«Can you convince my girlfriend to like fishing?»
«Possibly.»
La lluvia es suave, como un tapiz oriental. Apenas altera el ambiente, apenas disturba la superficie. Ahora el río es un tamizado tembloroso pero uniforme.
Y un niño, de unos ocho o nueve, sueña con lo que habrá debajo.
Eso ocurre aproximadamente hace 50 años, en Suffolk, Inglaterra. Los 60 aún parecen una década de verdad y no una excusa para vender camisetas. Y en general, todo el mundo está ocupado con la Guerra Fría, la carrera espacial, los Beatles, y dejando atrás los deprimentes 50. Se mira hacia los lados, hacia arriba, hacia delante, y hacia atrás.
Pero no hacia abajo.
Este niño sí.
No es que el cosmos haya perdido su sex-appeal, pero es que la exploración espacial aún es un coñazo muy grande, con sus cálculos, sus miles de millones de kilómetros, quarks, pársecs. Aún parece lejano que descubramos algo gordo que sacuda nuestras débiles mentes paleosimiescas. Y ahora la fascinación del niño por lo que se esconde bajo esa superficie asaeteada a gotazos es universal. El mundo marino es la nueva frontera. Es trendy.
El crío en cuestión, como datos reseñables, tiene un padre vicario, y menos por esta ligera obsesión enfermiza por el agua y los bichos que había ahí abajo todo normal. Pescó su primer pez a los 8 años, y a partir de ahí la cosa se le fue de las manos. Un adolescente con un hobby, imagínese. Ya a los 16 era el miembro más joven del Grupo Británico de Estudio de la Carpa, todo un logro, un sueño para cualquier chaval. Más tarde estudia zoología en Bristol y en Kent, y cuando sale se pone a dar clases como profesor suplente en un instituto de secundaria. Sin embargo ha dejado la pesca hace un tiempo, en torno al final del bigote-pelusilla, cuando al principio de sus 20 añitos no puede aguantar más la sobrepesca a la que están sometidos los ríos y lagos de su isla querida. Sin embargo será un artículo que leerá a los 25 cuando la pasión le vuelve a despertar y le agarra fuerte de la entrepierna. Era sobre la pesca del mahseer, un tipo de carpa dorada gigante que se esconde en los lechos rocosos de los ríos del Norte de la India, y que ahora (como casi todo) está medio extinto. Sobrepesca, contaminación, destrucción del territorio, y no necesariamente en ese orden. En fin, el joven agarra 200 libras no sabemos de dónde, y se va a la India con sus cuatro cacharros de pesca. No lo podía evitar, dice. No es solo la pesca, dice. Es que es un puto bicho, dice.Con este afán canino el joven acaba en la India sin saber muy bien cómo sobrevivir durante tres meses allí con doscientas libras. Pero lo hace.
El resto de su vida es eso, una sucesión de cómos antes que de qués. Porque el qué, está claro: la pesca, o siendo más precisos, la Pesca Con Caña Extrema (Extreme Angling); un tipo de pesca que tiene menos que ver con beber cervezas en un bote los domingos y más con las Doce Pruebas de Hércules. Pero los cómos son la sal, la pimienta, y el resto de especias con las que puede estar aliñada una trayectoria vital. Y tras haberse lanzado a la aventura por un pez indio en 1982, el resto no iba a ser menos.
Mientras daba vueltas por el globo lanzando y recogiendo sedales, el joven se mantenía a flote como podía. Ya fuera como guía turístico; o mensajero en moto; o profesor suplente; o traductor portugués-inglés; o lavaplatos; o consultor de relaciones públicas; o periodista; o tutor de arte. Incluso fue durante un tiempo copywriter senior en una agencia de publicidad (no sabemos cuál) hasta el momento en que suponemos que decidió que estaba hasta los cojones porque: «the excitemente became too much».
Y eso es lo más flojo de su biografía.
