En París iba poco al cine. De hecho solo fui una vez y por complacer a una chica. Sí, a Sara. Aunque lo cierto es que disfruté mucho la película, El asesinato de Jesse James. Tanto que, cuando volví a España, fui corriendo a verla porque la echaban en español y de la versión en francés me había enterado a ratos, entre otras cosas, gracias a la suiza que me iba preguntando “¿te has enterado de lo que ha dicho?” cada vez que veía mi cara de disimular que aquello era otro ejemplo de francés superior usando términos de Vila-Matas.
Por cierto, dice éste que él iba mucho al cine cuando vivía en París. Yo solo fui una vez no porque no me gustara el cine, que me gusta y mucho, sino porque si hubiera ido cada vez que quería ver algo habría acabado viviendo bajo el Pont Neuf. Eso sí, ni punto de comparación con ir al cine en Sevilla. La costumbre de alguien que procede de un barrio de extrarradio es que el acto de ir al cine constituya casi un acontecimiento en sí mismo. El autobús puede dejarte lo mismo dos minutos antes de que empiece la película que media hora antes o después. Es una ruleta. De hecho, en Sevilla había tres deportes oficiales: el fútbol, las carreras de Curro Romero y las apuestas de los horarios de autobús. Desde que Curro se retiró la ciudad se quedó huérfana.
En París, una tarde, Sara me comentó que había visto carteles en las marquesinas del bus y en los andenes de metro de una película donde Brad Pitt hacía de Jesse James y Casey Affleck de Robert Ford. “Sí –me dijo- es la historia de Jesse James”. “Claro”, dije. Menos mal que una película sobre Jesse James va sobre Jesse James. Lo que pasa es que yo jamás en mi vida había oído hablar de Jesse James. Llámenme ignorante pero el western no está, o estaba, entre mis géneros preferidos. Después de mucho posponerlo decidimos ir con una amiga común, una tarde después de trabajar.
Elegir un cine en París no es tarea fácil. Yo soy de una ciudad donde el cine se elige en función de tres variables: a) si quieres o no que la película se convierta en un estudio de campo antropológico acerca de protosimios que no te dejan ver la película; b) que se proyecte dado el escaso repertorio de la cartelera; c) que se pueda llegar sin que el viaje constituya una odisea. En París descubrí que la variable principal era ir a donde te diera la gana.
Siempre me quedé con las ganas de ir a los cines Gaumont Pathé de Montmartre y sobre todo a Le Grand Rex en Boulevard Poissonnière. Este último no solo es el cine más grande de Europa, sino que además fue construido en 1931 siguiendo un estilo completamente americano. Fue el cine donde se introdujo por primera vez en Europa a Chaplin y refugio de los soldados alemanes durante la ocupación. Entiendan que soy un pedante y me hacía ilusión ver una película en el mismo sitio donde un nazi soñaba con ejecutar rusos y violar francesas. Al final, todas las veces que he ido a París he querido hacerle fotos al menos desde fuera pero nunca me he acordado de hacerle una visita.
Para aquel día de El asesinato de Jesse James decidí que lo mejor era ir a los cines Gaumont Opera, cerca del edificio del XIX construido por Garnier. Tengo que reconocer que pagar 11 euros por la entrada, más del doble de lo que entonces pagaba en Sevilla por ir al cine, me pareció poco menos que abusivo. Como siempre, Paris c’est autre chose. Lo primero que me llamó la atención es que el cine no olía a palomitas desde la entrada. Las había, pero misteriosamente las palomitas no eran el negocio principal (lo era la entrada como era evidente) y estaban a una distancia lo suficientemente lejana como para no sentirse incordiado. Tampoco había un espectáculo lumínico por todas partes propio de un viaje con LSD.
Ni protosimios agitándose y gritando.
Ni la sensación de encontrar adictos al crack a punto de entrar en los servicios.
Ni un señor con cara de cansado y escaso salario para picarte el billete. De hecho, había un señor de chaqueta que nos acompañó a nuestras butacas y nos deseó que disfrutáramos de la película. En aquel tiempo yo no lo sabía porque la parte que afrontaba de mi tesis doctoral en esos meses se basaba en leer un montón de epígrafes romanos donde unos señores muertos hacía dos mil años decían lo que habían hecho. Pero lo que sucedía tenía relación con esos señores muertos.
Estaba pagando prestigio, fíjense.
