Tras algo más de diez años dando clases de Geografía e Historia en el sistema educativo público español puedo afirmar con rotundidad que actualmente los deberes no son necesarios. Han leído bien. Repito: los deberes no son necesarios en el actual sistema educativo público español.

¡Blasfemo! ¡Satanás! ¡Facha! ¡Trump! ¿Pero cómo es posible? ¿Cómo puede afirmarse tal cosa? Que lo afirme un alumno puede entenderse, ¿pero un profesor de instituto? Siendo hombre seguro que además es machista.

Estoy plenamente convencido de mi afirmación. Ésta no está basada en pseudoteorías pedagógicas de individuos e individuas que no han cogido nunca un tizo ni una tiza en un aula de un centro de secundaria. Está basada, precisamente, en los propios hechos y acontecimientos que nutren el día a día en las aulas de los centros de enseñanza secundaria de España o, al menos, en los de Andalucía que son los que conozco directamente. Son los mismos hechos y acontecimientos que no salen en las televisiones y que las autoridades, partidos políticos y sindicatos ocultan, salvo que su grado de sensacionalismo sea tan grande que no puedan impedir que los medios de comunicación los usen para regocijarse como cerdos en el barro.

En realidad, ¿para qué son los deberes? Piénsenlo diez segundos a lo sumo y vuelvan a este texto. Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Ya. Tanto si han reflexionado como si no, les doy mi opinión: los deberes son actividades prácticas mediante las cuales los alumnos pueden desarrollar, comprobar y mejorar los conocimientos que se han impartido en el aula, así como desarrollar, comprobar y mejorar sus habilidades cognitivas, intelectuales, expresivas, etc.

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¿Todavía no comprenden aún por qué creo, entonces, que los deberes no tienen sentido en el actual sistema educativo público español? La palabra “actual” debería haberles dado una pista. Esa clase de actividades, esos deberes que impiden más cenas en familia, sólo tendrían sentido si el objetivo real del sistema educativo fuese, no el que se describe en las leyes que luego los propios políticos de los ministerios, consejerías y delegaciones provinciales de educación se encargan de despreciar y triturar, sino la formación intelectual de los alumnos, el desarrollo de un pensamiento crítico y de una personalidad madura.

¿Acaso no es ése el objetivo? En mi opinión no lo es. Todo lo que puede leerse en esas tediosas e infumables primeras páginas de las leyes educativas españolas no es más que papel mojado infumable. Pura palabrería. Pura charlatanería. Nubes de humo. Si dejamos de lado el mundo de Bambi y los osos amorosos en el cual creemos que vivimos, dentro de nuestra burbuja occidental de consumo, bienestar y seguridad, nos damos cuenta rápidamente que el objetivo del sistema educativo actual es otro. Puede resumirse en tres palabras: conseguir un título. Sólo eso. No hay más. Conseguir el título educativo es la única razón y motivación, el único fin verdadero, para los políticos legisladores, los padres y los alumnos. Además, para alcanzar dicho fin, cualquier medio es lícito, y si hay que abandonar un sistema educativo que busque el desarrollo intelectual y madurativo de los alumnos, se abandona en la cuneta o se tira de la cadena. Nadie lo echará en falta: ni políticos, ni padres, ni alumnos. ¿Qué sentido tienen, entonces, los deberes?

Es muy curioso cómo frente al desprestigio que tiene actualmente el sistema educativo entre la sociedad, cada vez que ocurre algún suceso que crea “alarma social” (acoso escolar, accidentes de tráfico, problemas con las drogas, violaciones, violencia de género, etc.) siempre se acude al comodín del sistema educativo para que lo solucione. Sin embargo, la educación en los centros escolares no es el lugar para tratar estos temas, o al menos no debería ser el único ni el máximo responsable. Pero como se le ha vaciado su contenido, como se le ha quitado su auténtico sentido, es decir, el lugar donde instruir a los jóvenes de conocimientos y habilidades para su formación intelectual y desarrollar su pensamiento crítico, de algo habrá que llenarlo, ¿no? La verdad es que no sólo se llena de esos contenidos “externos” sino que, en muchas ocasiones, se responsabilizan a los propios centros educativos, más concreta y directamente a los profesores, de una parte importante de dichos sucesos: si supieran motivar y educar a los hijos de los demás no sucederían tantos hechos lamentables.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Acaso han sido los políticos, fascistas bastardos, opresores del pueblo, los que han modificado el sentido de la educación para tener a la población adormecida y amaestrada? Mi opinión es la contraria.

