Hay algo en las piernas de Anna Magnani cuando yace muerta en Roma, città aperta (Rossellini, 1945) que parece toda Roma. No hay una gran elegancia al modo del que despliega Anita Ekberg en La dolce vita (Fellini, 1960), Hepburn en Roman holiday (Wyler, 1953) o Ingrid Bergman en Viaggio in Italia (Rossellini, 1954). No, más bien es otra cosa. Es Roma.

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Gran parte de la preocupación por la búsqueda de la belleza, de lo que es Bello en sí, a lo largo de la Historia del Arte, ha consistido en clasificar, recomendar, indicar, aleccionar y, sobre todo, especificar lo que es bello de lo que no. ¿Hacer el amor es algo bello? Les puedo asegurar que a veces no mucho. ¿Y la muerte? Por suerte o por desgracia no he visto morir a nadie que pensara que lo mereciera de verdad. Pero, supongo, que hay muchas formas de morir, y si aceptamos lo bello como algo continuo entonces la muerte no es algo bello.

Sin embargo, en las piernas con las medias a mitad del muslo del cadáver de Pina (Magnani) hay una larga decadencia. El final que nunca llega y, cuya prolongación, nos resuelve el enigma más oscuro del ser humano: la esperanza. Cuando uno espera a una persona es porque tiene la esperanza de que va a venir. Cuando uno pierde la esperanza, se va, y no la espera más. Esperar, esperanza, espejo, espejismo, todas de la misma raíz, ‘spes’, de la misma ilusión que se desvanece. Lo esperado como ilusión, como una imagen que sobreviene de la sobre-realidad de lo que se espera que acontezca, y no acontece. Esperarse, al final, en los límites de la aporía, como si debiera pasar algo. No es la muerte, que es sencilla y simple, no es la vida, que tan solo es un transcurso entre miedos y complejos. Porque, después de todo, la muerte no es ningún misterio. Dejas de estar por aquí, el cuerpo se descompone, desaparece, y, en suma, la commedia è finita. El verdadero misterio es la esperanza, lo que mueve a unas vidas llenas de decadencia a seguir anhelando lo bello como continuidad bajo la idea de que, tal vez, la muerte no llegue.

Y llega, vaya si llega. Roma tardó en morir, no crean. Es más, lo que Sorrentino muestra en La grande belleza (2013) es precisamente cómo Roma, trasunto de una forma de vida, lleva muriéndose tanto tiempo que de verdad parezca eterna. No esperen una crítica sobre la película, simplemente vayan a verla y disfrútenla. Cuando lo hayan hecho relean estas líneas si se atreven.

Las piernas de Magnani están en lo que no vemos en La grande belleza, un ensayo que parte descaradamente de la huella dejada por La dolce vita para actualizar sus escenarios, sus registros, su forma, pero que tiene en el molde que toma un relleno diferente, el de Roma, città aperta. Es el truco, idea que el personaje de Toni Servillo, el inefable Jep Gambardella, va desgranando en la película. El Barroco, una grandísima estructura que trata de ocultar la miseria de la vida, y de la ciudad. Una pureza perdida en Roma desde hace tanto que ni el mismo Julio César sería capaz de encontrarla.

Nadie sabe cuándo surgió nada pero Roma tiene una fecha mítica de fundación: 753 a.C. Luego todas sus fechas se midieron ad Urbe condita (desde el nacimiento de la ciudad). Con tal presunción resulta difícil que una ciudad así no tenga más espíritu que la suma de todos sus habitantes. Si no viviera nadie Roma seguiría teniendo vida. Eso fue lo primero que pensé la primera vez que pisé la ciudad.

Tardé mucho en subir al primer escenario de la ciudad, la Fontana dell’Acqua Paola, entre otras cosas porque cualquiera que vaya a Roma por su cuenta no caerá en la cuenta de subir hasta la colina del Giannicolo. A menos que lo lleven a uno en autobús turístico o le guste dejarse las piernas (algo que en Roma es lo habitual), es poco frecuente llegar hasta allí. Lo único que hay en la fuente es el agua, literalmente. Porque los motivos principales que aparecen representados en esta fuente encargada por el Papa Sixto V tienen que ver con la mitología marina.

