Hace poco tiempo del estreno de la película Exodus: dioses y reyes (Ridley Scott, 2014), una nueva revisión un tanto sui generis de la archiconocida historia de Moisés y el pueblo de Israel narrada en el libro del Éxodo; así que se nos presenta una buena excusa para hablar de la película bíblica por excelencia que, exactamente, trata del mismo tema: Los diez mandamientos de Cecil B. DeMille.
Los diez mandamientos vino a ser, precisamente, una revisión también de un film mudo que el mismo director había rodado en 1923, pero a lo grande. Para ello, se desplegaron unos medios no vistos hasta entonces, y que incluso hoy en día son, cuanto menos, extraños: grandes y majestuosos decorados y localizaciones, un metraje que asusta simplemente de pensarlo (unos 220 minutos aproximadamente), un elenco de estrellas espectacular y una historia que es una auténtica epopeya. Si me apuran, en los últimos años, tal vez Peter Jackson con su maravillosa El señor de los anillos se puede comparar a tan espectacular proyecto en casi todas las características mencionadas anteriormente.
Tanto es así, que merece que nos detengamos, aunque sea de modo sucinto, en cada una de las particularidades del párrafo anterior:
- Las localizaciones y los decorados: Los diez mandamientos no es la única película de la historia del cine que se marcha a rodar a localizaciones exóticas, pero fue una de las primeras que pudo rodar en los escenarios auténticos. Cecil B. DeMille estaba convencido de que la veracidad de la historia que deseaba contar pasaba, en parte, por rodar en los escenarios reales en los que el Libro del Éxodo sitúa al pueblo de Israel. Entre ellos, el mismísimo monte Sinaí, en el cual Dios estableció la Antigua Alianza con Israel. Todo esto llevó a que el director tuviese que negociar con el general Nasser, que se comenzaba a vislumbrar como auténtico líder de un Egipto que acababa de vivir una revolución.
- Un metraje épico para una épica película: para el espectador que no haya visto Los diez mandamientos, quizá parezca una barbaridad propia de otra época las casi cuatro horas de película; pero, todo el que haya visto el film puede atestiguar que el director consigue un ritmo narrativo extraordinario, de modo que no se convierte en una historia tediosa en absoluto. La mayoría de espectadores jóvenes digieren, sin masticar, productos cinematográficos que escasamente llegan a los noventa minutos de duración. Como es comprensible, en películas de ese tipo la acción comienza a los cinco minutos. Ver esta película es otra cosa; es ser capaz de entrar en una historia más grande que el espectador y permanecer en ella durante todo el extenso metraje. Otro de los aciertos que ayudan a asimilar las casi cuatro horas es que la película se encuentra dividida en varias partes bien diferenciadas: una primera parte de Moisés en Egipto que tiene muchas características del melodrama clásico, con amor, celos y diálogos dramáticos. Una segunda parte con un tono marcadamente religioso, cuando Moisés descubre la misión que Dios le encomienda. Y una tercera parte que casi podríamos calificar de blockbuster, en la que los efectos especiales se convierten en la estrella.
- Un reparto extraordinario: la fuerza de un Moisés inspirado en la soberbia escultura de la tumba del Papa Julio II, obra de Miguel Ángel, e interpretado por un Charlton Heston tan identificado con su papel que pasaba largas horas solo en los descansos, paseando y meditando. El actor llegó a escribir en su diario: “Era un papel enorme, como el de Cristo, tal vez imposible de representar. Estaba más allá de mis capacidades, entonces y ahora. Yo creo que incluso hubiera sobrepasado la capacidad del propio Lawrence Olivier”. Yul Brynner en el papel de la némesis de Moisés, el gran faraón. Y secundarios como Yvonne de Carlo (una de las reinas del celuloide de los años 50), John Dereck o mi admirado Vincent Price.
- Una historia universal: para empezar, adaptar cualquier relato del Libro de los libros (la Biblia) es un desafío para cualquier director; pero si, además, nos adentramos en la liberación del pueblo de Israel por parte de Moisés, esta tarea se antoja tremendamente difícil. Todo ello lo salva, de un modo sobresaliente, Cecil B. DeMille. Él estaba convencido de que la película debía servir para extender la palabra de Dios por el mundo; y actuó en consecuencia, presentándonos una historia profunda de fe y perseverancia que sobrepasa los valores de una religión, para tornarse en atemporal.
Mucho podríamos hablar de las cifras de la película: un presupuesto de trece millones de dólares, 15000 animales y más de 12000 extras para las escenas, e incluso la friolera de 1350000 litros de agua para una de las escenas más icónicas de la historia: la apertura del Mar Rojo.
Hablar de Los diez mandamientos es disfrutar de una película grandilocuente; es retrotraerse a una época en la que el cine tenía que ser espectacular porque le había surgido una feroz competidora en los hogares norteamericanos: la televisión; es vivir una epopeya muy bien documentada y un icono que ha traspasado la religión y ha creado cultura (todos conocemos la historia de Moisés y muy pocos han leído el Éxodo).
Entre los papeles que Cecil B. DeMille había dejado escritos poco antes de su muerte, su familia encontró unas líneas que terminaban con esta reflexión: “Yo soy aquello que he realizado en mi vida (…) sólo llevaré conmigo el resultado de mis obras”. Realmente Cecil B. DeMille había conseguido lo que se proponía: un resultado espectacular en la que fue su última película. Esta fue su mejor epitafio.
Carlos Corredera (carloscr82)
Lo que se aprende con vosotros.