Voy a hacer un pequeño paréntesis. No sé si habrán leído Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. No se preocupen, sólo voy a hacer un breve resumen que no les estropeará una posible lectura. En esta obra distópica, su autor describe un mundo futurista donde los libros están prohibidos. Para ello se dispone de un cuerpo de bomberos que acude ante cualquier alarma provocada por la sospecha de la existencia de libros. Cuando éstos llegan al lugar del crimen, queman los libros. ¿Cómo se llegó a esa situación? Sorpresa: no fue el gobierno quien lo impuso, sino la sociedad misma la que, desmotivada y apática hacia la cultura y el conocimiento, con un profundo sentimiento de desprecio por ellas, empezó a dejar de leer. En un principio fueron los textos más complejos y extensos. A continuación, las novelas cortas. Luego los cuentos. Por último, cualquier párrafo literario, cualquier verso. Lo que hizo el gobierno fue aprovecharse de dicha situación, propiciada previamente por la propia sociedad, para acabar con la cultura, la cual puede ser un peligroso instrumento de crítica a la autoridad y lo establecido. (Como ven, tampoco he destripado mucho, así que compren la novela y, sobre todo, léanla).

Volviendo a nuestra tópica realidad, es cierto que las leyes educativas actuales han sido realizadas, en general, por una gran mayoría de individuos que carecen de la experiencia docente necesaria, pero, en mi opinión, la principal razón de la falta de calidad de nuestro sistema educativo es la inexistencia de una demanda de excelencia en la enseñanza pública por parte de la sociedad. ¿Se imaginan a un padre exigiendo hablar con el tutor, algún otro profesor o miembro del equipo directivo de un centro, para quejarse de que su hijo está en tercero de la ESO y no sabe colocar correctamente las provincias de Andalucía? Podrán imaginarlo, pero tengan por un hecho seguro que nunca lo hallarán en la sociedad actual.

Continuamente oímos y vemos en los medios de comunicación y redes sociales a políticos, padres y alumnos hablando y demandando un sistema educativo público de calidad. ¿Pero a qué se refieren con lo de calidad? Yo se los voy a decir: tecnología, mucha tecnología, becas (gratuidad, aunque luego lo paguemos vía impuestos), muchas becas, y títulos, muchos títulos. Nada más. ¿Qué pasa con la calidad y la excelencia de los conocimientos y las habilidades que se consideran básicos para el desarrollo intelectual de una persona, de su madurez y de su espíritu crítico? Simplemente no existen en las mentes de los políticos, padres y alumnos. Si no les importan y no los estiman, ¿cómo los van a demandar? La excelencia intelectual y cultural es vista, por una mayoría de la sociedad española, como una aspiración elitista de un grupo social (facha por supuesto) que sólo desea que ellos y los suyos tengan títulos educativos. Y hasta ahí podíamos llegar.

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Nuestra sociedad está enferma de “titulitis”. Es lo único que estima y le importa. En algunos casos, se ha desarrollado hasta un extremo patológico que yo denomino “titulitis obsesiva compulsiva”, también conocido como “complejo de currículum vitae”. Parafraseando el estúpido e impresentable eslogan de una empresa multinacional de muebles de ínfima calidad: “merecemos menos deberes y más títulos”.

