¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick)
(*) A Aarón Reyes Domínguez, porque la frase es suya y entiende a Kubrick como pocos…
Hace pocas semanas nos encontrábamos celebrando el veinticinco aniversario de la caída del Muro de Berlín, lo que supuso el icono del fin de la Guerra Fría. Esa tensión permanente que, desde el final de la II Guerra Mundial y ¿hasta finales del siglo XX? mantuvieron las dos grandes superpotencias del momento: los Estados Unidos de América y la URSS. Esa tensión que tan beneficiosa fue, en ciertos momentos, para el cine durante la década de los sesenta y setenta, y que ha continuado siendo rentable casi hasta el día de hoy, si pensamos en la acertada Goodbye, Lenin (Wolfgang Becker, 2003) o la extraordinaria La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck, 2006).
Si tuviéramos que elegir una película que, a mi juicio, resuma perfectamente la paranoia de la Guerra Fría y el temor al holocausto nuclear al que se veían sometidos los dos países antagonistas y representantes de dos modelos económicos y sociales diferentes, y por extensión, medio mundo, sería la película que hoy nos ocupa.
¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú, como se bautizó en España, o Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (cuya traducción literal sería algo así como El doctor Strangelove o Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar a la bomba) es una obra colosal de un director colosal como es Stanley Kubrick.
En 1962, Kubrick se hizo con los derechos de Red Alert (Alerta Roja), una novela de Peter George que Columbia Pictures distribuiría tras su estreno en 1964, después de quince semanas de rodaje un año antes, en 1963.
Por aquel entonces, Stanley Kubrick venía de provocar un sonoro escándalo con la adaptación de la obra de Vladimir Nabokov Lolita; y, tal vez, muchos pensasen que, una vez aprendida la lección, uno de los maestros más particulares que nos ha regalado el mundo del Cine, no “tropezaría en la misma piedra”. Poco conocían a Kubrick y su genio narrativo… Si con Lolita había llegado el escándalo, la película que estaba rodando no iba a quedarse atrás; si bien la temática era otra muy distinta; y por supuesto, con humor, todo queda mucho mejor.
Así que, en Inglaterra, tras quince meses de rodaje y dos millones de dólares después, en abril de 1963 la película estaba concluida. A pesar de la seriedad de la temática: la Guerra Fría y la amenaza nuclear, Kubrick consigue un film tremendamente satírico y que nos regala algunos de los gags más conocidos del género de la comedia.
El argumento: en plena Guerra Fría, el general Jack D. Ripper, creyendo que los rusos están envenenando el agua de los estadounidenses, toma la decisión de atacar con arsenal atómico a la URSS, y así acabar con el problema y la tensión derivada de la Guerra Fría. Mientras tanto, el presidente norteamericano intenta frenar la hecatombe aclarando la situación e impidiendo que un arma soviética que desencadenaría el fin del mundo conocido (y que se activaría inmediatamente tras el primer bombardeo) entre en acción. El argumento, que podía haber engrosado una larga lista de películas apocalípticas con esta misma temática, comenzará a girar cada vez más hacia un argumento creíble, pero con unos personajes caricaturizados que crean un ambiente de opereta digna de los hermanos Marx.
El gran acierto (entre otros muchos) de ¿Teléfono Rojo…? radica en presentar la historia dividida simplemente en tres grandes escenarios: por una parte, el cuartel desde el cual el General Ripper ha ordenado el ataque nuclear, y donde se encuentra también el capitán inglés Mandrake (uno de los tres personajes interpretados por Peter Sellers en esta película) que intentará obtener los códigos de seguridad necesarios para frenar el bombardeo. Por otro lado, el único bombardero que logra evadir el fuego enemigo y se interna en territorio soviético, que, comandado por el Mayor Kong, intentará cumplir su misión sin rechistar, amén de protagonizar una de las escenas más famosas de la historia del Cine, cuando cabalga sobre la bomba nuclear a horcajadas. El último de los tres escenarios mencionados: la Sala de la Guerra (sala que, por cierto, el presidente Ronald Reagan pidió visitar nada más tomar posesión de la Casa Blanca y que hubo de explicársele que no existía en realidad) donde el presidente estadounidense Merkin Muffey (segundo de los interpretados por Sellers) establece línea directa con Moscú, y junto con su Estado Mayor, entre ellos el general Buck Turgidson (interpretado por un histriónico George C. Scott) y el doctor Strangelove (el tercero y el más recordado de los personajes que asumió Sellers), intentarán frenar el fin del mundo.
