Acercarse al fútbol base es una experiencia muy gratificante pese a todo. Y lo digo antes de empezar, para que el lector se haga cargo de mi opinión y pueda comprobar la incoherencia más grande que puede suponer mantener dicho pensamiento con las situaciones vividas esta temporada recientemente finalizada. Es cierto, como vemos a niveles superiores, que hay temporadas buenas, regulares, malas o peores, pero ésta se ha convertido a veces en una nivel infierno.
Vayamos por partes, citando a cierto personaje londinense de La Belle Époque inspirador de muchos sentimientos retraídos durante el campeonato.
Mi desembarco en el fútbol juvenil ocurrió de manera tan fortuita como otras situaciones en mi vida, de la mano de unos amigos cuya pasión es el fútbol. No hay palabras para describir la manera de vivir este santo deporte por su parte. Ambos son incapaces de concebir sus vidas sin esos momentos ligados a una pelota, tanto con su práctica, cuando eran más jóvenes, como ahora dirigiendo a un grupo de chavales.
Si no fuera de esa forma no hubieran sido capaces de convencerme ni hacerme aguantar hasta final de temporada igual que ellos. Porque una idea debe estar clara desde el principio: aquí no se cobra un euro, esto se hace por amor al arte, o más bien a una de las acepciones que le damos a la palabra arte por parte de los amantes del deporte rey.
Su oferta fue que ayudara principalmente como delegado de campo en un principio y luego en las parcelas que quisiera poner mi granito de arena. Botellín mediante, como se cierran los tratos en la mariana ciudad de Sevilla, acepté con ciertas reservas en cuanto al tiempo que podía invertir en tamaña aventura. “Todo lo que sea sumar es bueno” fueron sus palabras textuales, y ahora con tiempo no me extraña que buscaran más ayuda.
No entendí muy bien qué podía aportar yo. Una persona desligada del mundo de los equipos de fútbol. Nunca jugué en uno, nunca entrené con ninguno y nunca fui a ver ningún partido de esas categorías. Pero con la perspectiva que solo puede aportar la experiencia lo comprendo, y no porque valore mis innatas cualidades futbolísticas (de las que carezco) sino porque en el mundo en el que nos hemos movido requiere de mucha colaboración y sobre todo paciencia, algo que se ajusta más a mí debido a mi profesión.
En definitiva, después del cuarto botellín ya estaba embarcado en el proyecto (luego pensé en que podía haber negociado el quinto también, quizás necesite un representante), con ganas de ayudar en lo que fuera necesario y me desplacé con el equipo la semana siguiente a jugar contra el equipo de un colegio privado.
Ese primer partido iba a representar de manera tremendamente fiel un resumen de lo que me esperaría por delante desde esa mañana de noviembre hasta junio.
Partido en albero, pese a que el resto de equipos juegan en césped (con ese colegio se hace una excepción). Había llovido durante la noche dejando 3 o 4 puntos de barro. Resultaba casi imposible levantar la pelota. Al descanso con empate a cero, los cambios tácticos en el descanso hacen que nos pongamos 0 a 2. La cosa marchaba. Hasta que los chavales entran en el típico pique heteropatriarcal de medir “quién la tiene más grande” (momento niñato, el primero de tantos) y empiezan los insultos y las pataditas por lo bajini. Esa desconcentración provoca el 1 a 2.
A todo esto comienza, un señor de mediana edad desde la grada (por denominarle de alguna manera) a insultar incesantemente a uno de nuestros jugadores aduciendo la diferencia de clase social respecto a la de sus rivales. Mi entrenador corre la banda en su busca para hacerlo callar (seguro que tenía pensado hablar con él de manera sosegada) hasta que lo paro faltando 20 metros y le insto a volver al banquillo. El clímax llega a su máximo esplendor y comienza una tangana entre los muchachos en la celebración del 1 a 2.
El señor árbitro, en vez de intentar parar la pelea (para eso se requiere de un mínimo de valor) decide acudir a nuestro banquillo y comienza a discutir para posteriormente expulsar a nuestros dos entrenadores cual oferta del Carrefour de 2×1 que intentaban desde hacía un tiempo que el buen hombre parara la hostilidad que se estaba viendo en el campo. A la vuelta al campo, cuando ya se habían separado entre los propios chavales, expulsa a otros dos jugadores nuestros sin ni siquiera apercibir a ninguno del equipo contrario, lógico porque durante la pelea estaba girado hacia nuestro banquillo dando la espalda a la trifulca entre la chavalería. El partido termina 3 a 2, buen comienzo. Expulsiones, discusiones, insultos desde la grada, remontada en contra y tanganas, menudo cóctel.