Muy lejos quedan aquellos objetivos y motivaciones por los que los alumnos acudían a las aulas de enseñanza hace algunas décadas, como el aumento del bienestar, la búsqueda de la sabiduría, etc. Hace algunas generaciones (aunque no tantas) el sistema educativo era visto por parte de muchas familias, sobre todo, las más humildes, como una forma, por no decir la única, para mejorar la situación socioeconómica heredada. Recuerdo unas palabras del escritor Antonio Muñoz Molina. Académico de número de la RAE desde 1996 y ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2013, el escritor jienense siempre ha expuesto que si ha llegado donde ha llegado ha sido gracias a la exigencia y la excelencia que tenía el sistema educativo que había en sus años de estudiante. Hijo y nieto de trabajadores rurales, si no hubiera sido por dicho sistema y, sobre todo, por su exigencia y su nivel académico, no habría alcanzado el bienestar que hoy posee, tanto socioeconómico como cultural.

Desgraciadamente, el actual sistema educativo no dispone de dicho nivel de excelencia y los más perjudicados (abran los ojos de una puñetera vez) son los miembros de las familias de menor nivel socioeconómico. Sólo un sistema educativo exigente, de elevado nivel de conocimientos, que permita desarrollar todas las potencialidades del alumno, puede permitir que un estudiante que provenga de una familia desfavorecida o desestructurada pueda alcanzar un mayor nivel socioeconómico, un mejor bienestar, ya que fuera de dicho sistema público nunca podrá alcanzarlo. Los alumnos de familias con mejores y mayores recursos siempre podrán alcanzar dicho nivel de formación fuera del sistema educativo público ya que sus familiares pueden costeárselo de manera privada. Sin embargo, los hijos de una familia más humilde, no.

Resulta curioso cómo esta situación no es denunciada por los políticos que se autoproclaman de izquierdas, los que se dan golpes proletarios en el pecho, ni por dichas familias. Quizás esta situación tenga algo que ver con que hoy en día, la mayor parte de la sociedad, afortunadamente, dispone de un aceptable nivel de bienestar, incluso en situaciones de paro. Y esto está al alcance de todo el que quiera verlo: un alumno de una familia social baja e, incluso, desestructurada, dispone de móvil propio, consola de videojuegos, televisión propia en su propio dormitorio, zapatillas de marca, ropa para vestir a un bloque entero, bicicleta, patines, etc. Aquello con lo que soñaban los abuelos y los padres para sus nietos hace varias generaciones, ya lo tienen los alumnos actuales sin estudiar, trabajar ni esforzarse. También es cierto que, desgraciadamente, en este país inculto, la preparación y la formación educativas no siempre van acompañadas de una mejora social y económica, así que: ¿para qué estudiar y esforzarse si ya disponen de un nivel aceptable de confort?

Luego están la cultura y la sabiduría. ¿No hay alumnos que estudien por el simple placer de ampliar sus conocimientos, su cultura, su sabiduría? No los hay. Podría objetarse que a esas edades es algo comprensible. En parte lo acepto, pero también es un hecho clamoroso que sus padres tampoco los motivan en dicha dirección, ni, lo que es más importante, al no estar preocupados por ello, lo demandan: ¿se imaginan a un padre exigiendo hablar con el tutor, algún profesor o miembro del equipo directivo de un centro para quejarse de que su hijo de tercero de la ESO está leyendo una adaptación de El lazarillo de Tormes en lugar del original? ¿Se imaginan poniendo una reclamación en la Consejería de Educación?

Soy de la misma opinión que don Arturo Pérez-Reverte: España es un país inculto, gozosamente inculto, que alardea de su incultura. La cultura, el conocimiento, la sabiduría, son conceptos atacados con una violencia desenfrenada por la inmensa mayoría de la sociedad española. Diversos sectores van a degüello contra ellos: no pueden quedar supervivientes. Esta actitud terrorista es desarrollada no sólo desde las instituciones políticas sino, incluso, desde algunas instituciones culturales. En nuestra sociedad de consumo, la cultura es un producto más, y sólo interesa la ganancia y el beneficio. Cuantos más consumidores, mejor. Si los consumidores exigen basura, se les da basura. Vean cualquier lista de los libros más vendidos, llenas de best sellers, libros de autoayuda, novelas pseudoeróticas, etc. Esta obsesión ganancial y especulativa ha alcanzado hasta los premios literarios. Vean el Premio Planeta. Da risa y aún da más pena, y no sólo por la calidad de las obras de los últimos premios, sino también porque la propia organización del premio dirige las temáticas de las que deben tratar los futuros libros premiados. Saben qué tipo de literatura demanda la masa y se la da. Para ello, incluso, le ponen el lacito del premio literario: así los lectores son más cool.