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El truco comienza pronto: Sorrentino pone en el escenario de una Roma construida por un Papa barroco (aún quedaba un poco, pero Sixto V es ya un papa trentino) un verdadero concierto, rodeado nada menos que de estatuas de las que muestra, entre otras la de Gustavo Modena. He de decirles que he estado allí, justo al lado, un par de veces, una de ellas con una cerveza en la mano y jamás me había parado a mirar el busto. Modena es uno de esos escritores de teatro nacionales que cuesta conocer fuera. Resulta que la película empieza con ese tipo de flashes y mostrando a un escritor de teatro. El truco es más que evidente, ¿no creen?

Puro escenario de teatro para lo que acontece, un turista muerte al contemplar una magnífica vista de Roma. Bueno, magnífica porque es Roma. Verán, de todas las ciudades en las que he estado, Roma debe ser de las que peores vistas tiene porque, subas donde te subas, siempre queda algo fuera. En París tienes la Torre Eiffel, Montmartre, Montparnasse y Notre-Dame para ver una bonita panorámica. En Roma desde el Giannicolo se ve el bello mamotreto del Altar de la Patria. Si andan un poco más allá de la Fontana dell’Acqua Paola y llegan a Piazza Garibaldi tendrán la misma vista desde más arriba. Si se les ocurre subir a la Cúpula del Vaticano hay una bonita vista… del Vaticano. Y si suben a Castel Sant’Angelo podrán deleitarse de los puentes. Pero olvídense de ver toda Roma.

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Eso hace que la muerte del turista en La grande bellezza no sea más que eso, un truco, porque no ha muerto epatado. Ha muerto porque, oigan, la vida es así. Ruina, como el Coliseo. La primera vez que lo vi no tuve la oportunidad de verlo como Gambardella, desde su terraza en el edificio que hace esquina entre Via Vibenna y Via Claudia. Yo lo vi bajando desde via del Colosseo, y claro, me quedé epatado. Sin morirme. Ahora piénsenlo si nunca han visto el Coliseo o lo han visto alguna vez. Es una inmensa ruina. Yo, tal vez ustedes también, se han sentido epatados por un inmenso montón de cascotes, semiderruido, símbolo de una indomable decadencia.

Decadente es ser el fin de algo, así que el Palacio de Nerón sobre el que se erige el Anfiteatro Flavio (hasta el nombre de verdad tiene cierto aire decadente) mostraba el fin de una dinastía, la Julio-Claudia, con varios emperadores que pasaron a la historia por sus orgías y sus fiestas. Algo injusto, la verdad. No les voy a atormentar con un tostón histórico, pero todo ese mito de la juerga continua de Tiberio, Calígula o Nerón tienen más de envidia y rencor de los que escribieron sus andanzas que otra cosa. Pero no me negarán que situar las fiestas de Gambardella en el mismo sitio donde tuvieron lugar las de Nerón, y con vistas a la mayor ruina del mundo no es un detalle de calidad.

Tuve la suerte de vivir cerca del Coliseo, y lo veía a veces cuando iba a comprar el pan o a tomarme una cerveza. Te recordaba que por grande que fuera una época también podía irse al carajo todo. Veías que la gente lo seguía apreciando, a pesar de su ruina, y veías que la ciudad lo tenía en estima. Pero, quizá, lo más sorprendente es que solo es el escenario de fondo de un montón de películas. Hepburn en Roman holiday pasea por allí en una Vespa, y el cine de fuera de Italia nos ha hecho entender que todo Roma es un inmenso escenario. Allí, sin embargo, el Coliseo es uno más y no es lo que más aprecian los romanos. Si han ido, además, verán que lo que más abunda cerca del Coliseo son inmensas colas de animales turísticos haciéndose fotos con la montaña de cascotes.

Bueno, bueno, que se me olvidaba. Y esos gladiadores, centuriones, y otro tipo de gentes de mal vivir que te encuentras y con los cuales, si eres incauto y cuando eres un ciudadano del Mundo Más Allá del Mediterráneo siempre lo eres, aspiras a hacerte una foto. Hágansela y salgan corriendo o les perseguirá un italiano (no descarten que romano) vestido de actor de teatro cutre del siglo I gritando que o le pagan 20€ por la foto o despídanse de no recibir una retahíla de insultos.

