¿Saben ese momento en las biografías de actores y directores en que los protagonistas narran la arquetípica revelación mariana donde un arcángel Gabriel en forma de chorro lumínico de proyector les graba a fuego en la frente que deben dedicarse al cine? (Salvo Buñuel, que dice que como no tenía nada mejor que hacer en París se pasaba las tardes pimplando ginebra, acosando homosexuales y metido en el cine) ¿Saben esas entrevistas donde los nuevos talentos creativos patrios siempre dan las gracias a sus padres y cuentan alguna anécdota sobre disfrazarse con sábanas viejas, representar escenas de películas y grabarlas en Super8 para después aniquilar paulatina y persistentemente el número de amigos de sus admirados progenitores que se pensaban dos veces lo de ir a casa de los Sánchez Arévalo a que le pongan otra mamarrachada del mocoso?

Pues ojalá tuviera de eso. Una señora anécdota que soltar para las cámaras, para el becario pelo suave de la sección de cultura de El País al que han mandado a mi hotel.

-Tome nota, joven: A los cinco años ya dirigía, guionizaba, producía y amañaba premios para mis pelis caseras. ¿Cómo se queda?

Y el becario apuntaría diligente tamaña precocidad, ayudándome a aportar mi inestimable granito de arena a la ya absurdamente pesada montaña de prejuicios, horrores por la predestinación del talento y zarandajas similares que atoran los tiernos pulmones de la horda de aspirantes a cualquier disciplina. Dicen que el mundo del toreo está plagado de supersticiones pero asomen la napia por alguna escuela de cine o pregunten, pregúntenle a su sobrino ese tan rarito que se ve las pelis polacas en versión original, inquiéranle sin pudor alguno sobre las verdaderas razones para querer emplearse desesperadamente en un videoclub a lo Tarantino o patearse la espesura amazónica a lo Werner Herzog. Los discípulos de San Francisco de Asís echaron a andar para anunciar la buena nueva a cabras y gorriones y los aprendices de Kubrick se desangran vivos en un máster de fotografía.

Bendita Alta Edad Media.

Pero bueno, todo esto viene a colación de mi vergonzosa carencia de una historia ejemplar ya que mis tres primeros recuerdos consisten en:
· El hurto de un kit de sheriff en la Expo92 por parte de la versión reducida de quién les escribe (lo que tampoco dice mucho a favor de la seguridad de las tiendas de regalos de la Expo)
· El espanto junguiano paralizante provocado por el enorme cartelón del Pasaje del Terror, una atracción colocada justo a la entrada de la Expo92 para alimentar lo mejor del espíritu familiar y, de paso, reducir a una pelota de carne convulsionante a las pobres criaturas de tres años expuestas a aquel rostro sin cuencas oculares blandiendo un cuchillo de carnicero sobre un fondo rojo Ferrari.
· Quedarme dormido como un tronco durante el estreno de Parque Jurásico mientras el resto de la sala asistía al antiquísimo deleite romano de ver cómo una bestia parda se zampa a un cretino presuntuoso tras otro.

Un delito, un horror medular y una insensibilidad ante extremidades amputadas y alaridos de dolor propias de un terrateniente valón en el Congo Belga. Esas son mis referencias más tempranas. Quizá esté predestinado a la Jefatura del estado español. Quién sabe.

En todo caso, ni siquiera es que no cuente con la tan ansiada predestinación infantil para esto del cine, es que encima me quedé frito viendo la primera película almacenada en mi memoria. Qué despropósito.

Afortunadamente, años más tarde mis padres subsanaron aquella somnolencia comprando montañas de cintas vírgenes para grabar todo lo que cayera bajo la ociosa opción de grabación automática del vídeo: telediarios cortados por la mitad, Stallone haciendo de poli amargado en una guardería, capítulos de Urgencias que no venían a cuento porque a nadie en mi casa le gustaba esa seriey, ah, el error: Parque Jurásico, en todo su esplendor, con el logo modernista del Canal Sur noventero clavado en la esquina superior derecha.

