Es curiosa la habilidad del ser humano para recordar lo anecdótico y lo significativo por encima de lo cotidiano. Somos capaces de reconstruir un sitio en el cual pasamos apenas unas horas de nuestra vida mientras olvidamos los hechos constantes que se suceden en la rutina diaria. Yo no llegué a estar en Niza ni un día, lo justo para recorrer el paseo de los ingleses y visitar la catedral ortodoxa de San Nicolás. Ahora recuerdo cada paso de aquellos momentos.

Igual que nosotros somos una amalgama de experiencias vividas, las ciudades son una suma de historias individuales. El mayor templo ortodoxo de Europa Occidental, la mencionada Catedral de San Nicolás, lo mandó construir en 1865 la emperatriz María Fedorovna en memoria de su hijo Nicolai, muerto en Niza. De todos es sabido que todas las obras del mundo se prolongan más de lo esperado, de tal manera que fue el Zar Nicolás II quien acudió a Niza en persona para inaugurar la Catedral, acabada en 1912. Como los símbolos crean identidad, a la ya amplia comunidad rusa en la Costa Azul se unieron, tras la Revolución de Octubre, emigrados en busca de un trozo fingido de su patria. La nostalgia es lo único que queda a quienes ya no creen en el futuro.

Y de Rusia a Inglaterra. El hoy tristemente famoso Promenade des Anglais nació como un camino de piedras construidos por los británicos allí residentes para ir desde la orilla derecha del río Paillon al famoso barrio de la Croix de Marbre. Bordeando la Bahía de los Ángeles, el Paseo de los Ingleses no tiene el glamour de Cannes ni la opulencia de Montecarlo. Tampoco tiene el tono familiar de las playas del Sud Ouest ni la monumentalidad natural de las playas de Normandía. Niza está a medio camino entre la espectacularidad vertical de Génova y el banal jolgorio de Benidorm. No puedo dejar de acordarme del tráfico intenso, con dos carriles en cada dirección y coches circulando con la música a todo volumen. La luz de la noche era neón eléctrico y varias razas se mezclaban sin juntarse, cenando cada cual en las medidas de sus posibilidades. Jóvenes de fiesta despreciaban el carca way of life de personas mayores que descansaban en las recepciones de hoteles de lujo mientras criticaban la estruendosa manera de divertirse de los primeros. Cada cosa tiene su tiempo. El atardecer color lirio y el mar de la mañana, calmado en su celeste inmenso, arañaban el alma con facilidad a un cuerpo que acumulaba kilómetros y cansancio. Viajar descansado no es viajar del todo.

Con el atentado de Niza me he dado cuenta de cuan frágiles éramos aquellos ocho españoles que transitábamos por la Costa Azul en una Mercedes Vito camino de Italia.  Estábamos sujetos, como lo estamos ahora (hoy quizás todavía más), ya no solo al caos del Universo, sino a la irracionalidad de las creencias de una religión, a la derrota de Europa como cultura común, a los vaivenes de la política internacional, a la encarnación del odio, al fracaso del Estado del Bienestar y al fanatismo de unos hijos de la gran puta que hemos bautizado como terroristas. Porque quien es capaz de matar a más de ochenta personas conduciendo un camión un día de fiesta no es un lobo solitario ni un yihadista, es un hijo de la gran puta.

Las redes sociales, las televisiones, las tertulias de las emisoras de radios y las páginas de los periódicos se han llenado de sesudos y formados especialistas (por las que hilan) analizando las causas, las consecuencias y las posibles soluciones. Ninguno resolverá nada, algunos harán puntualizaciones brillantes y a otros se les escapará el punto de zafiedad y miseria guardado en sus entrañas. Saltarán historias puntuales de héroes que salvaron a otros, como ese padre que prefirió morir para proteger a su familia. Oiremos testimonios de testigos presenciales salvados por el azar, cercanos a la tragedia y milagrosamente redimidos de ella. Yo, desde la reducida perspectiva de mi ego, me acuerdo de aquellos que simplemente disfrutaban unos días de vacaciones.

Niza 3 - Francia - Jump!

La polarización de las posiciones políticas, el elitismo de la clase política y la demagogia de la cultura del pobrecito ha arrinconado social y políticamente (aunque mantiene su poder, como se ha visto en las últimas elecciones) a la antigua clase media. Son gente que trabaja (un privilegio tal como está la cosa), con cierto nivel de estudios e inquietudes medianamente normales. Con un sueldo por debajo de su formación, han reunido unos ahorros para irse con su familia a París o a una playa del Sur de Francia. Llenos de ilusiones, no acuden a restaurantes de lujo ni alquilan yates llenos de modelos en bikini. Buscan la tranquilidad del descanso, salir de una vida no tan espléndida como les prometieron. Ellos son los atropellados: inocentes cuya felicidad consistía en ver un espectáculo de fuegos artificiales el 14 de julio.

Escribo estas palabras mientras un golpe de Estado deja a Turquía en vilo, con los cadáveres de Niza aún calientes y muchas víctimas al filo de la muerte. Como historiador me mueve la búsqueda de la verdad, el rigor de los análisis, los paralelismos con el pasado. Como persona siento miedo, temor a perder lo poco que tengo, mi vida, mi familia, mis proyectos. Pero también me invade la impotencia de carecer de la libertad de poder construir mis sueños en paz, sin mirar atrás por si un criminal se inmola, me acribilla con un AK-47 o me atropella con un camión. Porque yo estuve en el Paseo de los Ingleses igual que muchos lo estuvieron ayer. Porque en esta nueva guerra el terror nos espera de las formas más insospechadas.

Francisco Huesa (@currohuesa)