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No se engañen: en esta sociedad en la que vivimos y que estamos construyendo no hay lugar para demandar un sistema educativo público de excelencia cultural e intelectual. Y si la sociedad no lo demanda, los políticos miran para otro lado. Ellos sólo se preocupan de alcanzar el poder y, una vez están instalados en el mismo, hacer todo lo posible para mantenerse en él el mayor tiempo posible. Si la sociedad no exige un aumento y una mejora del nivel intelectual y de los conocimientos en nuestros centros educativos, sino un sistema educativo vacío intelectualmente pero lleno de pizarras digitales, ordenadores, internet, muchas becas y libros gratuitos, y títulos, muchos títulos, los políticos (ninguno, ni los del pueblo y la sonrisa) tampoco. ¿Qué sentido tienen, entonces, los deberes? Ninguno.

Estamos enfermos de esa “titulitis” anteriormente citada. Es lo único que actualmente importa a los políticos, padres y alumnos. La mayor parte de las reclamaciones (casi todas, o todas) que hay en los centros educativos tienen que ver con la posibilidad de que algún alumno no pueda obtener el título. Da igual que no estudie, que suspenda la mayoría de las materias, que no lleve el material, que no se calle en clase, que moleste, que interrumpa, que insulte o agreda. Si un adolescente entra en un centro educativo, tiene que salir con el título bajo el brazo: se lo merece.

¿Cómo conseguirlo? Para responder a dicha pregunta voy a exponer la parábola de la canasta con la cual espero (¿por qué no?) conseguir el Premio Nobel de Literatura. Un baloncestista tira a canasta y no encesta. ¿Qué se hace? ¿Está pensando que debe seguir entrenando? ¿Que tiene que esforzarse más? ¿Pero qué clase de esclavista es usted? ¿Es que quiere que no desconecte en todo el día? ¿Quiere humillarlo? ¿Es eso? ¿No quiere que sea feliz? No, flagélese y olvídelo: eso sería elitismo fascista. Se le baja la canasta. Si sigue sin encestar, se le baja aún más. Si la criatura mide 1’25 de altura, se le baja la canasta hasta que pueda hacer un mate. Pero, ¿y si realmente no quiere encestar? No se preocupen, todo está bajo control: se le concede los dos puntos de la canasta sin tirar. Lo importante es que a la salida el entrenador le entregue un documento donde diga que es baloncestista. Que no lo sea es irrelevante. ¿Acaso a alguien le importa? ¿Es que algún energúmeno no quiere sea feliz? ¡Huelga de tiros a canasta, hombre ya!

Así funciona el sistema educativo público en España: un sistema que regala títulos vacíos de formación y contenido cultural alguno. Voy a ponerles otro ejemplo, algo controvertido. Hace poco se publicó una noticia en la que se informaba de un instituto en el que el claustro de profesores se había opuesto a darle el título de la ESO a un alumno con síndrome de down. ¡Horror faccioso! Si son de esta misma opinión, yo les pregunto: ¿de qué sirve un título cuando se sabe que detrás de él no está la formación ni el nivel intelectual que lo deberían acompañar? ¿Se trata simplemente de jugar al sistema educativo? Ese chico y su familia deben tener el derecho de exigir un sistema educativo público que atienda a sus necesidades y que desarrolle todas sus potencialidades al máximo, para que así pueda desarrollar su vida de la mejor manera posible. Si el chico en cuestión fuera capaz de alcanzar los objetivos establecidos para la concesión del título, perfecto, se le debería dar, se lo ha ganado, pero si el chico no llega al nivel exigido, no. Lo contrario es vender humo y desprestigiar lo que representa dicho título.

