En diciembre de 1925 Carmen Martín Gaite y Dick Van Dyke venían al mundo. Mientras tanto, Miguel Hernández dejaba el Bachillerato porque su padre lo llevó a pastorear el rebaño familiar. Poco después se estrenaba en la URSS El Acorazado Potemkin y al mismo tiempo se constituía en España el Directorio Civil en la Dictadura de otro Miguel, Primo de Rivera.
Las inquietudes literarias de Miguel Hernández no acabaron entre las ovejas sino que se fueron acrecentando al mismo ritmo que sus inquietudes políticas. En el albor de la II República llegaría a ser presidente de las Juventudes Socialistas de su Orihuela natal y trataría de iniciar una carrera literaria siempre lastrada por sus escasos recursos económicos. Tanto es así que en sus cartas a Juan Ramón Jiménez o Federico García Lorca encontramos una mezcla de gruppie que admira los que considera grandes literatos con la cercanía del amigo que sufre por no poder vivir de la literatura. Si bien es cierto que el propio Lorca le respondió en escasas ocasiones por pura cortesía y ya en 1935 Hernández le escribía para quejarse de que le ignoraran. El destino quiso que en mayo del año siguiente su poemario El rayo que no cesa tuviera una meteórica carrera de ventas ascendente en la Feria del Libro de Madrid. Dos meses después estallaba la Guerra Civil y con él saltaba por los aires la propia vida del poeta.
Después de participar como zapador en el frente andaluz, se casa el 9 de marzo de 1937 con Josefina Manresa. En esa boda están, entre otros, Vicente Aleixandre quien le regala un reloj de oro. Con ese reloj viajó en septiembre a la URSS previo paso por París y Estocolmo. Apenas dos días estuvo en la capital francesa y allí nos dejó el único registro sonoro de su voz. Terminada la guerra, el 9 de mayo de 1939, es detenido a pocos kilómetros de la frontera española, en Portugal. No lo detienen por motivos políticos. Sino por llevar ropas harapientas y portar un reloj de oro. El mismo que Vicente Aleixandre le había regalado el día de su boda.
La obra de Miguel Hernández refleja esta condición humana que siempre recorrió su vida. El amor, la vida y la muerte como constantes presencias de lo efímero y lo circunstancial. Desde El rayo que no cesa (1936), el amor adquiere un eje de tono dramático cercano a la destrucción (De amorosas y cálidas cornadas / cubriendo está los trebolares tiernos / con el dolor de mil enamorados). El amor se concibe como una serie de desdichas naturales que, al igual que sucede con Blas de Otero, va quedando postergado por otras tragedias, en este caso las nacionales.
Tanto en Viento del Pueblo como en Poemas sueltos apenas encontramos referencias al amor, y cuando aparece se trata de una muestra de la derrota del ser humano ante los horrores de la guerra. Sin embargo, en El hombre acecha (1939) el amor aparece como única salvación ante la derrota de la guerra, no solamente política sino también humana: la guerra siempre es guerra, y por tanto odio frente al amor que nos salva de la violencia.
A partir de su estancia en la cárcel el amor se convierte en un hogar, en el sitio al que acudir cuando la realidad circundante es rechazable (El amor ascendía entre nosotros / como la luna entre las dos palmeras / que nunca se abrazaron). No es un medio, es una meta, la de la liberación como antagonismo de la prisión que el propio amor supone. La privación carcelaria se orienta hacia la relación amorosa y la figura de la esposa. El espacio carcelario aparece como lugar de aislamiento en el que el amante vive su soledad de amor. La figura de la amada es reflejo de una ausencia que el poeta siente clavada en el corazón. No obstante, la fuerza del amor es la que le hace sobreponerse siendo entonces la imagen de la esposa lejana la que mantiene la libertad de los dos.