Para hacerlo todo más interesante, acostumbra a acompañar algunos de sus viajes con sucesos traumáticos de calibre cinematográfico. Por ejemplo, en Tailandia, mientras iba tras la pista del pez gato gigante del Mekong (para el lego, los peces gatos son tan abundantes en la naturaleza como el spam en su correo electrónico), le arrestan. Pero no por llevar cocaína en el tacto rectal o algo así más corriente, por favor, nah, eso está muy visto. A este hombre le detienen nada menos que por espía, joder, que eso no le pasa a cualquiera. Hace falta tener presencia o estar en el momento preciso y en el lugar exacto para eso. Y ya para irse de rositas, las dos cosas a la vez como mínimo.Otra muy buena es en el Amazonas. En uno de tantos viajes, lo normal, se te jode el avión justo encima del capote forestal. El tío, para empezar, no se mata en el impacto. Pero es que encima no se mata nadie. Salen todos casi más nuevos que cuando se montaron en el cacharro. Y encima, bueno, es el Amazonas. El avión anterior cayendo era con diferencia menos peligroso que la peligrosidad combinada de todas las cosas potencialmente mortales que hay en el pulmón número uno del orbe terráqueo. Pues nada oye, el nota sale de esta, también. Pero bueno, que esperas de alguien que también es capaz de pillar la malaria y salir de ella de buenas.
Sí, también malaria. ¿No lo había dicho?
El caso es que este hombre ahora es más conocido. Publica de vez en cuando en revistas especializadas y ha escrito un libro de pesca extrema, pero es su presencia televisiva lo que le ha debido convertir en la fantasía húmeda de esa gente que llega a las 8 y media a la playa y pone 7 cañas mientras tu aún te estás bañando.
Si, es Jeremy Wade, el de Monstruos de Río.
Jeremy Wade es un símbolo. Y déjeme que les explique por qué.
Yo ya no veo la tele. Usted tampoco. La tele es para viejos y gente sin dinero para comprarse un Mac. Ahora el mundo es de los vloggers y los egobloggers y los youtubers. Eso es entretenimiento de verdad, pardiez. Y lo que antes era la tele ahora son los torrents. O Netflix. O páginas de descargas chinas. La tele ya es un instrumento prehistórico, un artefacto ramongarciesco que más le valdría retirarse para siempre jamás.
O no.
Quizá este es el momento de la televisión. Su auténtica edad de oro, al poder librarse del yugo tiranizador de las audiencias y experimentar (ha oído bien) con el formato. Si nadie ve ya la tele, ¿por qué preocuparse? Si la nueva HBO va a ser Netflix, ¿a quién le importa la Edad Dorada De La Ficción Televisiva?
La primera vez que vi Monstruos de Río estaba solo en una ciudad extraña, sin saber muy bien dónde meterme. Y entre zapping y zapping, ahí estaba. Un inglés macerado por el sol en un barco, hablando de cuanto había de verdadero y falso en torno a cierto pez comehombres en un río de nombre impronunciable. Venía acompañado de un doblaje al español lisérgico de estos que no pueden quitar la voz original y tenía recreaciones que se tomaban tan en serio a sí mismas que podían mirar de tú a tú a las de Cuarto Milenio. Y encima prometían premio si te quedabas al final: una boss fight de las buenas, del héroe contra el monstruo, que aquí son gigantescos pescados masticagentes. El mundo de los docu-realities es un territorio inexplorado porque fundamentalmente consiste en dar vergüenza ajena. Condición sine qua non para todo aquel que se precie de serlo es un protagonista hiperbólico. Éste provee de toneladas, toneladas de entusiasmo por si a los espectadores no les apasiona la Construcción de Piscinas Gigantes, por ejemplo. Pues ponemos a un loco de las piscinas, un piscinófilo; con cara de violar piscinas si hace falta. Fíjense en Top Gear, que tenía hasta tres a la vez. El resultado, sea lo que sea, vaya de lo que vaya, es hipnótico. Y sin embargo está relegado de entrada a la más baja categoría en la parrilla porque cualquiera huele a lo lejos el tufo a morbo barato. Y eso, aunque comprensible, es injusto. Muy injusto.
