Durante un tiempo estuve ocupando de forma eficiente un trozo de espacio en la redacción del Hoy por Hoy Andalucía. Se me daba de maravilla. Mis átomos circulaban con extrema fluidez de un punto a otro de mi mesa, del teléfono al teclado y del teclado a los post-its. La verdad es que no creo que ninguno de los periodistas allí reconcentrados pueda poner una sola pega a cómo desempeñé esa tarea.
Como el primer día la jefa de informativos descubrió con gran rabia y clamor al cielo que yo no era periodista (le enervaron mi uso repetido de participios incomprensibles por la audiencia, como “encumbrado”), sino que procedía de esa rama huérfana, lastimera y abstracta que es Comunicación, me encomendaron la tarea de rellenar el aire de la redacción de la sección autonómico-regional del programa que presenta un millonario en Madrid. Creo que es suficiente responsabilidad para alguien a quien con todas las de la ley podrían acusar de intrusismo. Y yo, ¿qué podría responder a eso?
Nada.
O que los cerezos en flor, más bonitos son.
A la segunda semana, aquella jefa de noticias me ordenó acudir a un convento que había salido ardiendo, raudo cual gacela al borde del sándwich leonino. Por lo visto los bomberos no habían podido acceder a la calle por donde se entra a la Peña Femenina de Nuestro Señor Jesucristo, así que se había montado un gran pollo entre las religiosas, los vecinos, la alcaldía y los apagafuegos, quienes se acusaban mutuamente de cómo estaba construida la calle. Me pidieron que recabara testimonios, gente quejándose, gente molesta por la situación, a ser posible la madre superiora. Pero la madre superiora no estaba para hostias, ni para atender a un joven de ondulados cabellos y una grabadora escurriéndosele en la mano a causa del sofocorífero julio marismeño. Un par de vecinos accedieron a prestar su duda sobre la realidad a la emisora. ¿Pudieron entrar los bomberos? Sí, pero al cabo de un rato largo. ¿Qué si yo vi algo? Bueno, en realidad no, estaba acostao. ¿Esto para quién es? Ah no, nada de rojos.
Así, con un testimonio y medio digno de editarse lo suficiente para llevar mi ración de indignación popular ante la parrilla en que pudo haberse convertido el chabolo de las monjitas, me di una vuelta por los alrededores, encontrando a los periodistas en el lateral por donde había escapado el humo hacia los brazos celestes del Señor. Tan solo se había churruscado una habitación, dejando su esperado recuadro de hollín y ceniza entre barrotes más retorcidos que una mala excusa. Allí no había nada que ver, ni nada que no hubieran rapiñado ya los fotógrafos. De vuelta para ver si la madre superiora estaba de mejor café (no lo estaba), conocí durante la espera a una chica senegalesa, acogida por las religiosas. Tenía las rodillas juntas, las manos entrelazadas y cero confianza en fuerzas superiores, de ningún orden. Me contó que estaba muy, muy triste. Le pregunté en lo que en realidad fue una afirmación apresurada que claro, que por el incendio.
-No, por eso no. Es que yo tenía un pajarito. Mi pajarito. Mi pajarito que yo tenía se ha muerto por el humo.
Ahí tenía la noticia, mi declaración, la que realmente me interesaba. Aquella chica se había buscado o le habían comprado o adoptado un pájaro, para ella, para que mirase como piaba y le devolvía la mirada esa de carcelero de Birkenau que tienen todas las aves y peces. Imagino que, de algún modo, las monjas o, por qué no, ella misma pensaron que contar con aquel plumífero podía ayudarla y aliviarla de la forma silenciosa, indirecta, lateral en que responsabilizarse de cualquier bichejo lo encumbra a uno a la categoría de Padre/Madre Protector/a. No es una gran tarea, pero de pequeñas responsabilidades ilusorias se alimenta uno. O incluso le ayudan a seguir adelante.
Y ahora aquel pájaro estaba tieso, vulcanizado como un pompeyano entre más excusas en forma de barrotes.
Por supuesto, la historia de la senegalesa tenía valor cero en la redacción, así que me la guardé en el registro de historias que algún día me servirán para algo, aunque seguro que para ligar o ganar pasta no.
En efecto, toda esta larguísima introducción viene a cuento de que anoche, caminando por Madrid, concretamente junto al equivalente semi-laico de un convento que es el Congreso de los Diputados, un policía me gritó EH OIGA EH NO EH ¿EH? OIGA NO. Al parecer, los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado tienen órdenes de impedir a toda costa que ningún fulano se sorprenda al observar que se puede echar un vistazo al interior del Congreso desde la calle, saque su cámara de fotos, se acuclille en posición defecatoria y pretenda sacar una instantánea de la misma sala donde los portavoces aparecen por la tele explicando que todos los demás están equivocados y ellos no.
