Los vecinos pueden ser muchas cosas: casi familiares, cotillas, ruidosos, forrajes, inadaptados, pesados, cumplidos, esaboríos… Nuestra vida se ve mediatizada en parte por ellos y la suya por nosotros, que también somos vecinos de alguien.
En el caso de las naciones, la vecindad se comporta de un modo similar: depende quien sea el vecino lo odiamos más o menos: pregunta a un polaco a quién odia más, si a alemanes o a rusos (la respuesta podría sorprender).
Croatas y serbios, albaneses y todos los que viven alrededor, sildavos y bordurios, en definitiva el panorama es desolador, ya que todos tienden a llevarse a matar.
En este artículo pasaremos a repasar las curiosas relaciones entre dos naciones condenadas a entenderse y que generalmente han vivido a espaldas la una de la otra por los siglos de los siglos, como el caso de España y Portugal.
Separadas y unidas momentáneamente, las dos naciones ibéricas, de ajetreada vida, han pasado por todos los estadios típicos de una relación vecinal. Es el momento de analizar dicha relación.
COSAS DE PRIMOS
Dicen que Portugal y España son países hermanos. Yo diría que son más bien primos a tenor de la historia.
En los neblinosos años del siglo XII, Alfonso VII, rey de Castilla y Emperador Ibérico (cual marca de chorizo calidad extra) vio cómo su primo hermano, Alfonso Enríquez, a la sazón Conde de Oporto (Comes Portucalensis) se le ponía bravo, proclamándose rey unilateralmente.
El primo Alfonso, espoleado por sus éxitos militares frente a los musulmanes y por la falta de autoridad del monarca castellano vio la oportunidad y la aprovechó: había ganado un territorio que doblaba la extensión de su primitivo condado y no iba a entregarlo a Alfonso VII sin más ni más.
Finalmente, en el Tratado de Zamora de 1143, Alfonso VII reconocía la dignidad de rey a su primo Alfonso Enríquez, que con el nombre de Alfonso I se convirtió en el primer rey de Portugal.
En teoría (ya sabemos lo que pasa en teoría) el monarca portugués aceptaba ser vasallo de su primo castellano, cosa que no hizo: contactando con el Papa, se declaró vasallo de la Santa Sede, burlando así sus deberes para con Alfonso VII, que imaginamos que puso cara de póker.
Desde ese momento, Portugal iba a ser un reino independiente con historia propia y vocación atlántica, aunque siempre con un ojo en la raia castellano-leonesa.
LA REÑIDA EDAD MEDIA: UN INTERCAMBIO DE MUJERES Y ESPADAZOS
Pues eso precisamente fue la Edad Media en cuanto a las relaciones entre Castilla-León y Portugal, una combinación entre alianzas matrimoniales y conflictos armados que siempre se movieron en torno a los intentos de unificación de las coronas ibéricas, incluyendo, como veremos después, a Aragón.
En este maremágnum, el papel de la mujer noble, como moneda de cambio en alianzas políticas era importante (lo venía siendo desde la Edad del Bronce, si no antes).
Princesas portuguesas y castellano-leonesas iban a cruzar la difusa frontera entre ambos reinos como medio de sellar pactos de Estado, aunque sin renunciar a ulteriores soluciones armadas, especialmente en lo referido al reparto de tierras que reconquistar a los musulmanes. Así la mayor parte de los reyes portugueses de los siglos XIII y XIV serían hijos o maridos de infantas y damas castellanas y viceversa.
Con la conquista castellana del Valle del Guadalquivir hasta Sevilla en 1248 la amenaza de una conquista castellana del Algarve impulsó a Alfonso III de Portugal a conquistar Faro al año siguiente, ocupar el Algarve y terminar la Reconquista de Portugal, amenazando las pretensiones castellanas sobre las ricas sierras de Aracena y el Andévalo.
Como respuesta defensiva ante una posible guerra fronteriza con Portugal se impulsó la creación de un potente sistema defensivo a base de torres y fortalezas conocido como la “Banda Gallega”, asegurando la posesión de la zona para Castilla.
Será el turbulento siglo XIV, aderezado con la Peste Negra y la Guerra de los Cien Años el que llegue al clímax de ruptura entre Portugal y su poderoso vecino oriental.
