Si algo nos dejó demostrado Demóstenes, y luego Cicerón, es que no hay nada como un argumento fácil y directo para conseguir introducirlo en la cabeza de quienes lo escuchan. Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? y esas cosas. Era fácil, entonces, acusar a Catilina de conspirar contra el Senado de Roma utilizando un argumentario bien trazado, sutil y destinado a su público. No mucho después llegaría Marco Antonio y haría lo propio con la túnica ensangrentada de César recurriendo a un populismo demagogo ajustado también a sus menores cualidades intelectuales.
El argumento demagógico tiene el problema de la moralidad, y eso es algo que en Historia no se lleva bien. La moral es una cosa que es como el amor, que es muy bonito cuando está bien hecho, pero si no, sólo es un lastre. La gran estafa que hemos vivido en los últimos veinte años (más en realidad si nos remontamos al abandono del patrón oro) ha hecho que sea fácil marcarse un “Marco Antonio” y coger la túnica ensangrentada de una sociedad hastiada de mentiras económicas, corrupción política y falta de liderazgo.
El hundimiento de la fábrica de Bangladesh, un suceso absolutamente terrible, ha servido como nueva punta de lanza para aquellos que enarbolan la bandera de sistemas de economía planificada y políticas supuestamente equilibradas. Es tan fácil criticar al capitalismo como hacerlo sobre jugadores de fútbol, sobre la Iglesia Católica o sobre la comida basura. Sería maravilloso que el ser humano no fuera egoísta y envidioso y no deseara tener más que el vecino, sería estupendo que un ingeniero o un profesor ganara más que un futbolista, estaríamos encantados de que no hubiera curas pederastas (también hay maestros pederastas y nadie se manifiesta en contra de que haya colegios) y sería ya para echarse a llorar de emoción que todos fuéramos por ahí a comer comida sanísima que permite a los animales vivir en comunión con la naturaleza. Eso está muy bien, pero el mundo es el que es.
Estamos de acuerdo en que debemos hacer todo cuanto esté en nuestra mano para mejorar las condiciones y la calidad de vida de las sociedades. El hecho de que las cosas sean así no justifica que tengan que seguir siéndolas. Pero también debemos aceptar los plazos en los cuales se lleva a cabo este cambio. Es indudable que multitud de empresas de todo tipo, textiles, alimentarias, químicas, electrónicas, se han asentado en el Sudeste Asiático o en el corazón de África atraídos por una alta corrupción política, unos incentivos fiscales descomunales y una mano de obra muy barata. A lo que hay que sumar la vista gorda que se hace sobre las condiciones higiénicas y sanitarias.
Esto resulta doloroso, qué duda cabe, pero estamos en una fase en la cual las empresas de estos países, y su tejido socio-económico, tiene estas características. No he visto llorar a nadie en clase cuando se mencionan las condiciones de la clase obrera en la Europa de la Revolución Mundial. Ni con las hambrunas previas a la Revolución Francesa. Y no pasa porque, entre otras cosas, cuando realizas un análisis racional de estas cuestiones se observa que la cuestión es de una extrema complejidad.
Es cierto que las condiciones en las “fábricas por puntos” chinas, las industrias textiles de Pakistán o Bangladesh, y otros países, son indudablemente lamentables. Ahora bien, ¿es sólo culpa del “capitalismo”? Como bien señala el economista Tim Harford, en muchos casos se trata de países cuyas condiciones de salida son deplorables: sobrepoblación, falta de recursos, años de conflictos internos, elevadas tasas de corrupción, etc. En esas condiciones, no hay salida a medio plazo que no signifique un verdadero desastre humanitario. Sin embargo, el caso chino ha demostrado que con una serie de medidas de cierta liberalización de la economía las fábricas por puntos pueden dar pie a que exista algo que sí permite el capitalismo llegado un momento: la opción.
Hace un par de décadas era impensable que en algún punto de China pudiera existir una clase ciudadana criada en grandes urbes, con un cierto nivel de vida y que tiene libertad para emprender negocios. Las tasas de pobreza siguen siendo preocupantes y las condiciones en las fábricas dejan aún mucho que desear. Pero no ha sido el comunismo el que ha permitido eso a China, ni mucho menos.
Del mismo modo, es legítimo reclamar que las fábricas occidentales que se encuentran asentadas en el Sudeste Asiático cumplan, como mínimo, con las medidas legales que existen en esos países. Mucho cuidado al señalar, porque en el caso de Bangladesh, al igual que ocurrió no hace mucho en la India, son los propios gobiernos los que permiten que se vulneren sus propias leyes. No lo hacen para beneficiar a ninguna empresa occidental, sino para beneficiarse ellos mismos. Pedir el boicot a los productos de Inditex o Induico está muy bien, pero si va a haber una manifestación que empiece desde la embajada de uno de estos países.
Por otra parte, las alternativas más allá de mejorar el trabajo en estas fábricas, que por supuesto debe hacerse, no son mejores: la basura, la hambruna o la guerra.
Aarón Reyes @tyndaro
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