Y entonces, cuando uno va de vuelta en los coches mientras habla de lo sucedido con los chavales desarrolla la esperanza de que lo vivido esa mañana fuera solo algo puntual. No puede ser que el fútbol de la última división nacional de juveniles sea así. Por soñar…
Ya en el siguiente partido comienza mi verdadera labor. Un delegado de campo, sobre el papel, debe cuidar de que las instalaciones queden correctas. Que nunca falte un balón con el que jugar y ser el representante del club de cara al árbitro para que nunca se vea solo.
Lo que no sabía era que acompañar al árbitro era servirle de diván. Con todas las conversaciones que he tenido con ellos me podrían convalidar primero de psicología. Nunca antes había tenido a un desconocido contándome sus problemáticas en su trabajo, o al menos en uno de ellos, como si me importaran. Dicho así suena cruel. Pero la verdad es que lo que importa es que pite de manera menos dañina para el equipo. Y digo dañina porque cuando un árbitro tiene que pitar un fuera de juego, sin linieres a 40 metros de distancia se va a equivocar un chorro de veces.
Y claro, tu desde el banquillo sí que te sitúas más o menos en línea con la defensa por lo que los errores se detectan mucho mejor desde el banquillo. Eso lleva a multitud de protestas que conducen a su vez a muchas tarjetas y expulsiones de los entrenadores.
Parte del problema es su escasa didáctica. Salvo un par de excepciones, los demás no comprendían que estando rodeados de chavales aún en formación deberían ser capaces de dialogar más explicando sus decisiones. Eso evitaría conductas futuras. Pero claro, eso supone establecer un criterio y tener que seguirlo todo el partido. ¿Para qué si me lo puedo pasar por los cojones cada vez que quiera?
Luego piensas que lo que están en esta categoría será por algún motivo. Estar 45 minutos esperando a que el entrenador contrario volviera de su campo al que había ido a por camisetas y llamar tres veces a su superior para preguntar si suspendía el partido no es muy propio de un árbitro que se sepa el reglamento muy bien. Luego ciertamente pitó de manera aceptable.
Una cuestión que me ha sorprendido es su nula empatía con los jugadores, a nivel general de nuevo, que conlleva una falta de instinto de predecir que se va a liar parda entre los chavales. Eso se huele. Impregna todo el ambiente. Una falta, y otra y otra y el colegiado con su “sigan sigan”, ¿pero no ves que se van a matar luego?
Mi primera experiencia con ellos ha sido que los árbitros de la última categoría nacional van acorde con ella y en la mayoría de los casos son gente incapaz de imprimir el carácter necesario para hacerse respetar sin llegar a las expulsiones, con algunas excepciones.
Pero peor fue con la plantilla.
Nuestro equipo no era más que un grupo de chavales de barrio que llevan ligados a los equipos de la zona toda su vida. En edad juvenil (desde los 16 a los 18) tienen que ser capaces de entrelazar el fútbol con sus otras responsabilidades y ahí es cuando falla la ecuación. Porque falla y mucho.
No voy a entrar al trapo de escribir sobre los niveles educativos de los adolescentes en este país. No me leeréis un artículo en el que califique de generación perdida a los chavales creados a golpe de reformas educativas partidistas que se han moldeado con la ley absoluta del mínimo esfuerzo. No. Eso sería lo fácil y quedarse en la superficie. Porque ellos no merecen eso.
No merecen que recaiga sobre sus hombros toda la responsabilidad de que sus intereses son los que son y no los que los demás pensamos que deben ser. Además, ¿acaso nuestros padres no pensaron lo mismo de nosotros? Y aquí estamos, sobreviviendo en un mundo en el que nos cambian las reglas del juego cada vez que parpadeamos. Y seguiremos tirando hacía adelante al igual que lo harán ellos cuando les toque.
Pero si es cierto que el perfil de teenager ha cambiado sobremanera en los últimos 15 años. Sumidos en la era de la información, ver a un muchacho despegado de un móvil durante más de dos horas es un regalo divino que te llena el corazón de esperanza. Toda la tecnología que los rodea les ha provocado, en mayor o menor medida, ser mucho menos coherentes con sus actos y elecciones. Muchos, que no todos, se han acostumbrado a ir llenando su vida de reinicios como si de un videojuego se tratara, y dejar que sus deseos momentáneos nublen todo lo demás. Eso se ha traducido durante todo el año en querer estar en el equipo un día e irse tres días después para volver al cabo de una semana.
