Hace poco conocí a Irvine Welsh. Eso ocurrió porque Madrid organizó la Noche de los Libros, dos días antes del Día Oficial del Libro, que es un día, aquí en la capital del Imperio, donde todo hace referencia a escritores que murieron hace tanto que sus casas las visitan grupos fúngicos de turistas. No sé si hay mucha gente que visite la casa de Irvine Welsh en Escocia o el chalecito floridense donde ahora escribe todas esas novelas sobre gente que se va a Miami o vuelve de Miami. Imagino que a la madre de Irvine Welsh no le haría mucha gracia tener un ramillete de palo-selfies todos los días frente a la ventana. En la última de Welsh, aún por traducir, Begbie, el psicópata de Trainspotting, lleva una vida apacible, estructurada y próspera como artista hasta que tiene que regresar a Edimburgo porque le han matado al hijo. Pero no se equivoquen: a Begbie se la trae muy al pairo el homicidio de su propio vástago. Y ese estilo de cosas escribe ahora Irvine Welsh.
La charla la dirigía Manuel Jabois. Fui hasta la sede de la Comunidad en la Puerta del Sol sabiendo quién era Jabois. No me quedaba más remedio: hay juntaletras a los que, quieran o no, hemos tenido que leer a la fuerza, casi nunca teniendo que encadenar subordinadas o sintagmas sobre una pantalla o un cacho de folio reciclado. No. Hay escritores cuya obra no queda más remedio que conocer gracias a que, mayormente, consiste en un canto a sí mismos o a temas de interés mundial, como el fútbol o la corrupción o sus orgasmos. Temas extensamente tratados en sus apariciones en radio, en sus apariciones en el Internet, directamente o a través de alguien que lo disecciona como cipotudo y así hasta que la caja china se vuelve pesada, ruidosa. Extenuante.
Así que allí estaba, sabiendo quién era Manuel Jabois e imaginando quién era Irvine Welsh. Y me equivoqué. Resultó que Welsh es un tipo de verbo articulado, calmado hasta en su denuncia de la fosa séptica en que se está convirtiendo la Euröppa Politik. Esperaba a un hombre exaltado en los temas más indignos por la velocidad, la contundencia, la punzada emocional y la rabia de la voz de sus novelas. Y me equivoqué.
Luego le pedí un autógrafo y terminé escupiéndole sin querer. Cuando me pongo nervioso salivo mucho y terminé proyectándole una asquerosa lámina de fluido bucal. Me fui dándole las gracias por una broma que me gastó pero solo estaba tratando de invitarle a él (y a quién hubiera sido testigo de aquel amago de esputo) a que se uniera a la risa y olvidara lo que acababa de suceder.
Hoy se ha muerto Jonathan Demme.
Hace un año, cuando lo conocí, recuerdo que fui completamente atemorizado al Cine Doré, donde iba a presentar el documental aquel de los Talking Heads. Por alguna extraña razón, me lo imaginaba como un hombre extremadamente serio, duro, adusto, sin las gónadas para farolillos. También es cierto que eso suele ocurrirme con la gente a la que considero más inteligente que yo, que es prácticamente cualquiera que haya conseguido hacer algo decente en/con su vida. Si ha entregado algo al mundo, algo valioso, hermoso o desafiante, todavía más. Así que pueden imaginar el charco de sudor y terror ancestral en que flotaba bocabajo minutos antes de la entrevista. Que los tres tipos del equipo de fotografía del ICON estuviesen gesticulando como un episodio de Mr. Bean a cámara rápida tampoco ayudaba mucho. Por lo visto tenían un serio problema con la luz y con las sujeciones del fluorescente gigante con que retratan a la gente.
-¡Esto no va!-dijo uno.
-¡Pues habrá que hacer algo!-dijo el que parecía Fotógrafo Principal.
Entonces Jonathan Demme entra por la puerta del Doré vestido con unas mallas ribeteadas de flores, completamente perdido, completamente servicial para con los fans que le piden firmas sobre una carpeta (¿?) con la imagen de El Silencio de los Corderos.
Y, una vez más, me equivoqué.
Mientras el equipo fotográfico del ICON se dedicaba a fotografiarle en un rincón, la redactora del ICON me contó que ella se llamaba Nosequé Cocina y que su entrevista iba a publicarse para enero, como pronto. Le dije que qué suerte, porque a saber si tan siquiera algunos de los interesados querrían la mía. Entretanto me quedé pensando en qué tendría que ver la gastronomía con Jonathan Demme. Luego resultó que no, que no es que se hubiera presentado con su nombre de pila y la sección donde escribía, en plan, Hola Soy Isaac Cine, sino que aquel era su apellido.