Al principio pensé que el policía me iba a amonestar por cateto. Luego, en la distancia (entre el guardia y yo mediaban dos aceras y una carretera), descubrí que no, que el problema era… Bueno. No sé cuál era. Comprendí qué se me estaba prohibiendo. Nada de fotos al interior, caballero. Vale. Pero, ¿por qué? ¿Qué riesgo para la seguridad y las costuras de esta España mía, esta España nuestra podría suponer tomar una imagen de lo que, a fin de cuentas, no es más que otra anodina sala institucional con micrófonos desplegables como catapultas eduardianas, moqueta y metros y metros de contrachapado de madera reluciente? No había folios, no había bandejas de coca a medio esnifar, no se vislumbraba ningún diputado del PP vestido de falangista bailando un chotis abrazado a una limpiadora disfrazada de Carmen Polo. Ergo, ¿cuál es el problema?, volví a preguntar brazos en alto a los dioses de la duda, la congoja y los periodos que van entre pedir una beca y que se rían secretamente de tu solicitud.
No obtuve respuesta celeste.
Ni tampoco policial, pues ahuyentado el joven de ondulados cabellos y ateridas manos, el policía susurró Tranquilo No Pasa Nada a su dedo índice, tan plácidamente acostado sobre el gatillo del subfusil y el orden volvió a reestablecerse en el país. Un país en cuya capital la gente va de un lado a otro con el ceño muy fruncido, como si les estuviesen pellizcando un glúteo permanentemente. Algo ocurre en Madrid y esto, amigos, compañeros de incomprensiones a gran escala, me he cuidado muy mucho de contrastarlo con nativos del lugar, especialmente de la periferia. “Efectivamente, la gente en Madrid va por ahí con muy mala cara, como si les pasara o les estuviese a punto de pasar algo, pero algo malo, muy jodido.”me comentaba una confidente de Alcalá de Henares.
Quizás sea el insondable peso de la centralidad, quizás tenga que ver con la presión gravitatorio-atmosférica que ejerce el edredón de dióxido de carbono que se cierne sobre nuestras emigradas quijoteras, quizá sean las secuelas del terrorismo coránico y vasco-libertario y nacional-católico-fascista. Quizás sea un trauma o el peso de la responsabilidad.
Quién sabe.
De regreso a casa enciendo la radio, sintonizo la emisora que me envió a cubrir la noticia del incendio en un convento y escucho la ansiedad informativa de Carlos Francino. Dos semanas antes había narrado el minuto a minuto de la votación de investidura de Pedro Sánchez, agitado y nervioso, llegando a declarar en cierto momento que conocer de antemano cómo iba a acabar aquello (Sánchez no iba a salir ni de coña marinera elegido presidente) le daba pena, que la ausencia de emoción le quitaba gracia al asunto. Un asunto sin gracia desde el principio.
Un asunto que, de cualquier manera, ni necesitaba ni requería ni tenía por qué tener “gracia”.
Y sin embargo, allí estaban, detallando cada gesto, cada mínima expresión, cada banalidad, como si de la llegada de los extraterrestres en mitad de la presentación de la cura definitiva para todos los cánceres se tratase. Francino, su equipo y, sobre todo, su audiencia necesitaban, anhelaban de las emociones fuertes anticipadas en cada marcha imperial techno-dance de las sintonías de los informativos. Pero, de nuevo, aquella promesa de que algo va a suceder volvió a poner en evidencia que, en realidad, no estaba pasando nada. Que los estados de alerta y sospecha permanentes tan solo conducen a pasar por alto lo que realmente está sucediendo, tan lejos como se encuentra todo lo que no se espera. Tan lejos como historias de pájaros chamuscados.
Además de un fantástico fotógrafo,en una magnífica persona,lo que decimos por aquí,buena gente.Yo me siento orgulloso de ser su amigo y de haber trabajado juntos en el baloncesto,teniendo fotos inigualables de él.Los amigos del Viernes sabemos de tú valía,menos cuando juegas con fina ironía,sobre nuestros colores.Un abrazo Jose.
Bonito interrogatorio a quien más rueda tiene en ese arte denominado fotografía. No sé si se hubiese soltado más aun, si cabe, delante de una cerveza, lid en la que el afamado fotógrafo es maestro. las fotografías de Zamora tienen sello, y eso es precisamente lo que buscamos, y no siempre encontramos, los que seguimos sus pasos. El «estilo Zamora» ya tuvo un precedente futbolístico en la portería merengue pero en esta ocasión las zamoranas se nos presentan tanto en color como en blanco y negro para quedarse en nuestro recuerdo.
Ya quisiera Obama ponerse delante de ese objetivo y dedicar al maestro una de sus sonrisas.