Siempre han existido malos estudiantes, dándose la circunstancia que la mayoría de ese perfil eran los que terminaban jugando al fútbol porque era lo que más les gustaba hacer. De esos todos tendremos recuerdos de compañeros de colegio e instituto. Pero la situación ha dado una vuelta de tuerca y ven el fútbol en sus vidas como una responsabilidad más, como un sitio al que hay que fichar de 9 a 2 con una mentalidad más cercana a una persona de 60 años que a una de 17. Esa pasión descrita de manera visible en las pupilas de los entrenadores mientras daban una charla o explicaban un ejercicio en un entrenamiento cualquiera contrasta con la mirada perdida y abstraída del grueso de la chavalería. Cuando no la protesta y la desgana.
Y claro, cuando te encuentras un equipo formado por 23 muchachos y llega un momento en la temporada, sin que suceda nada especial, en el que solo vienen a los entrenamientos 9, se amplifica ese susurro malintencionado que ronda la cabeza que te sugiere irte a tu casa con tu familia a la que sacrificas por tu pasión. Porque una cosa se debe dejar clara, meterte en este mundo conlleva tarde o temprano una discusión con tu pareja o con tu familia.
Es muy difícil entender que se tenga la necesidad de pisar un verde cada semana, de entender que si no se ve rodar un balón falta el aire. Un domingo sin futbol es como un cumpleaños sin tarta. Un verano sin playa. Una navidad sin regalos. Y la familia comienza un pulso que, cuando eres un chaval, salvo que tengas muy claro que es una prioridad en tu vida, cuesta vencer. Y en esta plantilla se ha perdido ese pulso ampliamente en muchos casos.
Pero luego miras a los 9 que vienen a los entrenamientos, los que corren de manera solidaria por el compañero. Los que escuchan y dialogan con los entrenadores e incluso se acercan a hablarte pese a que tus nociones técnicas sean más elementales. Y los ves disfrutar en la victoria y llorar en la derrota (de esto último hemos tenido demasiado este año) y por ellos aguantas. Por ellos silencias ese diablillo rojo con el tenedor en la mano, cual Chicote, que te alienta a mandarlo todo al carajo.
También hay que dar ejemplo, ser coherentes, dar lo que se pide. La responsabilidad se inculca desde casa y es muy difícil hacerlo en los tiempos que corren. En los que tanto padres como hijos se pasan la mayor parte del día alejados los unos de los otros. Cuando en la mayor parte de los casos no se conocen entre sí.
Hay padres que de manera sistemática defienden a sus hijos contra cualquier persona externa, tenga razón o no. No se equivoquen. Una cosa es defender a tus hijos cuando se ven desvalidos y otra muy distinta es asumir que tu hijo es la reencarnación de un dios que todo lo sabe y todo lo puede. Y todo lo que hace es perfecto y majestuoso.
Una de las situaciones más estúpidas que he vivido este año fue en casa, cuando jugamos contra los que iban segundos en ese momento, un club del centro de la ciudad. La hora del partido, un domingo por la mañana, contribuyó a que se desplazaran un buen número de padres visitantes, con un perfil cultural alto, sobre el papel (muy sobre el papel).
Ver tu grada más poblada de gente de fuera que del barrio llama la atención, sobre todo cuando uno es primerizo. Es lógico, se puede pensar, son chicos que van a un barrio relativamente alejado de donde viven, es normal que los quieran acompañar. Lo que no es normal es tomarse el partido como si fuera la final de la Eurocopa. Ver a una señora con un bolso de Gucchi (la llamo señora por joderla) insultando a chavales de 16 años simplemente por hacer lo mismo que está haciendo su hijo, es decir, jugar con cierta intensidad, es cuanto menos desagradable. ¿Qué tipo de educación le da a su hijo? ¿Vale todo lo que tú hagas pero lo que te hagan a ti no?
Quizás me dejé llevar por el cliché de que padres, teóricamente más formados que la media, comprenderían los valores del deporte y no se verían afectados por una furia más propia de radicales que de gente que va a echar los domingos a ver a tu hijo jugar al futbol con sus amigos. Me equivoqué.
“El futbol es un deporte de contacto. Sino que se pase al ajedrez”. Eso me dijo una madre visitante mucho más cabal, meses después, mientras su hijo estaba tirado en el césped por una entrada de uno de los míos. Todo un ejemplo de coherencia.
