Viajar es una de las experiencias más gratificantes de la vida. Porque viajar nos ayuda a descubrir nuevos mundos más allá de los trocitos de tierra sobre los que hemos construido nuestra rutina. Viajar nos enseña que hay otras formas de amanecer, otros cielos más altos, otras miserias más bajas. Viajar nos presenta nuevos lugares, regalándonos sabores, olores y colores diferentes. Pero quizás, cuando viajamos, no aprovechemos adecuadamente la oportunidad que se nos ofrece. Corremos de monumento en monumento, rodeado de turistas japoneses, siguiendo a una guía con un paraguas en alto. Nos perdemos en las esquinas de los mapas buscando una meta, siendo incapaces de levantar la cabeza para contemplar el camino. Probamos platos hasta el hartazgo para rellenar la lista de novedades culinarias. Contemplamos lo bello, lo bonito, lo sereno, lo perturbador, lo sublime, lo sencillo… El ser humano en toda su grandiosidad y su vergüenza. Y sin embargo, en demasiadas ocasiones no somos capaces de aprovecharlo.
A lo largo de mi vida he visitado siete veces a París. Y espero volver más. En muchas ocasiones me han preguntado, con tono de incomprensión y cierta sorna, para qué vuelvo si ya lo debo de haber visto todo. La cultura de lo light es lo que tiene. Hacen falta varias vidas para conocer París. Yo, en cada uno de mis viajes, he aprendido y sentido algo nuevo. Desde el impacto del chico de catorce años que pisa por primera vez el extranjero (ir a Vila Real de Santo Antonio a comprar toallas no cuenta) a la comprensión del profesor de Historia, que tampoco es mucha. Sensaciones nuevas, nuevos sentimientos e ideas.
En una de las últimas ocasiones retorné a l’Orangerie. Recuerdo que la primera vez que estuve en este museo fue el día de la Inmaculada de 2006. Faltaban unos 45 minutos para el cierre, ya había anochecido y apenas quedaba nadie en las salas a excepción de los guardas de seguridad. Me perdí entre Los Nenúfares, entré en el jardín de Giverny y me senté a ver atardecer imaginando a Monet pintando a mi lado. Sin embargo, la segunda ocasión fue distinta. Lo asimilé todo de una manera más natural, más suave. A la emoción le acompañaba la razón, las ganas de entender el significado más allá de los sentidos. Leí con detenimiento los paneles donde se explicaba la historia de los cuadros y el edificio. Aprendí. Me enteré que en 1918 Monet ofreció Les Nymphéas (sinónimo romántico de nenúfares) a Georges Clemenceau para dar paz a los franceses, presentando su obra como un jardín de tranquilidad a donde huir del ajetreo de la ciudad. El hecho y la obra cobran mayor significación si se entiende el dolor y la destrucción sembrados por la I Guerra Mundial. Hoy, tras un largo proceso y varias restauraciones, l’Orangerie mantiene el mismo concepto, alcanzar la paz a través de la pintura. Sirva como algo significativo que en las salas donde se exponen Los Nenúfares se mantienen en un respetuoso silencio, más intenso y profundo que el de muchas iglesias o lugares santos. Las salas son un lugar de paz, de encuentro, de pensamiento, de vida, un paraíso de trazos de color a donde huir, un entorno donde el arte detiene los relojes, una sacralidad civil y ciudadana.
Con esta base y una posterior visita al Musée Cluny, ese tesoro medieval anclado junto a la Sorbonne, empecé a reflexionar sobre el sentido de los museos y patrimonio. Un patrimonio que, bien gestionado, resulta rentable en términos cuantitativos. Un patrimonio que va más allá del mercado, de la acumulación de obras y de la diversión mal entendida. Un patrimonio que sirve de punto de encuentro entre el presente y el pasado, entre personas sin nada en común en el tiempo y el espacio pero que, por un momento, se unen para aprender los unos de los otros. Un patrimonio responsabilidad de todos donde el arte está por encima de las siglas y los intereses.
En Sevilla, en España, eso no es así, aunque haya nobles y puntuales excepciones. En Sevilla los museos y monumentos están convertidos en contenedores de pinturas y esculturas, en ladrillos sin alma, en obras de arte en su mayoría vaciadas de significado (que no vacías). La solución de los gestores, mentes preclaras, es tratan de hacer del patrimonio histórico un patio de recreo donde todo es entretenido-chachi-piruli-guan-pelotilla. Sacándole un dinerito, por supuesto. Un error. El valor de las obras está en su ser, en un significado al que se accede por muchos caminos. En el Louvre, mientras unos alumnos pintan un capitel de audiencias del palacio de Darío I asesorados por una pedagoga, unos universitarios toman apuntes sobre los significados de una estatuilla de un Gudea, príncipe de Lagash. No hay diversión, pero sí entretenimiento y conocimiento. Todo desde la fuerza de unas personas que ejercen su profesión libremente, desde una forma de trabajo donde lo humano se antepone a los recursos y el ser al tener. Aprender por encima de todo, aunque el todo complemente al aprendizaje. Sin embargo, en Sevilla (y en España) hemos transformado demasiadas veces lo accesorio en imprescindible y lo imprescindible en trámite. Luego nos quejamos de cómo nos luce el pelo.
Sin amor al patrimonio y al arte no se puede formar una sociedad culta y unida por elementos comunes y positivos. Cuando se abandona un museo o se deja caer una iglesia se empobrece a un pueblo, no sólo por el hecho de perder algo material, sino porque se le roba su identidad, un pedazo del imaginario compartido. Y sin elementos que nos unan no somos nada, porque sin historia no hay personalidad ni pasado y estamos perdidos y sólo. Aunque probablemente eso sea lo que quieran ellos.
Francisco Huesa (@currohuesa)
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