Siempre que hay un debate alguien menciona a Kennedy. A pocos se les ocurre mencionar a Barack Obama, porque sus debates nunca fueron brillantes dada la escasa capacidad de sus contrincantes habituales. En fútbol suele decirse de hecho que el nivel de tus éxitos se mide por el nivel de tus rivales. Entre Kennedy y Obama hay la misma distancia que entre los debates de Salmerón y Pablo Iglesias. Mientras que los primeros se bregaron con dialéctica y oposición argumentada de ideas, Obama consolidó una tendencia que, en el fondo, ya estaba patente desde George Bush Jr. e Iglesias no ha hecho sino ratificar con su petición a la ciudadanía de que sonriera: la política, ahora más que nunca, es una cuestión de discursos unidireccionales y emocionales.

Piensen en una cosa: el debate entre Nixon y Kennedy lo vieron 70 millones de estadounidenses cuando casi ni había televisiones en las casas, mientras que el Obama-Romney tuvo 60 millones en plena era de Internet, como le gustaría decir a Pedro Sánchez. Algo semejante puede extrapolarse a España: 10 millones de personas vieron el Aznar-González con un 75% de la audiencia mientras que el “debate decisivo” en un momento en el que supuestamente la política se mueve más que nunca acaparó a 9 millones de espectadores y solo un 48% de la audiencia. Queda claro una cosa: los debates ya no son lo que eran en parte, también, porque los contrincantes no son lo que eran.

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Sin embargo, si uno vuelve a aquel día en el que Nixon y Kennedy inauguraron la política-espectáculo con el primer debate televisivo, puede ver que el joven político demócrata tampoco era un dechado de virtudes oratorias. Simplemente era joven, estaba más moreno, bien peinado y mejor vestido que el otro candidato que era un predecesor de Rajoy: hablaba mal, tenía fama de mentiroso y apariencia de burócrata sin alma.

A partir de ahí todo fueron parabienes con los debates electorales. En EEUU se hacen tantos debates que constituyen un género televisivo en sí mismo. También porque tienen una cultura del debate, de la oratoria. Desde los 11 años es obligatorio el Speech and Comunication (el sistema educativo americano es muy flexible, una escuela puede decir no dar una asignatura si lo cree conveniente pero en general ésta se suele dar) y cuando llegan a la universidad los alumnos exponen con total soltura sus trabajos, debaten con el profesor las propuestas que se les plantean y hasta tienen los famosos concursos de debate.

En España un alumno universitario debate con el nivel que lo hace cualquiera de nuestros políticos. Y aquí está la raíz del debate que pudo verse a cuatro partes en nuestras televisiones: salvo Iglesias, y con pinzas, el resto no han debatido en su vida. Por lo general, la vida del político español transcurre en el Congreso como un teleñeco que expone en lo alto de un podio, o desde su propio asiento, sus ideas, sin escuchar al rival, tratando a veces de soltar algún chascarrillo. Se dan situaciones bochornosas, como sucede en el debate del Estado de la Nación, cuando vemos a presidentes que se equivocan en sus propuestas, a líderes de oposición que se quejan de algo que su rival no ha dicho o, directamente, cuando el hemiciclo está casi totalmente vacío porque desisten de escuchar y debatir a todo el que no sea fuerza política gobernante o gobernable.

Rajoy no fue al debate porque envió a otra funcionaria (vaya por delante mi respeto a los funcionarios), gris, sin presencia y no ya por la altura, algo que no nos engañemos es clave desde que Nixon apareciera sudando, sino también por los propios gestos. Su voz era impostada, a veces no se le entendía y sus arranques de energía parecían más bien la de un debate de instituto (español) acerca de si cambiar o no la fecha de un examen en vez de rebatir las acusaciones que se le estaban haciendo por la corrupción de su partido. Resultó bochornoso que ante un asunto tan grave como el de Bárcenas, quien ha acabado en la cárcel y todo el mundo sabe que no tira de la manta para no empeorar su situación, contesté a voces “¡paga Monedero!”, que ni está en la cárcel y que, además, ha pagado.

La incapacidad para transformar la realidad que tienen en el PP es muy preocupante, porque cristaliza un tablero de juego que nada ha cambiado con la llegada de los dos nuevos partidos. Ninguno es capaz de “asaltar los cielos” como decía Iglesias hace un año porque todos han renunciado a buscar votantes. Podemos, al fin, ha entendido que en España no existen. Trató de buscarlos en la Andalucía clientelar del PSOE y el PER, de los cargos de confianza a dedo, de las partidas presupuestarias dadas en función de una red de intereses, de las deudas encubiertas que no se reclaman desde la administración, o sí en función de quien gobierne en cada ayuntamiento. En Andalucía se encontró que, como en el resto de España, como les pasó en Cataluña, los votantes nunca han existido.

Para que haya votantes es necesario un régimen educativo donde la confrontación de ideas sea lo habitual. Uno de los grandes males de la educación universitaria, por ejemplo, es la abundancia de un profesorado que adocena al alumnado con clases magistrales donde nada se debate porque tampoco éstos quieren participar ni que se les exija más allá de un recetario que volcar en un examen. La “generación más preparada de la historia” de España no es capaz de distinguir un discurso de un mitin, un debate de una discusión a voces, y por supuesto cree que tuitear sobre política es democracia. Eso, simplemente, es frivolizar el poder y la soberanía nacional.

