Con motivo del mes del orgullo LGTBIQ, la imperante heteronormatividad se viste con sus mejores galas, de dudosa tolerancia, y una aceptación no muy creíble. En estos días, lo que durante muchos siglos, y todavía hoy, se ha perseguido, diferenciado y castigado, puede respirar con algo de tranquilidad. En una sociedad en la que una mayoría de hombres (blancos y heterosexuales) legislan sobre el derecho de dos personas del mismo sexo a poder casarse o de las mujeres a abortar, hay que agradecer que, por unos días, esos mismos legisladores decidan que toda persona que no sea como ellos también pueda ser visible y existir en esta sociedad. Ahora sí; durante estos días podéis ser vosotros mismos, pero no os paséis.
En el siglo XXI, la homofobia está mal vista, es criticada y, según las circunstancias, denunciada socialmente. Cuando en el 2005 se aprobó el matrimonio entre personas del mismo sexo, con la consecuente crítica al término matrimonio homosexual, metáforas sobre manzanas y peras y el recurso del Partido Popular, la sociedad se vio obligada a aceptar aquello que no conocía ni entendía. Es cierto que este hecho fue todo un logro, al ser España el tercer país en su aprobación (en Estados Unidos no fue una realidad hasta el año 2015) pero, más de una década después, en el año 2016, hubo 239 denuncias por agresiones homófobas solamente en la ciudad de Madrid. A día de hoy, esas agresiones son también censuradas por la sociedad, partidos políticos e instituciones. Cuando parece ser que la homosexualidad está plenamente aceptada (me hubiera encantado incluir aquí también a la transexualidad), la homofobia todavía sigue existiendo, y sigue siendo muy peligrosa.
Esta homofobia, maquillada de respeto y comprensión, es la que utiliza el “pero”, es la que todos tenemos y difundimos sin ser conscientes de ello y es la más difícil de erradicar. Esta homofobia es la que, precisamente, alaba a la homosexualidad “bien vista”, defiende aquella que no se nota y elogia a dos personas del mismo sexo que son pareja sin llamar la atención, pero enjuicia y reprende a las personas que no encajan dentro de los cánones de la heteronormatividad.
En nuestra sociedad, uno de los mayores temores que unos padres catalogados como progresistas pueden tener respecto a la orientación sexual de sus hijos no es su homosexualidad, aunque siempre hay retrógradas excepciones, sino que sus hijos llamen demasiado la atención por el modo en el que eligen vivirla. Socialmente no pasa nada por tener un hijo gay o una hija lesbiana, pero si el hijo gay se tiñe el pelo de color, quiere pintarse las uñas o llevar bolso, y la hija lesbiana decide raparse la cabeza o vestir con ropa que tradicionalmente se le ha asignado al sexo masculino, la cosa cambia y se juzga. No pasa nada porque te sientas sexual y emocionalmente atraído o atraída por las personas de tu mismo sexo, pero vivimos en un mundo en el que cuanto menos se note, mejor. Por esa misma razón, la transexualidad tiene todavía, por desgracia, un largo camino de aceptación por recorrer, al ser el otro extremo de la homosexualidad aceptada.
“Son gais pero buena gente”, “¿es un gay normal o una loca?”, “mis amigas, las bolleras” son expresiones que actualmente se pronuncian con naturalidad. En un mundo en el que todavía setenta y dos países criminalizan la homosexualidad, el presidente de Rusia hace declaraciones homófobas, países como Bulgaria o Kirguistán preparan leyes de represión, se publican artículos donde se la equipara al incesto y cada día pueden verse en televisión castigos corporales a personas que mantienen relaciones sexuales con personas de su mismo sexo, esas frases son la base de una homofobia todavía muy latente y demuestra que todavía queda mucho por cambiar.
Por ello, durante el mes de junio y, especialmente, en la celebración del World Pride, para el que la capital española espera cerca de 3 millones de visitantes en un único fin de semana, voces tolerantes y respetuosas se alzarán desde sus posiciones privilegiadas para cuestionar la necesidad de dicha celebración, porque si se quiere una igualdad real, tendría que celebrarse también el día del orgullo heterosexual, ¿no? Además, se polemizarán aquellas vestimentas, bailes o expresiones que puedan escandalizar a los que no son capaces de aceptar que en la diversidad se encuentra la verdadera riqueza social.
La parte más tradicional de la población criticará y mirará para otro lado durante esos días, en lugar de interesarse sobre el porqué de la celebración, reflexionar sobre qué discriminaciones se siguen viviendo en todos los ámbitos e intentar abrir sus mentes para descubrir que aquellos homosexuales con el pelo de color o aquellas con ropa típicamente masculina, siguen siendo personas que, al contrario que ellos, han tenido que luchar, y todavía lo siguen haciendo, por poder salir así a la calle, por no tener que ocultar quién es su pareja y, si lo desean, poder casarse y ser padres o madres; mientras otras personas de su misma condición siguen muriendo en otros países del mundo.
Finalizados los días de celebración, todo volverá la normalidad, serán otros los que puedan respirar con algo de tranquilidad. La homosexualidad correcta será la que prime en las ciudades, mientras que la más ostentosa esté relegada a barrios como Chueca y bares o discotecas de ambiente, donde no se manifiesta la heterogeneidad. Estas personas no estarán a la vista, y mucho menos los transexuales. Tras el World Pride, la población volverá a fingir ser tolerante, respetuosa y comprensible, y aceptarán aquello que más se asemeje a la heteronormatividad, pero en su interior colgarán el cartel de “Absténganse maricones, bolleras y travelos, gracias”.
Alejandro Sánchez Fernández
«Finalizados los días de celebración, todo volverá la normalidad». Creo que esta frase resume mi comentario. ¿Qué es lo normal? Pues mire, normal es lo que hace la mayoría. Por ejemplo, es normal ser negro en Kenya y blanco en Noruega. En una ocasión en que fui invitado a la mesa de una reunión pública de homosexuales, en la Universidad de Sevilla, recuerdo que una persona de estas características me dijo: «Pero, Genaro, ¿verdad que somos normales?». No tuve más remedio que contestarle de forma negativa: «No, porque lo normal no es ser homosexual de momento, aunque eso no es ni bueno ni malo». Si lo normal se identifica con el bien y lo anormal con el mal, si se tiñe de moralidad toda conducta humana, la verdad es que creo que nuestra civilización -que como toda civilización es represora y encauzadora de los instintos primarios humanos- no habría evolucionado. Y sí lo ha hecho. Para bien o para mal, valga la paradoja.