Disneyland París tiene una siniestra similitud con el campo de concentración de Dachau. Salvando las diferencias, obviamente.
Estaba de pie junto al Horse-Drawn Streetcars de Disneyland París (vulgo EuroDisney) esperando la cabalgata de media tarde. Justo delante, una madre española contenía la ilusión de su hijo amarrándolo a una silla de paseo Maclaren quest gris perla. Peligro de fuga le llaman. A mi izquierda había dos chicas francesas que se hacían fotos compulsivamente y cantaban las tortuosas melodías del hilo musical. Las miraba sorprendido un paciente señor estadounidense vestido como si fuese a errar ganado en un rancho de Arizona. A viva voz, comparaba en un inglés picado el parque parisino con el de Orlando, mostrando cierta condescendencia. Las colonias, al fin y al cabo, solo imitan a la metrópoli. En ese instante, como un déja vu macabro, me di cuenta que desde el interior únicamente se veía el propio parque. Nada más. Como una isla varada en la inmensidad del océano. Árboles, atracciones, el archiconocido castillo de la Bella Durmiente… solo eso. Me habían encerrado en una burbuja de color pastel donde la vida no existía más allá de unos muros camuflados entre la vegetación. Exactamente igual que en Dachau. En Disneyland París, por fortuna, no se respiraba el silente pesar de la muerte.
En las cinco veces anteriores que había estado en París nunca había ido a Disneyland. Para mí París es un amor insaciable, una pasión desenfrenada. Sacrificar unas horas en sus brazos por visitar un complejo turismo recreacional (sic) me parece un pecado capital de mal gusto. Pero el trabajo manda y las ilusiones de treinta y cinco adolescentes andaluces distan mucho de las filias de su aburrido profesor de Historia. Obligado pero sin escrúpulos, dispuesto a disfrutar de mi aventura kamikaze (la temeridad es ir con una clase de cuarto de ESO a un viaje de fin de curso), aterricé en Marne-la-Vallée, cerca de donde la I Guerra Mundial tocaba a prolongación y ocaso. La coincidencia, de nuevo, resulta inquietante.
Yo, cobarde por instinto de supervivencia, nunca he sido un apasionado de los parques de atracciones. Ni siquiera de niño. Cuando mis amigos decían de montarse en obsoletos cacharritos, yo me escabullía disimuladamente con una excusa forzada. Las acusaciones de homosexualidad y de gallus gallus domesticus me llovían por doquier, amén de la ocasional colleja. No me importaba. Nunca le vi la gracia a ser zarandeado como un trapo mientras se alternan fuerzas centrífugas y centrípetas para revolverme el estómago. Soy un sibarita a quien le gusta expulsar lo que come por sí mismo. Puestos a elegir, prefiero las barracas y las tómbolas, el “siempre toca” y las escopetillas de plomillos con el punto de mira desviado.
Realmente he tenido mucha suerte en esta mi primera visita: la atracción estrella, la Space Mointain 2, estaba de reformas, y el tren del viejo Oeste, una especie de montaña rusa oxidada, se averió para todo el día. Sí me tocó montarme en la réplica de la mina de Indiana Jones y el Templo Maldito. En la recreación de la minúscula vagoneta, mi metro noventa y seis centímetros sufrió las estrecheces del reposapiés y de la rígida barra de seguridad que me presionaba en exceso los hombros. La seguridad manda, todo sea por no salir despedido en dirección a Reims. Un par de curvas cerradas, tres caídas al vacío, algunos quiebros, una vuelta de 360º y fin. Eché de menos, eso sí, el canto rodado amenazando con aplastarme. El parte de lesiones fue un éxito: leve dolor de cuello y una ligera sensación de fatiga. Nada que no se arregle con un bote de Reflex y un Almax. El resto, más montaje que riesgo. Porque el fuerte de Disneyland París no son las atracciones, en gran medida arcaicas y triviales, sino la recreación del universo Disney.
Cuando el señor Walt Disney murió dejó en herencia la leyenda de un cadáver criogenizado, un imperio de fantasía y una variante del american way of live. El cine es, no lo olviden, un instrumento propagandístico que legitima el poder creando modelos culturales. Mucho se han criticado los valores transmitidos por la factoría de dibujos americana. En parte con razón. Las acusaciones de perpetuar un estereotipo femenino vinculado al príncipe azul (somos biología) han sido el caballo de batalla de parte del feminismo, que ha cargado las tintas contra Blancanieves o la Cenicienta. Muy marcada ha sido también la obsesión de Disney por imponer un ideal de familia tradicional, habiendo hecho concesiones últimamente en este tema. Business is business, las minorías derrochan y no se pueden despreciar nichos de mercado. ¿Cómo negarle a los homosexuales su trocito de ilusión, con lo buenos clientes que son? Sobre todo esto, lo verdaderamente achacable a Disney es la banalización de sentimientos como el amor o la amistad, edulcorados hasta el extremo de parecer ridículamente pueriles. La vida no es tan maniquea como se rueda, los villanos no son tan malos ni los héroes tan perfectos. Tal vez ello genere frustración y una percepción distorsionada de la realidad. Aunque también es cierto que, si los niños no tienen derecho a creer en los cuentos, ¿quién lo tiene? El mundo ya es bastante desilusionante por sí mismo.
