontrar, pero el panorama recuerda mucho a 1885 cuando Irlanda aún formaba parte del Reino Unido. El Partido Nacionalista Irlandés de Parnell acabó generando disrupciones en el proyecto de autogobierno propuesto por el liberal Gladstone, lo que llevaría a una amarga guerra y la separación irlandesa. Esta situación aún parece lejana en Escocia pero la dinámica del triunfo del SNP, más por su espíritu contrario a las políticas económicas de Cameron que por simples cuestiones de bandera, aventuran años complicados en las islas.
Fernando de Arenas
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