En España se han regalado y se siguen regalando tantos títulos que cualquiera que no quiera ponerse una venda en los ojos sabe que una gran parte de ellos son una gran farsa. En nuestro sistema educativo (hablo en especial del caso andaluz y de los institutos de secundaria) a un alumno que no venga a clase sólo puede ponérsele un uno como nota (el cero no tiene cabida en nuestro sistema educativo: ¡por fascista!); las notas de los exámenes no pueden superar el 50% de la nota final en secundaria; que un alumno esté sentado y callado es motivo de aumento de la nota (como si un médico me aplaudiera y me diera una piruleta por tomarme la médica que me ha prescrito); etc.

¿Saben por qué se han movilizado tantos padres, alumnos y políticos para que no se realizaran las mal llamadas “reválidas”? Porque sacarían las vergüenzas y las miserias del sistema educativo al público: las ratas, que saldrían del barco que se hunde, se lanzarían a nuestra cara para mordernos y despertarnos del sueño. Si un estudiante de primaria, secundaria o bachillerato, ha aprobado todas sus materias: ¿por qué tanto miedo de pasar por dichas pruebas? Muy fácil: un alto porcentaje de dichos alumnos titulados (apostaría por una cifra en torno al 50%) no las pasaría. ¿Por qué? Porque sus títulos no recogen la realidad, sino que la disfrazan con bellas ropas: dichos alumnos no tienen el conocimiento que les presupone sus títulos. Si no me creen, pidan al centro de secundaria más próximo a su casa que les dejen entrar, por ejemplo, en un aula de primero de la ESO: verán un alto porcentaje de alumnos que con 11 y 12 años leen silabeando un párrafo de tres renglones y son incapaces de deducir la idea principal, no saben escribir su nombre sin faltas de ortografía, ni tampoco multiplicar ni dividir números de dos cifras. Estos alumnos han llegado a un centro de secundaria con el título de Primaria y sin repetir. No miren hacia otro lado y saquen conclusiones. Lo triste es que ningún padre se escandaliza porque su hijo llegue a dicho curso en esa situación. Al contrario, se habría indignado porque, a pesar de dichas carencias, no se le hubiera dado el título de educación primaria con lo bueno que es y lo bien que se porta en casa, y sabiendo hacer unos murales con cartulinas y macarrones chupiguays.

Siendo éstos el sistema educativo público español y la sociedad en la que vivimos, ¿siguen pensando que los deberes son necesarios? ¿Para qué? Seamos sinceros: no son necesarios. Su existencia sólo estaría justificada, vuelvo a repetir, en un país donde la sociedad demandara y exigiera a los políticos y legisladores educativos un sistema educativo público de verdadera calidad, cuyo objetivo fuese que los alumnos adquieran un conjunto de conocimientos y conceptos básicos para desarrollar todas sus habilidades cognitivas y expresivas potenciales de los mismos. Esto no se demanda, y si no se demanda ningún político va a mover un dedo.

Entre las cosas que recuerdo de mi paso por la universidad, están estas palabras del profesor Genaro Chic García: lo importante no es pasar por la universidad, sino que la universidad pase por uno. Todo el sistema educativo de España está en las antípodas de esta frase. La base que debiera justificar la educación es la formación integral de una persona. No se trata de estar unas horas sentado en una silla, sacar un cuaderno y un libro, escribir una redacción o hacer unas operaciones. Nada de eso tiene sentido si el objetivo no es que el alumno que lo realice adquiera mediante esas prácticas educativas unos conocimientos a partir de los cuales madurar y desarrollar su pensamiento crítico. Pero repito: la sociedad no exige ni demanda esta formación. ¡Con qué facilidad nos reímos de los norteamericanos que sitúan a España en México, mientras que nos parece muy gracioso que un chico español de 16 años, que acaba de obtener el título de educación secundaria, escriba una redacción con cuarenta faltas de ortografía y no sepa situar las provincias españolas en un mapa político!

