El arte es autónomo. Ese es el grito de las vanguardias de principios del siglo XX. Fuera el academicismo, los modos tradicionales, las formas decimonónicas. El centro se ubica en la representación, no en lo representado. Frente a la mímesis, la modernidad. Ya no se imita a la naturaleza. El arte se vuelve en un fin en sí mismo. Valor, audacia, imaginación, velocidad, abstracción. Apollinaire pinta caligramas mientras Grosz camina desde el dadaísmo a la nueva objetividad. Cuestiones de una perspectiva que Picasso rompe con la simultaneidad de planos. El siglo XX se sume en un vértigo que derramaría genialidad y sangre a partes iguales. El mundo cambia.

A cierta distancia, España, un país estancado que respira entre la depresión del desastre del 98 y un turnismo agonizante. Y la intelectualidad clamando la regeneración. Pero faltaba algo. O alguien. Se buscaba un héroe, un guerrero capaz de inmolarse en la consecución de la idea. Entonces, el 16 de septiembre de 1913, toma la alternativa en Madrid un torero sevillano llamado Juan Belmonte García. Valle-Inclán, Gómez de la Serna, Ortega y Grasset, Zuloaga o Pérez de Ayala creían haber encontrado a su mártir. De hecho, Rafael Guerra ya lo había sentenciado en una frase tan lapidaria como errónea: «Darse prisa en verlo torear porque el que no lo vea pronto, no lo ve». Sin embargo, en lugar de un kamikaze providencialista, Juan resultó ser un alma terriblemente obsesionada con el arte.

«Ya que Juan Belmonte se encuentra entre nosotros, hemos juzgado necesario obsequiarle con una comida fraternal en los jardines del Retiro. Fraternal porque las artes todas son hermanas mellizas, de tal manera que capotes, garapullos, muletas y estoques, cuando los sustentan manos como las de Juan Belmonte y dan forma sensible y depurada a un corazón heroico como el suyo, no son instrumentos de más baja jerarquía estética que plumas, cinceles y buriles, antes los aventajan porque el género de belleza que crean es sublime por momentáneo, y si bien el artista de cualquier condición que sea se supone que otorga por entero su vida en la propia obra, sólo el torero hace plena abdicación y holocausto de ella»[1].

Belmonte, con su tartamudez conceptista, encontró cobijo en este ambiente. Tan identificado se sentía que, rompiendo con los convencionalismos, se fue al barbero y se cortó la coleta. Fuera perjuicios. Al fin y al cabo, el Olimpo cultural, ni era tan divino, ni le resultaba tan ajeno.

Pintura Belmonte

Ilustración: Pablo Escudero

«Creí descubrir a través de las diferencias de estilo y lenguaje una extraña semejanza entre aquellos artistas y escritores de espíritu rebelde y los anarquistas de la pandilla de Triana. Algo era común a unos y otros»[2].

Pero había algo que diferenciaba a Juan Belmonte de sus compañeros de fechorías en las dehesa de Tablada. Juan era dueño de un genio especial. Su mirada escondía el mismo brillo que se reflejaba en los ojos de escritores, pintores y filósofos. Tenía la misma ambición: traspasar con su oficio (arte) los límites de su época. En ese intento de sobrepasar la aporía de la creación, nació el mito. Un mito construido desde la rivalidad con quien fue alter ego y amigo, némesis y complemento. José y Juan. Gallito y Belmonte. Las dos caras de la edad de oro de la tauromaquia.

José Gómez Ortega, “Gallito” en los carteles, era el penúltimo miembro de una dinastía de toreros cuyo patriarca era Fernando Gómez “El Gallo”, un matador de escaso éxito que se había retirado en Gelves. Casado con la bailaora Gabriela Ortega, Fernando tuvo tres hijos varones y tres mujeres. El menor de ellos era José. Predestinado al mundo del toro, Joselito “el Gallo”[3] es descrito por la Enciclopedia de Cossío como “banderillero de facultades prodigiosas, con una muleta que imponía condiciones a los ejemplares y un matador fácil por su efectividad”[4]. José era el torero perfecto, la continuidad de una línea con principio en Pedro Romero. “Gallito” tenía unos conocimientos portentosos, unas destrezas físicas inigualables (las crónicas destacan la rapidez y habilidad de sus piernas, que le permitían dominar las suertes con primor) y una gran sapiencia técnica. Estas capacidades le licenciaron para ocupar el vacío dejado los retirados Ricardo Torres “Bombita” o Rafael González “Machaquito”. El propio Belmonte era consciente de las destrezas naturales de su rival:

«En aquel momento Joselito era un rival terrible; su pujante juventud no había sentido aún la rémora de ningún fracaso. Las circunstancias providenciales que le habían llevado gozoso, casi sin sentir y como jugando, al máximo triunfo, que le hacía ser un niño grande, voluntarioso y mimado, que se jugaba la vida alegremente y tenía frente a los demás mortales una actitud naturalmente altiva, como la de un dios joven. En la plaza le movía la legítima vanidad; desde siempre el primero y para conseguirlo se daba todo él a la faena con una generosidad y una gallardía pocas veces superadas. Frente a él, yo tomaba la apariencia de un ser mortal, que para triunfar ha de hacer un esfuerzo patético. Creo que ésta era la sensación que uno y otro producíamos»[5].