El debate lo ganó Pablo Iglesias porque los ha ganado todos desde que es candidato. En aquel debate con Rivera en Salvados, todos pensaron que fue el de Ciudadanos quien salió airoso. Pero fue Iglesias quien ganó porque, aunque cansado, no cambió un ápice de su ideario. No se engañen, matizar una propuesta (por ejemplo la de la Renta Básica) no es cambiar tu ideología; en cambio, no proponer nada concreto como le pasó a Rivera si es navegar sin rumbo fijo. Iglesias volvió a ganar los otros dos debates, a tres en Prisa y a cuatro en Atresmedia, porque tiene tablas y porque es el único que tiene una ideología en la que creer. Cuestionable en muchos apartados, pero ideología al fin y al cabo. También porque maneja como nadie los tiempos de las emociones. Su “bala de plata” (el último discurso del debate) estaba completamente vacía, ¿cómo vamos a arreglar un país simplemente sonriendo? No lo vamos a hacer, pero la gente no quiere salir del pozo, quiere creer que hay una cuerda para salir.

La consigna frente a esta postura de Rajoy parece que fue “que no se note que no estoy”, y en eso cumplió a la perfección Sáenz de Santamaría. Los hooligans de su partido le garantizan a un candidato timorato, ridículo en sus apariciones públicas hasta la desesperación, una parcela de votos que no está garantizada por los números del país (no aguantan un análisis en profundidad) sino por los números de su suelo de votantes. Porque en España tanto PP como PSOE tienen un suelo garantizado pase lo que pase.

Ésa es la gran paradoja de estas elecciones: tanto el candidato del PP como el del PSOE solo se sostienen porque los hooligans de sus partidos les permiten flotar entre el 18% y el 28% de votantes y eso, en un escenario cuatripartito, es mucho pedir. Pedro Sánchez es el peor candidato que han tenido los socialistas jamás. Tiene la impostura de Sáenz de Santamaría, la falta de ideas claras de Rivera, el populismo improvisado de Iglesias y a eso le suma que el líder de Podemos tiene razón: en su partido no le quieren.

Por eso el debate lo ganó Susana Díaz, mucho más bregada en estas lides, con un carisma más resuelto y que ya espera complaciente el previsible batacazo del PSOE. Le van a entregar el partido en bandeja y cuando le toque debatir ya habrá visto cómo son sus contrincantes. Probablemente Sánchez esperaba dureza dialéctica en el debate pero no verse superado de tal modo que sus únicas respuestas fueran sonrisas y poco más. Tanto se vio superado que fue el único de los tres que mencionó Grecia (hasta tres veces), a Tsipras y le faltó poco para repetir el bochornoso espectáculo del debate de Prisa cuando habló de la URSS.

Me dejo para el final a Rivera porque quizá era la crónica de una decepción anunciada. En el debate estaban dos profesores universitarios, uno de ellos, Sánchez, asociado a la Camilo José Cela (privada y muy vinculada a su partido, donde hizo el doctorado en 2 años y 9 meses), y el otro Iglesias que trabajó en la Complutense (pública) bajo el amparo de Carrillo hijo. En el otro extremo del ring estaban una abogada del estado brillante, que también dio clases en la Carlos III de Madrid (pública, de entre las 50 mejores del  mundo con menos de 50 años de vida) y con un expediente académico impecable.

Junto a ellos estaba Albert Rivera. Cuenta en su currículum que estuvo en una Liga de Debate y que su equipo ganó después de una gira por España. Desconocemos su aportación pero no vamos a afearle el mérito porque por lo menos participó de algo que sus otros tres contrincantes no habían hecho nunca. El problema está precisamente que, al verle, daba la sensación de que no había debatido en su vida. Nervioso, balbuceante, descolocado, quizá con respuestas preparadas a preguntas y ataques que no le hicieron, se vio al Rivera que viene siendo habitual en el último mes y medio. El peso de las encuestas le está pasando factura y su partido, con un programa mucho más sólido y concreto que PP y PSOE, no acaba de romper.

Lo que Rivera debería plantearse tras estos debates es que, en el fondo, es el gran derrotado. Cualquiera podía esperar que Sánchez no se mostrase más que como lo que es: un muñeco de tela sin gracia. Era previsible que el PP escondiera a Rajoy y tocara a rebato para salvaguardar su cabaña de votos seguros. Lo mismo para un Iglesias demagógico y emocional. Sin embargo, muchos esperaban, yo el primero, que Rivera fuera un líder sensato, calmado, con unos gestos menos airados (en el debate de Prisa le sobraron los “venga ya” y le faltó tranquilidad para rebatir con algo más de argumentos) pero sobre todo se esperaba de Rivera que fuera un hombre de Estado. Es especialmente decepcionante cuando lo que tenía al lado no era más que una representación de la realidad educativa del país: profesionales que destacan por el dedo que los selecciona (Sánchez), por coyunturas políticas (Iglesias) o brillantes porque en España no hace falta más que repetir como un papagayo para ser buen universitario (Sáenz de Santamaría). Después de todo Rivera no es muy diferente a ellos, es un trabajador por oposiciones de La Cáixa.

Además Rivera está sufriendo el mal de altura que le sobrevino a Iglesias cuando éste no quería moverse mucho para no perder votantes. Sabe que sus apoyos dependen de unos medios de comunicación que están en la línea de su ideología liberal (Prisa, El Mundo, El Confidencial) y que al PP solo le apoyan La Razón y el ABC con mucha menos tirada de ejemplares. A Iglesias lo apoyan las redes sociales y por ahí puede venir su gran baza. Exacto, ahora ustedes están esperando como yo la gran pregunta, ¿y quién apoya a Pedro Sánchez?

Su mujer. Y ya.

Fernando de Arenas