Si hay algo que una a Roma en el tiempo son los emperadores, los papas y los acueductos. Que Sorrentino escenifique una parodia de Marina Abramovic en el Parco degli Acquedotti tiene su miga. Agua, de nuevo, la vida como algo sólido ya no existe y lo que nos era líquido ya no puede adaptarse. Cos’è una vibrazione? le pregunta con cierta sorna Gambardella a la artista, ¿qué es algo tan insustancial como el sonido? O como el agua que deja de brotar de los acueductos. Solo he estado allí una vez y he de decirles que resulta desolador. Un paisaje inmenso, sin urbe por ningún lado y con un camino de piedras colgadas.

Nada que ver con la Piazza Navona. Es difícil no hablar de escenarios de Roma y estar continuamente recordando oleadas de turistas con sus pinganillos colgantes (me refiero a esos aparatos para escuchar lo que el guía tiene que decirte). Piazza Navona impresiona menos de lo que debería. Sant’Agnese, un edificio barroco de Borromini, no pasa desapercibido, pero si ustedes no se hacen cargo de lo que allí hay, es difícil que me entiendan. En unos 13 km2 se concentran obras maestras de Bernini y Borromini, entre otros.

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Borromini se mató arrojándose sobre su propia espada, por cierto.

 De día la Piazza Navona es insaciable, y Sorrentino la muestra de noche quizá no solo porque Gambardella casi es el único momento en el que vive, sino porque de día es como una fulana con la que te puedes acostar pero no la mires al levantarte. Ojo, que tanta noche no hace sino acentuar que toda la película es un camino como el de la Divina Commedia. Sí, ya lo sé, tenía que salir Dante por algún lado igual que cuando hablamos de alguna manifestación artística española tiene que salir don Quijote. Pero lo cierto es que Sorrentino nos ha mostrado a Gustavo Modena al comienzo de la película, un escritor de teatro que se hizo famoso por recitar precisamente la Divina Commedia. Recital que, por cierto, es lo que pretende Romano, el amigo de Gambardella y finalmente consigue.

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He visto varias veces la Piazza Navona de noche. Mucho más recomendable que de día. Una vez destrocé, sin querer, un banco de la plaza. Otra vez tiré un helado. Fue mucho peor esto último, créanme. Y otra vez vi una bandera del Centenario del Sevilla FC colgada de un balcón. El acabose.

Ahora vuelvan a leer el párrafo. Lean porque están leyendo una ciudad viva. La decadencia es una muerte lenta y pasar varias veces al día por Piazza Navona te lo recuerda. Como el Tíber, por el cual discurren las últimas escenas de la película o el propio Gambardella en su paseo hacia su casa. Un paseo inquietante que le lleva por la Roma del glamour, o lo que queda de él, en via Veneto.

Oh, sí, via Veneto. Aquel paseo de la fama que La dolce vita quiso sacralizar. No fue hasta que me fui a vivir a Roma cuando un día me dio por pasear por allí. En realidad es un lugar poco turístico. Y poco recomendable si son propensos a acojonarse por los subfusiles de los guardas de la Embajada Americana. Desconozco cómo era via Veneto en 1960, pero empiezo a sospechar que lo que Mastroianni movía por allí no era más que humo. No es que el Hard Rock Café de allí no tenga su lujo, es que es mundano.

 Recuerdo que cuando estaba allí viviendo montaron la primera edición del Festival de Cine de Roma. Otro más, para seguir chupando del bote porque Italia es España pero con más pasta y asumiendo que la mafia sirve para mover la economía. Resulta que una de las actividades que organizaron fue una suerte de puesta de largo al final de la calle. Con sillas de tijera típicas de un rodaje, una presentadora globular (es decir, con dos globos frontales) y un presentador que perfectamente podría haber sido Gambardella. Una vez terminada la presentación, abrieron las sillas y pudimos pasar a un catering.