Pese al riesgo de incendio por sobreexplotación del VHS, no había semana en que Sam Neill no se acercara por lo menos cuatro veces al niñato gordo del principio de Parque Jurásico para contarle aquello de los pavos y el virtuosismo de los velocirraptores destripando a sus presas. Inmediatamente después, como todos recordarán, aparece el helicóptero con ese señor mayor al que Julio Iglesias le copió el estilo para posteriormente ser copiado por los anuncios de Colón: ahí lo tienen, John Hammond, o Richard Attenborough si lo prefieren, plantándose con sus dos extraordinariamente ricachonas gónadas en mitad del yacimiento paleontológico, arruinando una importantísima excavación con su helicóptero como si fuera un ayuntamiento cualquiera. Nunca me cayó bien, quizás porque tenía seis años y no alcanzaba a comprender conceptos tan elevados como tener tanto dinero que te salga de las orejas, una fortuna tan desmesurada que puedes…comprar el prestigio de afamados paleontólogos. Yo solo quería ver gente corriendo con la cara desencajada porque un bicharraco resucitado se los quiere meter en el buche. (Nota para doctorandos en comunicación sin ideas: técnicamente es la misma premisa que la de la segunda venida de Jesucristo y los pecadores sin salvación.) En cualquier caso, eso era todo lo que me interesaba y John Hammond solo servía para retrasar mi placer. Peor aún: el viejales tenía familia. Concretamente, sobrinos. Concretamente, ¿de qué útero de alien extrajeron por cesárea al violentamente insoportable Timmy? Esa envergadura craneal, ese rostro de Campanilla, ese doblaje capaz de reventar la cristalería en varios kilómetros a la redonda.

Tenía seis años y quería que uno de mis semejantes generacionales muriera de la manera más trágica posible para el deleite de un adulto. Eso no está al alcance de cualquier cineasta.

Luego, paseo por la isla. Luego, más escenas de John Hammond parloteando con Sam Neill y de repente, adiós a Richard Attenborough. Tal como llegó se fue. No forma parte de la acción. De vez en cuando aparece frunciendo el ceño con un walkie en la mano o enviando a una muerte segura a alguno de sus empleados sobrecualificados y no es hasta al final de la película cuando se redime a mis ojos infantiles llegando con el todoterreno para rescatar en el último momento al doctor Grant y su novia y, bueno, todo no podía ser, también a los sobrinos.

No podía saberlo, pero mi afán compulsivo por colocarme delante de la pantalla media docena de veces por semana y saltarme casi todas las escenas de Richard Attenborough estaba tan en deuda con el tiranosaurio como con el multimillonario de traje perlado.

Los críticos y comentaristas de cine con edad suficiente como para recordar cómo bordearon los límites del estrabismo durante su primera proyección en Cinemascope suelen redactar sentidos y melancólicos panegíricos tras la muerte de un Clásico. Normalmente se trata de historias sobre cómo, para ellos, Peter O´Toole jamás dejó de ser Lawrence de Arabia ni John Wayne el impávido pero humanamente-falible-cuando-menos-te-lo-esperas Sean Thornton de El Hombre Tranquilo. Personajes hechos y derechos, iconos, reflejos de una viva impresión adolescente eternamente atrapada en dos o hasta tres horas y media de película. En cambio, mi Richard Attenborough condenado a lucir para los restos el pellejo de John Hammond es fruto del desdén, de un vehemente deseo de supresión. No hubo arrebato, no se produjo la comunión mística con el Personaje. Era y sigue siendo el viejo de Parque Jurásico, ese cabroncete que te mete en un lío pero con la mejor intención del mundo y con el que te gustaría enfadarte más de lo que realmente puedes.

Años más tarde hice gala de mi simpleza de percebe al demostrar lo prodigioso que me resultaba que los actores ancianos no hubieran comenzado y terminado su carrera siendo eso, individuos cuya relación con la industria del cine se reducía a representar señores de sesentaytantos desde siempre. Sin juventud ni pasado ni carrera a sus espaldas.