Los híbridos de docurrealidad copan un vasto océano que va desde Gran Hermano a los documentales de La 2. Y eso puede ser el caldo primordial de algo nuevo y maravilloso. No arrastremos prejuicios deterministas y dejémonos llevar por la alegría y el libre intercambio de ideas: los docu-realities componen a día de hoy el cóctel más sabrosón de la parrilla diaria sin tener que ponerse a navegar por Youtube. Son pura modernidad, porque suponen el siguiente paso evolutivo del documental al quitarse de encima el tratamiento sosainas y trascendental de los narradores omniscientes y se meten entre pecho y espalda el magnetismo que supura la telerrealidad. ¿Quieren aprender cosas nuevas? ¡Y por qué no adobarlo con absolutas banalidades! Parece ridículo que se busque y se premie husmear en los más bajos fondos del alma humana, diseccionarla como uno se pela una gamba, pero despreciar el que puede ser sin remisión el punto más oscuro de todo nuestro catálogo. Hannah Arendt la lio parda con lo de la banalidad del mal, pero si de verdad quiere quemar Roma dele la vuelta y ahí lo tiene. El mal de la banalidad. El pozo que había excavado dentro del pozo donde descubrieron que había otro pozo más ahí metido.
No es que el lado oscuro del ser humano sea anodino y trivial, lo que ocurre es que nos sentimos irremediablemente atraídos por lo intrascendente. Como una suerte de octavo pecado capital escondido en el infierno durante siglos porque da una vergüenza cochina, parece el reverso tenebroso de la fascinación por lo sublime.
¿Y qué tiene que ver Monstruos de Río con todo esto?
Pues que como buen docu-reality, Jeremy Wide no puede evitar ser lo que es, y presenta muchos tics propios del género. Detalles escabrosos, rumores sin contrastar, afirmaciones rimbombantes. Uno no puede seguir la caza y captura del Arapaima Rompe-Escrotos sin tener la sensación de estar masticando algo con un buen puñado de anticongelantes. Y aun así, tiene un algo que no se sabe muy bien qué es. Pero sabe a genuino. Quizá sea el fragor del documental que se cuela sin quererlo en pantalla cada vez que Jeremy va a un nuevo pueblo del que nadie sabe nada por allí perdido, sea el Ártico o el Yang-Tsé. A lo mejor son las leyendas que recoge en sus investigaciones, que pese al uso chabacano puede que aún guarden la esencia del misterio y la fascinación por lo desconocido. ¿Será, por casualidad, esa pasión desbordante por la pesca, que está sin embargo desprovista de todo asomo de la actuación afectada y postiza tan común en el resto de programas? Sea como sea, las andaduras de Jeremy son de las pocas donde uno puede recoger pedazos de algo grande. Las aguas radiactivas de Chernóbil. El silencio rural en Rusia en torno a la extinción del esturión. Los cambios alimentarios de especies vegetarianas en Brasil…
Alrededor de Monstruos de Río se dan un par de características que, para ello, combinan muy bien: el trato ligero del programa, por un lado, que facilita la entrada a cualquier hijo de vecino; y el infatigable e inocente amor de Jeremy por la pesca, que parece facilitarle el encontrarse de improviso con temas mucho mayores que la captura del Pacú Mastica-Miembros. Y el que además sea la pesca el tema principal, y no otra, es de una frescura fundamental. Porque si bien no deja de ser una afición que no escapa a la frivolidad, está exenta del detonante primordial que mueve casi cualquiera de estos programas. Que es, o sí, siempre: el amigo dinero. Y cuando eso ocurre, queda algo maravilloso. Como si fuera una pasión auténtica; la pasión definitiva, alejada de la oportuna fórmula del «Yo tengo la suerte de que me dedico a lo que me gusta». Ya es que ni siquiera importa que atrape al pescado gigante que toque (cosa que ocurre un 50% de las veces). El rastreo ya basta y sobra. Puede que sí, que Jeremy cobre de pescar. Pero no se engañen, lo hacía antes cuando no veía un duro, y lo seguirá haciendo cuando ya no queden más monstruos en las profundidades.
Seamos testigos de la caza. Mientras dure.
Guillermo Cerrato
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