Casi al mismo nivel que el amor en Miguel Hernández hay un fuerte sentimiento de muerte. Es normal teniendo en cuenta que hablamos de un hombre que vio morir a tres de sus hermanas antes de alcanzar la mayoría de edad y a un hijo al poco de nacer, e incluso a uno de sus mejores amigos, Ramón Sijé. La muerte siempre aparece definida como algo repentino, virulento, y conforme avance la Guerra Civil se irá mostrando como una llamada a superarla para afrontar un futuro esperanzador: “¡Que la muerte nos encuentre / yendo siempre hacia adelante / o dentro de las trincheras / firmes lo mismo que árboles; / a cada herida más fieros, / más duros a cada ataque, / más grandes a cada asalto / y a cada muerte más grandes!”
En Viento del pueblo (1936-1937) la muerte alcance su cumbre. El poeta, más que nunca, se entrega a la labor social y testimonial de la tragedia de su alrededor. Junto a la muerte de los valientes soldados, el poeta canta a la muerte de la libertad y la de todo un país que parece destruye progresiva e irremediablemente.
La vida, en cambio, se muestra en él como un lugar que se habita entre el amor y la muerte. Se viene al mundo en un acto de amor y finaliza cuanto tiene que ver con él a través de la muerte. En El rayo que no cesa dibuja una silueta para la vida en la que su relación con la muerte es el hecho de dar naturaleza precisamente a la finitud. (“No hay extensión más grande que mi herida, / lloro mi desventura y sus conjuntos / y siento más tu muerte que mi vida.”). Con los preludios de la guerra, la vida adquiere más que nunca un valor instrumental, un trueque de vida a cambio de libertad.
Es imposible olvidar en su concepción de la vida que se crío entre campesinos, gentes del campo, que conoció las condiciones duras de los que menos recursos tenían y que, incluso, el origen de su lucha social está precisamente en haber vivido y formado parte de ese mundo. Se sentía parte del pueblo explotado y responsable de su liberación. Es evidente, por tanto, que cuando la guerra arribe a sus poemas surja una poesía de arenga y esperanza. Como consecuencia lógica, la derrota en el frente le lleva en Cancionero y romancero de ausencias a lamentarse del devenir de una vida que ya le pesa.
La forma de expresar los elementos comunes al amor, la muerte y la vida no están exentos de cierto surrealismo. Esto puede parecernos extraño ya que los poemas de Hernández no suelen ocupar las antologías de los poetas surrealistas como las de Ilie o Morris. Esto quizá se deba a que el vértice que emplea para acercarse a este tipo de imágenes parte de su interiorización del gongorismo al que el grupo del 27 puntualmente homenajeó más en forma de acto que de asunción de sus formas de expresión. Quizá Miguel Hernández fuera el más cercano a este espíritu.
Lo encontramos sobre todo en su poesía a partir de 1935 cuando el entorno trágico comienza a acechar. Pero el entronque con el surrealismo en este momento de la poesía hernandiana nos permite, además, recordar que a lo largo de toda su obra se notan ciertas rupturas y ciertos procedimientos y efectos irracionales que diferencian a Hernández de muchos poetas precedentes. Y nos invita a releer toda su obra desde este nuevo ángulo. Enfocando la presencia de la irracionalidad y de rasgos afines a los del surrealismo a lo largo de esta obra, podremos verla como más consistente y a la vez innovadora de lo que parecía.
El surrealismo buscaba crear espacios oníricos de sensaciones, irracionales, muchas veces en base a libres asociaciones o discordancias. Los simbolismos que aparecen en Machado o Lorca pueden no tener una lógica pero ello no lleva a una ruptura entre lo simbolizado y lo significado. Sin embargo, en Hernández existe en múltiples ocasiones una desarticulación del espacio común simbólico que es reconstruido mediante las herramientas del surrealismo. Ya en algunos poemas de su primera obra, Perito en lunas, vemos imágenes cuyos planos se conectan de maneras tan ilógicas y extravagantes que producen disentimiento. Este proceso aumentara en algunas obras de El rayo que no cesa, y culminara en los poemas explícitamente surrealistas de los años 30. Su presencia no desmiente, desde luego, el desarrollo consciente y sistemático de la obra hernandiana, ni da motivo para tratar de redefinir toda esta obra como totalmente surrealista. Pero nos per-mite indicar como, en un sentido por lo menos, la poesía de Miguel Hernández deja atrás ciertas coordenadas de la lírica española anterior, y apunta a una nueva modalidad poética.