De algún modo, me pareció de lo más normal que los periodistas hicieran eso.
Paco Fútbol.
Ana Política.
Ernesto Sociedad.
Etc.
De pronto el encargado del Doré echó a correr en dirección a la sesión de fotos, clamando al viento que Qué Están Haciendo, ¿No Ven Que Este Hombre Está Enfermo?
Los del ICON le habían pedido a Jonathan Demme que sujetase el fluorescente del tamaño de una pértiga olímpica debajo de su cara, cosa que el buen hombre aceptó con total normalidad. Lo cierto es que muy buen aspecto no tenía, pero parecía pasárselo bien.
Las noticias de hoy comentan que Demme recayó de su enfermedad un par de meses antes de la presentación en el Doré. De ahí la continua invitación del gerente a tomar un descanso si el director lo necesitaba. Pero parecía pasárselo bien.
Conozco a mucha gente que asegura que preferirían un martillazo en la cara a conocer a sus ídolos. Su música, su cine, su literatura les dibuja. Y bastante borrosa es ya la maraña de líneas y rayones con que tratamos de retratar a nuestros conocidos, como para difuminar a las cuatro o cinco personas con las que tenemos deudas emocionales (¿espirituales?) de por vida, todo gracias a su talento. Es una decisión de lo más lógica y razonable.
Una decisión imposible de mantener. Al menos cuando parte de tu precaria base de recursos para sociabilizar consiste en hablar de esa gente con talento y, de pronto, el amigo de un amigo te cuenta las intimidades y miserias nada humanizadoras de un escritor zamorano al que admiras horrores.
-¿Cómo de fiable es esa historia? Porque ya sabes cómo es este mundill…
-Me lo follé en Sant Jordi. Busca la noticia de su presentación en La Vanguardia. Mira a ver con quién sale en la foto con un pedal de caerse de culo.
Salía con el amigo de mi amigo.
Como prueba en un juicio es bastante endeble, por no decir inútil. Como método de propagación de la mierda y el empañamiento del ídolo al que necesitaba admirar para tener algo de condescendiente nitidez en mi vida, la repanocha.
Aquella tarde, me presenté en el Doré con una entrevista torcida y deforme, de esas fabricadas para tratar de interesar a algún editor exigente dentro de la media, puede que con tatuajes de rosas en el antebrazo, con una figura de poliuretano de Darth Vader tamaño real en el baño o con mayordomo ghanés en su casa de Las Rozas. O casado con Zahara.
No fueron las mejores preguntas del mundo, ni las más profesionales, ni las más concisas, pero, a cambio, Demme me ofreció las respuestas más dignas que cualquier diletante nervioso jugando al periodismo habría deseado. Las que le dibujaron como un hombre amable, de inteligencia serena y reflexiones sencillas, de esas capaces de abochornarte por cualquier atisbo de ironía o cinismo propios.
Me contó que quería ser veterinario porque de pequeño le encantaban los animales, que lo intentó pero que la química se cruzó en su camino y, al parecer, para ser “médico de animales” no te queda otra que aprender fórmulas y conceptos matemáticos para los que él no estaba preparado. Que eso le persiguió incluso con su carrera como director ya asentada. Que una vez, al final del rodaje de un documental, escuchó a Jimmy Carter soltar una frase de lo más ingenua y utópica y descubrió cómo la combinación de pasión y coherencia con que se dicen las cosas basta para querer creer en ellas. Especialmente si son buenas para alguien más que para ti mismo. Especialmente si nos prometen algo de esperanza.
Evidentemente, aquella tarde mi dibujo de Jonathan Demme no fue, ni por asomo, complejo. Ni siquiera desinteresado. Es más, para empezar quizá debería haber visto algo más que un par de películas suyas, antes siquiera de tener la cara de ir por ahí pretendiendo juntar un par de frases sobre El Hombre Y Su Cine, un Cine que, para colmo, no te despierta gran cosa. En cambio, sé que puedo hablar de lo último que me ofreció: el recuerdo de que uno puede separar obra y personaje, admirando el arte de individuos mezquinos y nada recomendables, a veces haciendo un esfuerzo monumental. Pero, sobre todo, la certeza de que si uno se atreve o de pura casualidad acaba conociendo a sus ídolos o a los ídolos de otros, también puede encontrarse con que un hombre amable, de inteligencia serena y reflexiones sencillas haga de su obra algo (mucho) mejor de lo que hubieras sospechado en tu bendita ignorancia.
La verdad es que es un riesgo bastante estúpido de asumir. No lo recomiendo para nada.
Salvo que una tarde, el director del documental aquel sobre los Talking Heads haga que merezca la pena.
Isaac Reyes
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