Todo eso que estaba sucediendo, incluyendo unas butacas tan anchas que en Sevilla habrían sido para dos personas y una calidad en la imagen propia del cine digital actual, era calidad. Era una forma de decir “vuelve que aquí te tratamos bien y venir es síntoma de que te puedes permitir este nivel”. Era el Starbucks de los cines pero con calidad. Era un iPhone. Pero en forma de sala de cine. En Sevilla, y en los que he podido ver en Madrid, el negocio principal no está en la película, eso casi es lo de menos. Lo principal es la economía de mercado: el centro comercial donde se ubica, el pack de palomitas y refresco que compras antes de entrar (tanto es así que en algunos las entradas se compran en el mismo sitio donde las palomitas, se acabó la honesta hipocresía del mercado), los horarios adaptados a que luego almuerces, cenes o meriendes. No es el cine el negocio, sino lo que hay alrededor.
Lo cualitativo, no obstante, se sostiene mientras haya gente que tenga esa conciencia. Cuando vi el cine Gaumont Opera pensé “menos mal que has elegido bien, porque si eliges un cine en París como a los que sueles ir en Sevilla lo mismo la espantas”. Quedé bien porque pagué a través de la economía de mercado un prestigio que obtuve por los servicios que nos prestaba aquel sitio. Servicios intangibles pero que siempre acabamos comentando semanas después de haber ido.
La comparación de todos modos con el iPhone no es gratuita. No todo el mundo puede pagárselo. Y el cine a 11 euros tampoco. Hace un par de visitas a París pasé cerca y pude ver que lo han subido tan solo 50 céntimos en los últimos años mientras en España, en el mismo período, ha subido entre 3 y 4 euros de media. Ellos siguen manteniendo el criterio de calidad, seguía habiendo un señor con chaqueta allí y no desprendía olor a palomitas. En Sevilla, el precio ha subido, han despedido a parte del personal y el mantenimiento de las salas da lástima. De hecho, si no eres muy escrupuloso, a veces puedes comerte las palomitas del que ha estado antes que tú.
Es decir: si me compro un iPhone pero, aunque saquen nuevas versiones, va a seguir siéndome útil durante aproximadamente unos cinco años, en vez de comprarme un teléfono cinco veces más barato que apenas aguanta el año, ¿quién engaña a quién?
La sala de Gaumont Opera está al lado del edificio, como ya les he dicho de Garnier y eso me hizo pensar que quizá hemos perdido la perspectiva en lo cuantitativo. Eso no lo podía estar pensando cuando fui a ver El asesinato de Jesse James pero sí lo pensé como dije hace dos visitas. Mi acompañante se me quedó mirando y me dijo “¿en qué piensas?” y yo traté de compartir con ella mi reflexión. “Verás –empecé- el problema es que la gente iba a la ópera entonces como una reunión social, lo que se iba a representar era importante pero también el encontrarse allí, el poder pagar la entrada, que el edificio estuviera acorde con el prestigio que tenías y el prestigio que buscabas, era como esos epígrafes romanos que nos hablan de gente que pagaba con gusto por la imagen que querían dar, era como un aura del que se llenaban y que a la vez proyectaban”.
Mi acompañante me miró con cara de lémur y solo respondió con un “ah, claro”.
Me pasa por no haber dicho como el día que salimos del cine y la suiza me preguntó que qué me había parecido la película. “Muy buena, me ha gustado”, y santas pascuas. Eso permitió que tuviéramos una serie de conversaciones agradables los tres durante las dos horas de bière pression que siguieron a la película.
En París no fui más al cine aunque eso no significa que no viera cine. Vi mucho cine en la soledad de mi habitación. He visto cine en el televisor de los hoteles en los que he estado. He disfrutado mucho no teniendo televisor la última vez que estuve en París y el apartamento solo tenía una radio por la cual escuchábamos cada atardecer jazz hasta la noche mientras cenábamos en la terraza.
Conocí mucho cine diferente en París. Un día estuve hablando largo y tendido en el desayuno con Javier, estudiante de composición musical y un tipo estupendo. Alto, desgarbado, responsable y terriblemente simpático. Le encantaba el cine, más que a mí creo, y sobre todo el cine asiático. En ese momento yo no tenía ni idea de quién era Won Kar-wai, pero con el tiempo lo acabaría sabiendo por suerte.