-¿Qué el viejo de Parque Jurásico también es director de cine? ¿Que lleva dirigiendo desde cuándo?-interrogaba yo, pasmado- ¿Que también ha sido actor? ¡No me digas!

Y tanto que me decían. Richard Attenborough como el almidonado capitán de aviación en La Gran Evasión, ese que acaba tan rematadamente mal y que podría ser un equivalente igual de bueno para mí como todos los refulgentes John Waynes de su crítico local. Richard Attenborough como realizador, si, pero no solo de los muy correctos artefactos de estudio y premio que son Ghandi o Chaplin, sino de ese juego perverso un poco a medio gas pero con grandísimos momentos que es Magic (1978).

Esta, sin embargo, no es una lista de méritos a mayor gloria póstuma. Esto, me temo, es el tipo de reconocimiento que nadie desea, uno demasiado privado, individual y extraño como para siquiera empezar a sonar halagador.

Hace cosa de un mes, una amiga me contó que el chico con el que había tenido una relación durante un voluntariado en Tallin había muerto de una peritonitis. Cuando por fin confirmé que no se trataba de una broma y cubrí mi cuota semanal de quedar como un gilipollas tomándomelo como la chanza que resultó no ser, volví a caer en la misma espiral donde siempre me pierdo cada vez que pongo Radio Clásica o tengo cita con mi médico de cabecera para describirle con pelos y señales cualquier ridículo dolorcito: Muerte, Muerte y más Muerte.

Mi relación con el finado se reducía a un par de intercambios verbales electrónicos y ni siquiera de manera directa, sino porque el tipo andaba por allí mientras le preguntaba a mi amiga qué tal se merienda en Estonia.

-Bueno, que te lo cuente él.

-Dihgoghro voegho? Tgiphgoih soiu!

Eso fue todo lo que mi oído me decía que estaba respondiendo. Antropológicamente hablando, ni siquiera hubo comunicación entre ambos. Y aun así la noticia fue demasiado dura, más de lo que cualquiera hubiera esperado considerando el precario vínculo que nos unía. Me imaginé a su familia, me imaginé el pulverizado futuro que de tanto en tanto y sin lógica alguna esperaba tanto para mi amiga como para él, aun cuando sabía que lo habían dejado años atrás. Fue mucho más que la interrupción repentina de cientos de posibilidades almacenadas sin razón aparente en este basurero mental sin planta de reciclaje. Fue, ahora lo sé, algo idéntico a lo que sucedió cuando me enteré de que Richard Attenborough había muerto.

Parque Jurásico

Para empezar, durante un buen rato estuve convencido de que el cadáver no era otro que David Attenborough, el afable y ultralaureado acosador de morsas y chacales africanos de la BBC. Más tarde, correctamente informado de la identidad del difunto, no supe como encajar el hecho de la desaparición física de John Hammond. Tal vez hayan pasado cinco o seis años desde la última vez que vi más de cinco minutos seguidos de Parque Jurásico. No importa. Attenborough siempre estaba ahí, recordándome lo mal que me caía, las ganas que tenía de apartarlo de mi vista con el avance rápido, enseñándome la nunca suficientemente machacada lección sobre cómo todo aquello que obstaculiza tu deleite no implica necesariamente que sea tu enemigo. Un buen día uno de los protagonistas indirectos de tus recuerdos más primitivos o tus instantes más felices se va al otro barrio, volviendo a saber de él tras años de completo y nada culpable abandono. Esta no es la tristeza de la pérdida de alguien a quien se admira o se respeta, nombres en mayúscula recitados con la siempre agotadora solemnidad colectiva y el vacío y estéril asentimiento automático. Es fácil despedirse de esas personas. Lo difícil es decirle adiós a cualquiera de las encarnaciones imperfectas, imprescindibles e injustamente olvidadas de pedazos de tu propia vida. Por suerte, rara vez se nos mantiene informados.

Rara vez ellos lo sabrán.

 Isaac Reyes