En Perito en lunas las palmeras se convierten en surtidores, cuellos provistos de gargantillas de oro, las ovejas en árboles agachados, sobrepasando los límites de la razón. La asociación parece tan rebuscada que el lector tiene que fijarse en la falta de conexiones entre los dos planos, y sentir cierto disentimiento. El efecto es muy parecido al de las «asociaciones libres» que generalmente se consideran surrealistas. También lo es la relación aparentemente dispar de la luna como indicador de lo oscuro, y a través de ello de lo sucio. La contraposición de elementos tan extremadamente opuestos produce una verdadera «ruptura de sistema» para el lector.
Dicho todo esto, es importante resaltar que la poesía de Miguel Hernández, como se ha apuntado anteriormente, es una herramienta que emplea para canalizar su propia situación social y vital. Para él, como para Paul Eluard o Louis Aragon, los acontecimientos políticos que tuvieron lugar en los años 30 y 40 fueron una manifestación de solidaridad política que sobrepasó los límites fronterizos. La mayor prueba de ello es la amistad que unió a Neruda con Hernández. Así, la Guerra Civil tuvo el efecto de estrechar las relaciones literarias que existían entre los poetas hispanoamericanos y los peninsulares. Logró construir un puente espiritual entre los poetas de ambas orillas que no había existido aún en los primeros días emocionantes del modernismo del siglo XIX.
Se tiende muchas veces a exagerar la influencia del chileno sobre el español. Se le califica a Neruda de maestro, padre literario, restando el valor así del conocimiento mutuo que tenían el uno del otro. Este énfasis en la crítica tiende a dar a Hernández el rol de mero imitador del estilo y poética nerudianos, lo que es una exageración. Hernández quedó impresionado por la poesía del poeta chileno, pero no la imito a ciegas.
El punto que les conectó fue el cargo de cónsul que Neruda ejercía en Madrid. Pronto trabaron amistad y trató de buscarle un trabajo que le permitiera mantenerse en la capital. El momento en el cual ambos comenzaron a distanciarse físicamente aunque nunca emocionalmente vino cuando, ya preso, Neruda trató de mediar para su liberación sin éxito.
Es importante señalar un aspecto relevante: la poesía hernandiana se vuelve más influida por Neruda a partir de 1936. Es decir, conforme los sentimientos de lo trágico en relación a la muerte y las vivencias de lo que sucede en España se hagan patentes en sus versos, recurrirá al Neruda para inspirarse. Aun así, el “clamor oceánico” con el que Hernández describía al chileno emerge con una fuerza contenida en los poemas escritos durante la Guerra Civil.
Es evidente que en la poesía de Hernández, se trasluce la misma obsesión de sangre que envuelve a Neruda, pero conviene tener en cuenta que el motivo no viene solamente de Neruda, sino también de Vicente Aleixandre. En La destrucción o el amor (1935) de Aleixandre, obra que evidentemente le impresiono a Hernández, encontramos los mismos motivos de “mar” y “sangre” tan cercanos a los otros dos poetas. Encontramos, por lo demás, la misma independencia literaria cuando Hernández recurre a la idea de “impureza”, rasgo original de la poesía nerudiana.
Pero al punto donde confluye todo es Viento del pueblo. La madurez de toda la obra se plasma cuando Hernández suma sus temáticas recurrentes al virtuosismo de la imagen surrealista y el espíritu nerudiano. Trasciende al chileno y a sus propios compañeros españoles cuando en Sentado sobre los muertos se lanza a ser portavoz de un pueblo agónico: “Que mi voz suba a los montes / y baje a la tierra y truene / eso pide mi garganta / desde ahora y desde siempre. / Acércate a mi clamor, / pueblo de mi misma leche, / árbol que con tus raíces / encarcelado me tienes, que aquí estoy para amarte / y estoy para defenderte / con la sangre y con la boca / como dos fusiles fieles”.
Noelia Arlandis
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