Aparcando debates éticos, el talento creativo de Disney es pantagruélico. Su cosmos de ilusión es una producción brutal inherente a su imagen. Disneyland París es el cine de animación hecho carne, lo proyectado en las pantallas hecho transformado en realidad, la posibilidad de entrar en la película convirtiéndote en actor protagonista. Súmenle la inocencia de la niñez, capaz de creer en la magia, de guardar el tiempo como si fuese imperecedero. El resultado son las caras de ilusión de unos niños que corren para abrazar a Mickey y a Pluto. O las niñas disfrazadas de princesas mirando fascinadas a Minnie. ¿Cuánto valen esas sonrisas? Quizás no sea bueno que la felicidad se asocie continuamente al consumo. Disney tiene la capacidad de venderte a un abuelo gruñón y cejijunto haciéndolo adorable (vean Up, su comienzo es una obra de arte). De hecho, Wall-e es un robot roñoso a quien resulta difícil resistirse cuando toma forma de peluche de 19,95 €. La fantasía cuesta dinero y todo tiene un precio en el parque. Para eso está la educación, para poner límites y decir no. Sin ser el sargento de artillería Hartman, que los excesos no son buenos.
Con la edad, la magia se cura. Desterrados del paraíso de la infancia pero sin que todavía les haya alcanzado la vida, los adolescentes podrían parecer proscritos en un lugar donde el protagonista es un ratón animado que viste calzón rojo y guantes de cuatro dedos. Nada más lejos de la realidad. Con productos a medida entre la mojigatería y la sexualidad latente (no hay que olvidar que Hanna Montana ha terminado siendo Miley Cirus) y factorías cinematográficas de éxito como Piratas del Caribe o Star Wars, Disney tiene enganchado al público de entre 12 y 20 años. Educados en la inmediatez y obsesionados con la satisfacción de un eros que son incapaces de dominar, los adolescentes son el cliente perfecto: consumen estereotipos e imitan conductas. Mitómanos al extremo, pretende llenar sus vacíos con cosas que no hacen más que ampliar los huecos. Así, hasta el infinito, Disney les ofrece lo que juzgan que fueron, lo que inventan que son y lo que anhelan llegar a ser. Personalidades superfluas que suponen ser lo que adquieren cuando, en realidad, son poseídas por los objetos comprados. Dichosamente, la adolescencia pasa.
En teoría, un treintañero que establece paralelismos entre parques de atracciones y campos de concentración no pinta demasiado saludando al pato Donald. Ese era mi temor antes de llegar: ¿qué hacía alguien como yo en un lugar como aquel? Encima sin hijos. La respuesta, como casi siempre, la guardaba el genial personaje de Sorrentino encarnado por Toni Servillo. “¿Qué tenéis en contra de la nostalgia, eh? Es la única distracción posible para quien no cree en el futuro”. Mi generación vive de la nostalgia. Nos suponíamos los mejor preparados y nos imaginamos recogiendo los frutos de nuestros sacrificios. Pero pronto llegó la crisis, llevándose nuestros anhelos, las promesas que jamás se habrían de cumplir. Llegados a este punto, acostumbrados a vivir en un principio de incertidumbre donde el presente es interrogación y el futuro quimera, solo nos ha quedado el pasado, la añoranza de una infancia feliz y perdida. Nos enorgullecemos, falsamente y por comparación, de haber sido educados de manera diferente, de tener iconos distintos, de tener unos recuerdos propios. Esta nostalgia, este edén perdido de mi generación, lo ha tomado Disney para envolvernos en su teatro y, como no, hacernos gastar. Rememorar las aventuras de Pinocho, aprender a volar con Dumbo o perdernos en el laberinto de Alicia en el país de las maravillas nos supone reconstruir la eternidad perdida. Si nuestra imaginación carece de recursos para imbuirse entre los decorados de una película, si nuestra racionalidad no compite en testosterona por ser quien mejor soporta las sacudidas de una centrifugadora humana, Disney nos ataca desgarrando nuestras emociones, arañándonos con el recurso infalible de la memoria. Pero ni siquiera Disney puede devolverte el ayer.
Hay cosas que, posiblemente, sea mejor no racionalizar. Disneyland París es una de ellas. Si lo haces, puedes acabar haciendo comparaciones siniestras, analizando sistemas económicos o desvelando sus trucos. La culpa no es Disney, es una multinacional norteamericana, su finalidad es ganar dinero y convertir en hegemónicas sus estructuras ideológicas para tener más poder. El problema es mío. A veces es mejor gozar sin preguntarse por qué.
Francisco Huesa (@currohuesa)
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