Juan Belmonte era la contra-figura del escalafón taurino, un hombre de apariencia desgarbada y frágil que, ni mucho menos, poseía las cualidades sobrenaturales de José. Tampoco tenía su erudición taurina. Su afición debió surgir del contacto con los muchachos de su pandilla, en la época de estrecheces económicas de su familia. El desasosiego y el malestar se manifestaron entonces en un Belmonte cuya mayor inquietud era la lectura.

«Yo me di pronto cuenta de la situación y me dediqué a vivir mi vida. Cultivé la amistad de aquellos pícaros que tenían sus cuarteles de invierno en las tabernas del Altozano, donde privaban el naipe, el tabaco y la desvergüenza. Pero eso sí, hablaban de toros y, sobre todo, de aquel Antonio Montes, que resultaba un revolucionario frente al toreo academicista de “Machaquito” y de Fuentes»[6].

Un banderillero de su admirado Montes, José María Calderón, fue quien encauzó su talento, enfrentándolo con los pájaros de mal agüero y los puristas, que lo despreciaban por temerario y heterodoxo. “Así no se puede torear”, sostenían los más escépticos. Otros lo mandaban a la tumba afirmando que “sus formas son el camino más recto hacia la sepultura”. Algunos, simplemente, lo menospreciaban. Acto de soberbia que, frente a “Gallito”, quiso marcarse Rafael Guerra “Guerrita”. José defendió a Belmonte y desarmó los argumentos del diestro cordobés.

«-¿Cómo no acabas con Belmonte?- le gruñe el déspota cordobés a José-. A mí no me hubiera durado una siesta…

Ignora Guerrita que Joselito gobierna el timón de la industria; pero no el del arte, cuyos derroteros penden del índice de Belmonte. Y Joselito le contesta:

-A usted le hubiese durado como a mí. Yo estoy bien tardes y tardes y los públicos salen de la plaza diciendo: «Esta tarde ha estado mal Belmonte; pero ya vendrá la suya». Y cuando llega, se abre crédito para otro montón de tardes. Yo triunfo en noventa; él en cinco. Sus cinco invalidad mis noventa. Ni lo puedo borrar, ni usted lo hubiese borrado»[7].

Mal pesara a los puristas, Belmonte guardaba un misterio dentro. Su personalidad estoica y su expresividad patética le conferían un aura desbordante. Poseedor de una vergüenza torera sin parangón, Belmonte era apasionado, intenso, sobrecogedor. Su patetismo le convertía en un Dionisos frágil que, como un enigma, desplegaba una espontánea vorágine creadora. Engendraba incertidumbre y miedo, pasión y genialidad. Era el Dios fieramente humano que haría de la tauromaquia un arte.

Dominando apenas unas cuantas suertes, Juan transformó radicalmente la norma, cambiando los terrenos para ofrecer una nueva forma de expresión desgarradora, sugestiva, alucinante. La vanguardia, en el toreo, era él. Hasta la aparición de Juan Belmonte, la lidia consistía en no contrariar al toro, adaptándose a su embestida, a su condición. Las cosas se hacían siempre a favor del animal, que acababa entregándose definitivamente por el castigo. Puro ethos. Belmonte niega ese principio con nuevos modos que obligan al toro a hacer lo que no quiere. El torero pasa de ser un mero actor más que se acopla a la naturaleza a erigirse en el supremo dictador que impone su dominio.

«Si (el toro) es huido, a que doble; si es tardo, a que embista; si se resiste a pasar, a que

pase; si se cuela, a que acometa derecho; si derrota alto, a que humille; si se revuelve pronto, a que vaya lejos; si acomete recto hacia el torero porque éste se cruzó con él, a que quiebre la derechura del viaje; y si embiste fuerte y rápido, a que pase suave y lento»[8].

Las nuevas formas que Belmonte pretendía le asignaban al diestro un perfil expresionista que chocaban con la Tauromaquia clásica pero que incendiaba los tendidos por su sentido trágico y rompedor. El inconformismo que desafiaba los parámetros burgueses en toda Europa llegaba a los ruedos contradiciendo el concepto de espacio. El singularísimo Belmonte, desde la iconoclastia, había desplazado el centro de gravedad del toreo.

Si Belmonte se hubiera quedado ahí, en el mero desafío de los cánones espaciales, hubiese sido (como es) un hito del toreo, no un mito. Ya en los terrenos del toro, cuando estaba más cerca de lo que ningún otro torero había estado jamás, Juan Belmonte paró los relojes y templó las suertes. Todo lo hacía despacio, buscando contener el tiempo para acercarse a la eternidad. La obra adquiría conjunción y armonía. El fin no era el sometimiento del cinqueño sino el mero goce estético. Era el arte por el sublime disfrute del goce estético. El instante de belleza que sobrevive a la muerte. Belmonte había llenado el toreo de ser, de pathos. El Pasmo de Triana había logrado armonizar el tiempo y el espacio en los vuelos de su capote.