Sin duda, tenemos lo que nos merecemos. La televisión basura se sostiene por la demanda de una sociedad basura. Los políticos incompetentes y corruptos se sostienen por unos votantes que aceptan dichas cualidades. Si nuestro sistema educativo se ha convertido en un cenagal absurdo y vacío de contenido es porque la sociedad no demanda otro sistema. No huyamos de nuestra responsabilidad: todos los españoles somos responsables de la miseria educativa, intelectual y cultural que hay en nuestro país.

Este nivel de irresponsabilidad, de buscar excusas y chivos expiatorios, es propio de sociedades infantiles. Esta enfermedad (el infantilismo) es otro de los síntomas de nuestra sociedad que sólo sería posible curar con un sistema educativo complejo y exigente. Frente a ello, desde la sociedad y las instituciones políticas se exige que todo el proceso educativo sea una fiesta permanente. Por ello, hoy en día, cualquier actividad educativa que exija esfuerzo, dedicación, silencio, soledad y concentración ante los contenidos y las operaciones, etc., es objeto de un bombardeo digno de la mismísima Luftwaffe. El que enseña jugando, termina jugando a enseñar, decía don Miguel de Unamuno. Palabras premonitorias.

Que no les quepa ninguna duda de que lo terminaremos pagando, si es que no lo estamos pagando ya. Desde nuestro fatuo sentimiento de superioridad intelectual nos llevamos las manos a la cabeza porque en Estados Unidos han elegido como presidente a un individuo de la calaña de Donald Trump. No creo que estemos tan lejos de la misma situación. ¿Acaso tenemos los españoles herramientas intelectuales para enfrentarnos a las propuestas sensacionalistas y populistas de los políticos actuales? No las tenemos. Incluso diría que ni las queremos ni las deseamos. Estamos muy felices de habernos conocido. Al creernos dioses, no queremos mejorar, ya que no es posible la mejora en algo que ya es perfecto. Nos queremos tal cual somos: carne de cañón imbécil preparada para que cualquier político nos diga lo que queremos oír, en pocas palabras, que merecemos ser felices y que si no lo somos es por la culpa de los “otros”, los cuales lo van a pagar bien caro.

Si tipos como Trump han llegado en la política hasta donde han llegado es porque hay una masa social mayoritaria que lo demanda. Quien quiera vivir en su burbuja perfecta, ideal, bambiniana y coelhiana, en la cual todo lo malo siempre es por culpa de grupos judeomasónicos y neoliberales capitalistas que mueven los hilos para sus intereses, que disfrute mientras la realidad no le estalle en la cara. Pero se está engañando. La sociedad misma es la primera y máxima responsable. Es nuestra sociedad la que no quiere aspirar a otro tipo de existencia más culta, más madura, más responsable.

Sólo un sistema educativo exigente, que fomente el esfuerzo y el trabajo, nos permitiría adquirir, mediante los deberes correspondientes, unos conocimientos básicos (históricos, políticos, sociales, económicos, científicos, etc.) y desarrollar un pensamiento maduro y crítico para no caer en las garras de tipos como Trump.

Otras palabras que siempre recordaré de mi paso por la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla, son las del también profesor don José Manuel Macarro Vera. Un día mientras comentaba algunas circunstancias de la Guerra Civil española dijo: Dios nos libre de vivir tiempos emocionantes. Desgraciadamente estamos en la antesala de uno de estos momentos y no tenemos armas para luchar contra ellos.

Eso sí, al menos los alumnos que acoden a los centros educativos españoles no tienen deberes, pero sí más cenas en familia. Son felices. Somos felices… Somos estúpidos, gozosamente estúpidos.

Valentín Aranda Vela (@walenti82)