La ventaja de mi trabajo en París cuando estuve allí viviendo es que casi todo estaba en realidad ya hecho. Se suponía que iba para consultar fondos bibliográficos y demás pero la mayoría lo había consultado ya en Roma, en la École Française, y otro tanto eran toneladas de artículos americanos a los que accedía gratis por la licencia que el Colegio Español tenía para que los residentes accedieran online a los fondos. Así que me pasaba muchas horas allí. Tantas que hacía los tres turnos de desayuno, despedía a la gente, me subía de nuevo a mi habitación y todos se preguntaban si realmente yo trabajaba en algo.
Una mañana que Javier tenía un hueco fuimos a su habitación y me enseñó su repertorio de películas. Una de las que me dio a probar fue In the mood for love, que fue el título que se le dio al mercado anglosajón ya que la traducción literal del chino era La magnificencia de los años pasa como las flores. En España se le llamó Deseando amar. Nunca me ha parecido que el título castellano sea desacertado ya que, en cierto modo, la película expresa cómo el deseo de amar es más fuerte que el amor en sí mismo, ya que puede llegar a confundirnos y hacernos creer que amamos; o bien puede resultar que se desee amar en vez de amar, y de esa forma, una vez cumplido el deseo de haber amado a esa persona, se deje de amar.
Sí, yo también he visto sudokus más sencillos.
Las dos horas que pasé esa tarde metido en mi habitación viendo la película fueron francamente memorables. Mis aposentos en la residencia no tenían pega alguna, como siempre que he estado en París. En el Colegio de España era el “mítico” de la 405 porque mi habitación tenía bañera en vez de placa ducha y era tan espaciosa que la única pega era que le faltaba un carrito de golf para desplazarme por ella. Luego he estado en hoteles, en uno de los cuales dejé un reguero de vino en toda la pared y parte del techo. La última vez en un apartamento terriblemente encantador.
Mi mítica habitación 405 me sirvió para contemplar la historia de Chow Mo-Wan y Su Lizhen, quienes asisten a la disolución de sus respectivos matrimonios mientras ellos mismos, entre sí, acaban en la misma jaula de deseo que provocó precisamente la ausencia de amor, donde una vez lo hubo. Se ama muchas veces, dice Compte-Sponville que al menos entre cinco o seis veces en la vida. Quien se enamora menos de esas veces, cuenta el filósofo amigo de Sarkozy, es que debería hacérselo ver por un psicólogo.
No, esa gente que dice que están “enamorados del amor” no necesitan un psicólogo. Con un par de bofetadas ya les va bien.
Unos días después organizamos una excursión al Mont Saint-Michel, un sitio espectacular. En el viaje tuve la oportunidad de hablar con una chica a la que Javier “hacía la visita”. Resultaba absurdo la forma en la cual ambos, pero sobre todo ella, intentaban hacer ver que no estaban juntos. Especialmente el día en el cual se le escapó a ella en el desayuno “Javier, ¿vas a subir por tu cepillo de dientes? Yo me voy directamente y no paso por mi habitación”. Que él no pasara por su habitación y saliera del dormitorio de ella por las mañanas también parecía indicativo. Aun así, cuando le preguntaban, ella lo negaba todo y él ponía cara de clave de sol.
Marta era simpática, pero no simpática como esa gente que es simpática y a la vez insulsa. Era simpática de ese modo en el que hay gente que quieres volver a hablar porque te alegra el día. Era muy dulce también, vestía siempre colores llamativos y tenía un cierto toque infantil que la hacía encantadora.
Trabajaba arrancándole los ojos a los peces naranjas que todos compramos a los niños.
Para investigar algo sobre regeneración celular, creo. En el viaje a Saint-Michel pasaron muchas cosas. Entre ellas que nos quedamos a dormir en Saint Malo, un pueblo precioso de la Baja Normandía. Sin embargo, al llegar, no sabíamos cómo encontrar el albergue y en el coche alquilado que llevaba Marta decidieron preguntarle a una chica del pueblo. La chica acabó montándose para pasmo de los que íbamos en el coche de atrás. La chica acabó esperando en la puerta del albergue a que termináramos de ducharnos para llevarnos a cenar a algún lugar del pueblo. Fumando y dando la espalda al resto de mujeres de la expedición.