Asúmelo, tu hijo elige hacer un deporte en el que le pueden hacer daño. Mientras sea con nobleza, que supongo que no es necesario incidir en eso, hay que asumir que si tu hijo reparte lo más normal es que le repartan a él también. Así es el fútbol desde que nos matábamos 20 niños detrás de un balón de gomaespuma en un patio de recreo donde había 300 más haciendo otras cosas y todos volvíamos a casa. A veces con arañazos, a veces con los pantalones llenos de tierra o con una herida en un codo pero mientras pudiéramos, en el recreo siguiente, seguir jugando nos daba igual aguantar cualquier bronca en casa. Así se empieza a amar este deporte.
Ese sobreproteccionismo hace que cueste mucho más a los chicos darse cuenta de sus errores y aprender de ellos, porque asumen que muy pocas veces se equivocan, o lo que es peor, pocas veces tendrán que pagar las consecuencias de sus errores. No siempre tendrán a sus padres para protegerlos, son adolescentes, quizás es el momento de que aprendan a asumir sus elecciones.
Luego te encuentras otras joyitas. “Dile a tu chaval que se calle la boca que como le meta una hostia lo mato. Es muy chulo para ir hablando por ahí sin saber con quién puede dar porque soy yo y lo reviento”. Eso me dijo otro padre visitante, de buen talante, refiriéndose al delantero de nuestro equipo que se acababa de encarar con un contrario en la banda pegada a la grada. El muchacho insultó al contrario de manera que toda la grada se enteró y empezaron a lloverle insultos por doquier por parte de los padres del equipo visitante. En vez de calmar los ánimos, instaban a sus hijos a devolvérsela más fuerte.
Reconozco que esa es la vez que más cerca he estado de saltar la pequeña valla y comprobar en carne propia con quién habíamos dado pero me pudo más la necesidad de intentar dar ejemplo a los míos de que no sirve de nada pegarte en un campo de mierda un domingo por la mañana, para eso te quedas en casa durmiendo tan a gusto. Me volví, le dije que se calmara que los adultos éramos nosotros y seguí al partido como si no existiera.
¿Para qué va ese hombre al fútbol con su hijo? ¿Acaso su vida es tan miserable que necesita desfogar sus miedos con chavales que son la mitad que él? ¿Qué clase de persona será capaz de criarse en un ambiente familiar junto con este señor?
En muchos partidos se tiene la sensación de estar jugando sobre un campo de gasolina que, a la más mínima chispa, explosionará de la manera más impredecible posible. Solo una entrada más fuerte que otra o un insulto que trascienda del verde.
A las semanas de ese incidente empezaron a salir varios videos en los medios de comunicación de peleas entre padres en diferentes puntos del país y de muchas categorías diferentes. Ya no era que solo pasara en juveniles y en la última división andaluza sino en muchos otros puntos del país.
Como por ejemplo esos padres que salen pegándose a puñetazos en un partido de juveniles en Gran Canaria (lo máximo que tuvimos este año fue tirarse una silla de plástico de un padre a otro, nada en comparación…) o la batalla campal entre progenitores en un partido de infantiles en Mallorca en el que fueron los propios niños los que tenían que separar a sus padres.
¿Hasta este punto se ha llegado a pervertir el fútbol?
La conversión de un deporte en consumo, en euros, en producir dinero constantemente, lo está matando. Ahora los niños escuchan que ha desayunado CR7 con más interés que aprender del entrenador como presionar la salida de balón del contrario.
Los padres, cegados en esa ‘omnipotentad’ de sus hijos, aun se creen que jugando en la última división del fútbol nacional, de la cual ya no se puede ni descender, todos son excepcionalmente buenos. Lo siento, pero no. Será muy buen muchacho, amigos de sus amigos y mejor persona pero de esto no va a comer por muchas ruletas a lo Zidane que pegue en los entrenamientos. Ya no, ya van tarde a estas edades. Para uno que lo consiga hay 10.000 que nunca olerán nada más allá de esta categoría. Es duro pero es así. Esto lo deben hacer por pasión, por disfrutar defendiendo un escudo con gente a la que estimas, por deporte, pero nunca por rentabilidad.
Porque al final, por muchas bebidas que anuncie Messi o por muchos bancos en los que CR7 nos aconseje invertir, el fútbol es algo más pasional. Es lo que te hace levantarte a las 7 de la mañana un domingo para hacerte media hora de coche (sino más). Es lo que te hace estar toda la semana con esa cosita ahí, como si fuera un post-it mental, que te recuerda que esa semana hay partido. Es la sangre que corre por las venas de los que hemos participado ya sea jugando, entrenando o rellenando botes de agua.
Quizás estemos perdiendo poco a poco el romanticismo en el futbol profesional pero este fútbol regional, es y será el reducto de los irreducibles galos que luchan cada domingo contra el Imperio.
Carlos Sabaca (@casabaca)
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