En el marco de la Guerra de los Cien Años, Francia e Inglaterra, los países en liza, buscaron aliados donde fuese menester: los ingleses se centraron en las potencias marítimas como Portugal y Castilla, que cambió de bando por la alianza francesa a la muerte de Pedro I.
En 1373, Inglaterra y Portugal firmaron el Tratado Anglo-Portugués[1]. Seguidamente , Fernando I de Portugal, con ayuda inglesa y la complicidad de una parte de la nobleza gallega, reclamó el trono castellano basándose en que era bisnieto de Sancho IV[2].
Esto provocó una sucesión de tres guerras, conocidas como Guerras Fernandinas, entre Portugal y Castilla, que se saldaron con una total derrota portuguesa a manos de Enrique de Trastámara, con el resultado del exilio de varios nobles gallegos al país vecino, expediente que se iba a repetir constantemente en direcciones opuestas.
La muerte del inquieto Fernando I iba a dar lugar a uno de los episodios claves de esta historia de espadazos van y vienen: en Portugal se produjo un interregno que fue aprovechado por el castellano Juan I para proclamarse rey de Portugal por su matrimonio con una infanta portuguesa, doña Beatriz.
La burguesía portuguesa y sus aliados ingleses, temerosos del impacto económico de la unión con Castilla, se rebelaron y apoyaron a Juan de Avís, un bastardo real, que se convirtió en abanderado de la causa “nacionalista”.
Juan I de Castilla invadió a la sazón Portugal, para hacer valer los derechos de su esposa, pero fue derrotado en Aljubarrota por los anglo-portugueses.
Ese mismo año, 1385, Juan de Avís fue proclamado rey de Portugal, entronizando a una nueva dinastía más recelosa aún de los afanes castellanos.
Los sucesores de Juan de Avís convirtieron a Portugal en una gran potencia marítima, destacando la labor de su hijo, Enrique el Navegante: jalones importantes serían la ocupación de Azores y Madeira y las expediciones mercantiles a la costa africana.
El archipiélago canario se reveló como una importante escala estratégica y fuente de esclavos (los guanches capturados). El problema era que los castellanos habían ocupado algunas islas merced a un mercenario bretón, el caballero Jean de Bethencourt[3]. No tardarían en convencer a los portugueses de abandonar las Islas Afortunadas.
El fin de la Edad Media iba ser incluso más ajetreado por la crisis sucesoria motivada a la muerte del desgraciado de Enrique IV de Castilla, el Impotente: su medio hermana, Isabel, hija de Juan II e Isabel de Portugal (una enferma mental) iba a arrebatar el trono a su sobrina, Juana, hija de otra princesa portuguesa y supuestamente del noble Beltrán de la Cueva (lo que le valió el remoquete de “la Beltraneja”).
El rey de Portugal, Alfonso V se decidió a intervenir, supuestamente para salvar el honor de su hermana y su sobrina, pero en realidad para ocupar el trono castellano: se casó con su sobrina Juana, se proclamaron reyes de Castilla e invadieron el reino, avanzando por la zona del Duero.
En esta guerra civil “castellana” lo que en realidad se ventilaba era el proyecto de unificación peninsular que iba a triunfar: si Castilla y Portugal o Castilla y Aragón.
La victoria de los partidarios de los Reyes Católicos en las batallas de Toro y Albuera hicieron posible el segundo, a pesar de la supremacía lusa en los enfrentamientos marinos cerca de las costas africanas.
Entre 1479 y 1480, Alfonso V el Africano y los Reyes Católicos firmaron el Tratado de Alcáçovas-Toledo, repartiéndose el mundo conocido y renunciando Alfonso V al trono castellano. La pobre Juana la “Beltraneja” fue encerrada en un convento en Coimbra, al dejar de ser útil al monarca portugués. Aun así la “Excelente Senhora” firmaría sus documentos como “yo la Reina” hasta el fin de sus días, aferrada románticamente a unos títulos y derechos que, a tenor de las últimas investigaciones, nunca debió haber perdido.
Ricardo Rodríguez
[1] Vigente a día de hoy es la alianza más antigua del mundo
[2] Un pretexto como otro cualquiera
[3] Origen del apellido canario “Betancort”
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