Esos tres escenarios se van a convertir en un personaje más de la película, ya que Kubrick los utiliza para aislar a los humanos: se ha producido un terrible error, pero los tres grupos que podrían poner fin a esa locura se encuentran aislados unos de los otros, y no pueden hacer nada para escapar de dicho aislamiento (piensen en 2001: una odisea del espacio, en El resplandor… y obtendrán una idea similar). El aislamiento y la dependencia de unas máquinas más perfectas que los humanos, pero que fallan por culpa de estos como fatum que desencadena terribles consecuencias.
Otro de los grandes aciertos de la película son los actores. A pesar de que George C. Scott no estuviese contento con sus tomas, puesto que las veía sobreactuadas; a pesar de la grata sorpresa de Sterling Hayden como el General Ripper; y, sobre todo, a pesar de la tremenda dificultad que suponía trabajar con Peter Sellers (ya mencionamos algo en nuestro artículo dedicado a El guateque, 1968), el resultado final en cuanto a trabajo de actores se refiere es magnífico. Mención aparte merece la interpretación de Sellers del Doctor Strangelove, que ha pasado a los anales de la historia cinematográfica (y para el que improvisó, al igual que en sus dos otros personajes, el noventa por ciento de sus diálogos).
Por último, Kubrick. Podríamos dedicar páginas y páginas a uno de los grandes monstruos que ha dado el Cine; pero simplemente haremos hincapié en la tremenda sátira crítica que es capaz de realizar en la hora y media que dura la película: la sinrazón de los gobiernos que puede llevar a la destrucción total simplemente por vanidad, mientras ellos sobreviven a la catástrofe porque los ciudadanos de a pie son los únicos que pagarán por sus faltas; la falta de escrúpulos del gobierno estadounidense que dio cobijo, cuando estuvo interesado, a antiguos científicos que habían trabajado para el nazismo (como el caso del Doctor Strangelove y su tic de alzar el brazo derecho con la mano extendida mientras grita: Mein führer!); la estupidez del enviado soviético, que aprovecha un momento de descuido de los estadounidenses para espiar y hacer fotos en un momento en el que la vida de muchos está en juego; o la pasividad de los soldados que acatan las órdenes de arrojar bombas atómicas sin tan siquiera rechistar o plantearse el bien o el mal de la acción y que tienen en su cuartel un lema tan irónico como “la paz es nuestra profesión”…
Es una película que recuerda, en algunos aspectos, a otro de sus clásicos, Senderos de gloria (1957), en la que tres soldados se ven obligados a pagar la ineptitud de un superior demasiado imbécil y demasiado orgulloso. Aquí no serán los soldados, sino el género humano el condenado a pagar la ineptitud de sus gobernantes.
Considerada por el American Film Institute como la número 39 en su lista de las mejores películas de todos los tiempos, Teléfono Rojo, ¿volamos hacia Moscú? se convierte en una obra de revisión imprescindible para todo aquel que desee entender la estupidez en la que nos vemos sumidos demasiadas veces los humanos. Si el fin del mundo tiene que llegar, mejor que nos descubra con un auténtico clásico y una sonrisa (aunque sea amarga) en la comisura de los labios. Disfrútenla.
Carlos Corredera (@carloscr82)
Leave A Comment