El problema de todo es que si via Veneto debería ser un trasunto del glamour del cine y todo eso, pero en Roma, allí estaba yo, y algunos más, prácticamente en chándal y cazadora de plástico del C&A bebiendo un buen vino y pimplándonos todos los canapés que podíamos. Los que iban de chaqueta hacían lo mismo. Bien vestidos, pero arramblando con todo. Es un truco, al final. No había estilo, había la misma Roma de Nerón.

Gambardella también pasea por el Palazzo dei Conservatori, mostrando entre algunas obras la Venus de Cnido. Fíjense cómo son los franceses que cuando se la tuvieron que devolver a los italianos a cambio de la Venus de Milo montaron tal campaña de publicidad que todavía hoy es más famosa esta última que la obra maestra que reposa en Roma. Cuando Ramona (Sabrina Ferilli) se asoma a la Piazza de Campidoglio está observando la obra de otra alma atormentada, una reurbanización de Miguel Ángel que puso nada menos que la estatua de Marco Aurelio (sin saberlo, creían que era el emperador Constantino) en el centro. Otro atormentado más, por cierto, pero éste se satisfacía escribiendo y matando en guerras por medio imperio.

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En la Piazza del Campidoglio se me fundió la carcasa de un objetivo de mi cámara réflex. También estuve a punto de caerme. Si van un día de lluvia pueden encontrarse una bonita estampa desde lo alto. Es curioso porque la gente sube a la plaza probablemente sin saber lo que hay arriba, y he visto cómo la gente subía y se quedaba igual. Quizá sea la plaza más intelectualizada de toda Roma en el sentido de que para comprender lo que hay allí es necesario saber cosas que no suelen venir en las guías. Si no te has leído las Meditaciones de Marco Aurelio, su estatua no es más que un tipo con barba más en una estatua de bronce que no es ni la original. Y si llevas en Roma dos días, entrar en los Museos Capitolinos (lo que hay dentro del Palazzo dei Conservatori) te acaba resultando repetitivo porque estás de trozos de estatuas hasta las tetas de la Loba. También Capitolina, por cierto.

Hay tres escenarios en La grande bellezza que, tristemente, suelen pasar desapercibidos para el visitante. Cuando visité por última vez Roma en 2013 la decadencia como un “largo adiós que nunca se acaba” se manifestaba en lo que me dijo una vez un amigo. Me comentaba cómo la primera vez que visitó Roma, en los 80, le pareció una ciudad por lo menos limpia. Por lo menos. Cuando fui por primera vez en 2005 me pareció algo sucia. La última vez ya me parecía cochambrosa. Sea la crisis, sea que tanta multiculturalidad hace que la gente viva en un sitio, lo visite, pero le dé igual cómo esté, el caso es que pasar por delante del Palazzo Colonna uno tiene la sensación de que otras glorias esperaban a la gente que trató de vivir bajo la sombra de los muros romanos.

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Quizá la misma gloria que esperaba Caracalla, un emperador romano cuya mayor celebridad fue morir mientras orinaba entre batalla y batalla. Sus termas son la demostración final de que todo es un truco. Es allí donde Gambardella se entera de la marcha de su amigo Romano, donde una jirafa puede desaparecer, y donde todo es pura escenografía. Allí, tal vez, observé inquieto que la grandeza es liviana, corta. Ladrillos pequeños formaban hace dos mil años una estructura recubierta de mármoles y dorados. Puro engaño para una superficie gigantesca que no podía mantenerse en una época de franca decadencia.

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Porque el final de Roma, de aquella Roma imperial que lleva languideciendo tanto tiempo empezó donde acaba la película. En la Tumba de Hadriano (actual Castel Sant’Angelo), el último emperador que vio cómo se empezaban a apagar las glorias pasadas. De hecho, tumba de papas y posterior castillo defensivo, solo queda una gigantesca tarta de ladrillos. Tal vez por eso apenas entra nadie allí. Tal vez por eso Sorrentino ha obviado la Fontana de Trevi entre sus escenarios, o un Vaticano que aparece encuadrado entre mujeres que ofrecen su cuerpo. Es posible que la película acabe donde acabó la Gran Roma antes del truco, antes de la Roma del Barroco, la Roma escenográfica, simplemente por casualidad. Como por casualidad parece que existe Roma.

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Aarón Reyes (@tyndaro)