El impacto de la revolución belmontina fue tal que Gallito, en su desbordante sabiduría, se vio obligado a ocupar los terrenos del trianero[9] y a asumir el temple como algo propio de su tauromaquia. Juan, tampoco lo olvidemos, tuvo que mejorar su técnica para aguantar el ritmo de José y evitar las palizas que, con demasiada frecuencia, le propinaban los toros. La competencia entre los dos, que fue amistad fuera de las plazas y exigencia brutal dentro de ellas, traspasó las fronteras de la tauromaquia, llegando a generar peleas entre sus partidarios, que se contaban por miles. El resultado final fue un empate: José tuvo que vivir con la continua presión de la idiosincrasia de Belmonte; Juan con la insoportable losa de la muerte de Gallito en Talavera de la Reina. El consuelo de ambos fue la eternidad.

Más allá de los círculos taurinos y de la cuestión social, el arte y la personalidad de Juan Belmonte también cautivaron a los intelectuales. No fue, como se comentó al principio, por el heroísmo que le demandaban por afán icónico. Fue por su capacidad para generar la emoción como una caída brusca que te sumergía en la magia del arte. Pérez de Ayala, Valle-Inclán, Madariaga, Gómez de la Serna o Camba lo agasajaban, considerándolo un verdadero artista. Gerardo Diego le dedicó una oda, Zuloaga lo cosió para siempre a su capote de paseo y Hemingway lo incluyó de manera notable en sus novelas Fiesta y Muerte en la tarde. Tanto lo admiraba este último que, en un arrebato belmontista, llegó a decir que había conocido solamente a dos genios en su vida: “Uno es Einstein. El otro Juan Belmonte”.

Belmonte se mimetizó con este entorno. Comenzó a vestir según la moda inglesa, empezó a fumar en pipa y no lucía la característica coletilla. Su aspecto debía dejar claro que él no era “solamente” un torero. Era un miembro de la vanguardia cultural, un artista obsesionado con la creación y con la belleza. Su día a día así lo ejemplifica. Autodidacta que viajaba con una maleta de libros, tenía un inmenso amor propio. Siempre estaba leyendo, escuchando, pensando, tratando de ser mejor en cada cosa que hacía. Fiel a sus principios artísticos y a su concepción de la vida, Belmonte era un senequista de respuesta pausada (probablemente por sus problemas en el habla) y sentenciosa que transmutaba sus defectos y miedos en virtud.

«Don Ramón del Valle Inclán era para mí un ser casi sobrenatural. Se me quedaba mirando mientras se peinaba con las púas de sus dedos afilados su barba descomunal, y me decía con gran énfasis:

-¡Juanito, no te falta más que morir en la plaza!

-Se hará lo que se pueda, Don Ramón- contestaba yo modestamente»[10].

Humilde, Belmonte gustaba más de contar sus fracasos que sus triunfos. No presumía de ser el torero que más rabos había cortado en Sevilla y quemaba las cartas de amor de sus conquistas después de leerlas. Al fin y al cabo, la gloria es una efímera excepción. El arte, como lo concebía Juan Belmonte, es lo verdaderamente eterno.

 

Francisco Huesa (@currohuesa)

 

[1] Invitación cursada por los miembros de la famosa tertulia Los 20 para agasajar a Belmonte tras su triunfo en Madrid el 26 de marzo de 1913. En ella participaron, entre otros, Valle-Inclán y Pérez de Ayala. El texto íntegro ha sido extraído de VV. AA.: Joselito y Belmonte. Una Revolución Complementaria. Sevilla, 2013; págs. 91-92.

[2] CHAVES NOGALES, Manuel: Juan Belmonte, matador de toros. Madrid, 1970.

[3] José Gómez Ortega se anunció siempre en los carteles como “Gallito”, nunca como Joselito “el Gallo”. Sin embargo, es con este último nombre con el que ha pasado a la posteridad.

[4] COSSÍO, José Manuel: El Cossío. (Vol. 9: Los toreros). Madrid, 2000.

[5] CHAVES NOGALES, Manuel: Juan Belmonte, matador de toros. Madrid, 1970.

[6] NARBONA, Francisco: Juan Belmonte. Cumbre y soledades del Pasmo de Triana. Madrid, 1995.

[7] JALÓN, César: Memorias de Clarito. Madrid, 1976.

[8] BOLLAÍN, Luis: El toreo. Madrid, 2008.

[9] Belmonte, aunque es conocido como el Pasmo de Triana y es identificado como trianero, nació en la calle Feria, en la Macarena, barrio de devoción de Joselito “el Gallo”. Fue a los ocho años cuando Belmonte se trasladó a Triana junto a su padre, donde su padre tenía una tienda. Hoy, un Belmonte de bronce mira Plaza de los Toros desde el Altozano, entrada a Triana desde Sevilla.

[10] CHAVES NOGALES, Manuel: Juan Belmonte, matador de toros. Madrid, 1970.