Fue la primera vez en mi vida que contemplé un hecho que para mí, como hombre, era una rareza: el reojo femenino. Aunque se llevaban bien entre sí, las mujeres de nuestra excursión experimentaron un repentino compadreo basado en mirar de reojo a la “usurpadora”, a aquella que de pronto se había acoplado al grupo y que gozaba de tres elementos amenazadores: dos enormes pechos y ser eminentemente extranjera, parafraseando al profesor Presedo.
Como soy muy primario y estaba hambriento, y además me recordaba a una antigua compañera de clase que me caía bastante mal, no me entró por el ojo. Cuando acabamos la troupe en un restaurante a punto de cerrar la cosa quedó todavía más clara. La criatura se vino a cenar con nosotros y en el restaurante no tenían más que una especie de pizzas de desecho. No pudimos juntar mesas así que, en una de esas maniobras maestras que me caracterizan, dejé que los tres guerreros de la expedición se sentaran con ella y yo me quedé en una mesa de dos con Marta, el terror de los ojos de los peces y amante bandida de Javier.
Fue una conversación de lo más productiva.
“Vaya par de jarras pa bebérselas”. Fue el comentario frecuente de uno de los guerreros que se sentó con la indígena.
Entre tanto, como se ha visto, yo volví a adentrarme en los terrenos de la friendzone para que Marta me explicara el motivo de su amor clandestino, o pretendidamente clandestino por Javier.
“Es que hace poco que corté con mi novio”, me dijo. “Será con tu ex”, corregí. Otra que tenía problemas acerca de quién era qué en cada momento. O yo, como tengo un nombre judío, soy muy finalista y el pasado, pasado está; o la gente vive de forma cuántica y no sabe ni dónde está. Al parecer le preocupaban las habladurías de la gente, lo que dijeran de ella, etc. “¿Y Javier? Quiero decir, ¿no te preocupa que se sienta mal cuando delante de todo el mundo niegas que estéis juntos cuando, de hecho, todo el mundo sabe que estáis?”, se me ocurrió preguntar. “¿Minusvalorado? ¿por qué?” me preguntó a su vez y su rostro reflejaba una inocencia perversa. Esa clase de inocencia en la que ves que tiene razón. Ella no pretendía hacer que él se sintiera menos importante que el señor que antes había ocupado corazón y cama y que ya no contaba. Pero, de hecho, así era.
“Javier es muy diferente a mi otro novio” (y dale, pensé, decir “mi otro novio” es como si tuvieras unos cuantos, como el que hoy decide ponerse una camisa azul en vez de rosa). “Era más fuerte, más… como más deportista, más de hacer cosas, era otro tipo. Yo ahora prefiero un cambio. Estoy más por el hombre intelectual, el que tiene algo que aportar, ¿sabes?”.
Claro que lo sé, querida. Vaya si lo sé.
“Él tiene muchas cosas que aportar”, y en eso le di la razón. “Te entiendo” le dije, “a mí también me interesan antes las mujeres que pueden aportarme algo”. “Venga ya –me interrumpió- a vosotros os gustan como, como…esa” y señaló a la indígena de los pechos gigantes. “¿Flor de Otoño?” se me escapó. “¿Cómo dices? ¿Flor de Otoño?” y empezó a reírse a voces haciendo que todos nos miraran. Flor de Otoño me parecía un nombre de puta de lo más normal.
Como ven, no soy cliente habitual ni inhabitual del mercado sexual.
Mientras hablábamos, los tres guerreros no dejaban de decir, en español, versos refinados de poesía de albañil que es mejor no reproducir. Creían que ella no se enteraba. Creían. Al levantarnos para irnos dijo de pronto “es muy divertido estar con españoles” en español, con un cierto deje de francesa de película.
Los tres guerreros palidecieron y su valor bélico-sexual se redujo a cero. Cuando salimos, Flor de Otoño persiguió infructuosamente a David Pont quien se mantuvo firme en su fidelidad y la mandó con viento fresco.
Un mes después David y yo nos tropezamos en París con Flor de Otoño y volvió a acoplársenos a la cena. Esa vez nos sentamos en una mesa y cuando fue al servicio nada más llegar, me levanté y cogí a David del brazo para largarnos antes de que volviera.
No volví a ver más a Flor de Otoño.
Marta siguió prefiriendo al hombre inteligente, intelectual, de conversación estupenda hasta que se cruzó en su vida un alemán atlético, deportista, alto y muy rubio con el cual debió tener sin duda interesantes conversaciones dado que ella hablaba muy bien francés y él nada.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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