Mucho se ha venido debatiendo en esta atribulada colonia de no se sabe quién[2] sobre la necesidad o no de mantener todo el boato de la monarquía, con sus gastos blindados, prebendas, pagas para parientes y adláteres, etc., sobre todo a partir de la aventura del elefante en tierras de Botsuana y como reacción a la crisis galopante a todos los niveles en la que se encuentra inmersa España.

Y es que mantener una monarquía como Dios manda resulta bastante caro. Las soluciones para resolver este problema oscilan entre aquellos que defienden el mantenimiento de la institución tal como está, incluyendo ciertos pequeños cambios como la “publicación” de sus cuentas (es decir, de lo que se quiere que se sepa, no de la fortuna personal del rey) y los que propugnan la utópica instauración de un sistema republicano, que, habida cuenta del éxito de las dos experiencias previas, más vale que se quede en un cajón. Al menos de momento.

No llegamos a plantearnos una tercera opción que, en determinados momentos y lugares ha funcionado casi a la perfección: mantener un Estado monárquico, con toda su parafernalia simbólica y tonterías churriguerescas varias, pero sin dinastía reinante, con lo que se darían por contentos tanto unos como otros. Al contrario de lo que pudiese parecer, un reino vacante a perpetuidad no es algo propio del mundo de la literatura fantástica[3]; en Europa, en pleno siglo XX, se dio un caso paradigmático.

La Gran Guerra (conocida en círculos no lerdos como I Guerra Mundial) se llevó por delante cuatro imperios y la fe en una Europa dominadora de tierras y cielo. De entre esos cuatro imperios, el austro-húngaro, otrora país de novelitas y pastiches románticos, patria adoptiva de Sissí[4] vivió una disolución traumática.

Carlos I, su último emperador, vio como los tratados de Trianon y Saint-Germain saldaban sus amplios dominios y convertían a Austria en una república enana y a Hungría en un reino independiente que jamás se uniría a Austria. Exiliado desde 1918 en Suiza (un paraíso para monarcas suspendidos de empleo y sueldo), al llegar 1921 su situación pareció mejorar.

Hungría seguía siendo un reino, y Carlos no consideraba que su abdicación fuese legal[5]. Además, algunos miembros del gobierno veían con buenos ojos su vuelta al trono.

Sin embargo, el regente, almirante Miklós Horthy[6], pensaba otra cosa muy diferente.

Cuando Carlos llegó a Hungría en la primavera de 1921 con la esperanza de ser proclamado Carlos IV de Hungría, se encontró con una recepción formal y fría por parte del regente, que no quería tenerlo en el país por mucho tiempo.

El problema era que Carlos era austro-alemán y eso no gustaba a los húngaros, de raza magiar y que siempre se habían sentido marginados y ninguneados por los alemanes cuando formaban parte del Imperio. Ahora que se habían librado por fin de ellos y que poseían un país propio, en el que ningunear a las demás etnias[7], no era plan de permitir que un alemán ocupase el trono.

Tras esperar tres semanas su proclamación por el Parlamento, Carlos recibió la notificación de que debía abandonar el país, alegando que los gobiernos de los nuevos países independizados del viejo Imperio[8] lo presionaban, temiendo que intentase restaurar el viejo statu quo.

No cejó el bueno de Carlos. Meses después se puso al frente de una expedición armada para derrocar al gobierno húngaro y hacerse con el trono (por un trono un rey hace lo que sea, hasta apoyar la democracia). Horthy y el gobierno húngaro resistieron y Carlos, ante el miedo a una guerra civil y la intervención de la Pequeña Entente[9], se retiró.

Exiliado de nuevo a la isla de Madeira, murió de neumonía al año siguiente, 1922, dejando esposa y nueve hijos, a los 34 años.

Horthy se curó en salud: declaró a Hungría un reino vacante y prohibió que ningún miembro de la Dinastía Habsburgo pudiese optar al trono.

Este sistema de reino vacante estuvo vigente hasta después de la II Guerra Mundial, cuando en 1945 se creó la II República Húngara, pronto sustituida desde Moscú por una democracia popular[10], satélite de la URSS.

El sistema está bastante claro. Además, en estos tiempos de rentabilidad elevada a la enésima potencia, ¿por qué mantener algo que sale caro? Se recorta por todas partes y se establecen privaciones en educación, salarios, sanidad, derechos sociales etc.

Por otro lado ha quedado demostrado que la justicia no es igual para todos, ya que se recibe un tratamiento diferente por el simple hecho de ser miembro de la familia del Jefe del Estado, privilegios estos que, sobre el papel, dejaron de estar vigentes allá por 1812.

No se trata de eliminar la monarquía tal cual, sino de desvincularla de una familia de modo hereditario, familia que, por otra parte, ha sido restaurada varias veces por los políticos a lo largo y ancho de nuestra ajetreada historia, con destacados ejemplares de mala gestión y bajeza moral galopante. Se trata, si se quiere, de mantener el símbolo depositado por la historia, pero nada más. No puede ser un país, ni una de sus instituciones, patrimonio exclusivo y excluyente de una familia sola, como ya rezaba la tan traída y llevada “Pepa”[11] .

Dicho sea de paso, este sistema ya se usó en España durante la etapa franquista, que no fue sino una larguísima regencia de casi 40 años en las que se mantuvieron los símbolos monárquicos del Estado (usando los de la familia Austria, no la de los Borbones, casa reinante en el exilio) saltándose a la torera legitimidades y zarandajas y jugando con el ansia de trono de padre, hijo, primo y espíritu santo[12], que acabaron retratándose de paso, traicionándose unos a otros, cual monarcas de opereta.

Ricardo Rodríguez Barrera


[1] Carlos de Habsburgo recibe honores militares a su llegada a Budapest

[2] Posiblemente de Alemania, como lo fueron Tanganika, Samoa y Papúa Nueva Guinea en su tiempo

[3] Como el reino de Gondor, en El Señor de los Anillos

[4] Isabel de Wittelsbalch, emperatriz consorte y esposa de Francisco José I, desequilibrada síquicamente e insoportable emocionalmente

[5] Pues no haber abdicado

[6] Almirante de un país sin salida al mar

[7] Hungría es un país de una gran diversidad étnica: magiares, alemanes, gitanos, judíos, eslovacos, croatas, rutenos etc. Los húngaros de raza magiar, mayoritarios, son de los pueblos más xenófobos de Europa

[8] Checoslovaquia, Rumanía, Austria y Yugoslavia

[9] Alianza de Checoslovaquia, Rumanía y Yugoslavia

[10] Nombre oficial de las dictaduras comunistas

[11] La Constitución de 1812

[12] Juan de Borbón, Juan Carlos y Alfonso, sobrino de don Juan