Se preguntarán, quizá, por qué esta crónica del concierto que celebró Paco Ibáñez en Sevilla el 20 de Noviembre, en el Teatro Maestranza, les llega con cierta tardanza. La culpa la tienen el surrealismo, la miseria y la Teoría de la Relatividad.
Nótese que escribo esto con fiebre.
Cuesta saber por dónde empezar, si por el principio o por el final. Si por contarles qué tal fue o cómo acabó. Yo conocí la existencia de Paco Ibáñez cuando tenía apenas una década de vida y él había sobrepasado ampliamente el medio siglo. Supe de su forma de cantar y de adaptar nuestra literatura clásica y menos clásica a través de un casete que mi padre tenía en el coche del concierto que dio en el Olympia de París.
Una alegría.
Ibáñez ha pasado por ser un símbolo de resistencia a la Dictadura de Franco, y por lo menos por su parte de eso no se puede dudar. Su padre fue un anarquista represaliado, vivieron un tiempo en París, en fin, el currículum esperable. Pero siempre tuvo cierta facilidad para ir y venir de España a París, grabar discos e incluso eran ampliamente escuchados y utilizados en la enseñanza. Un señor que coge la guitarra y le pone música a Manrique, Góngora, Quevedo, pues lógicamente no parece que vaya a movilizar masas contra el régimen.
Hasta que el 12 de mayo de 1969 llegan unos estudiantes franceses y cuelgan carteles de un concierto suyo poniendo que era “la voz libre de España”. Al año siguiente lo censuran y le prohíben cantar en España.
Genial para una generación como del juez, o más bien exjuez, Baltasar Garzón, nacidos después de mediados de los 50 y que lucharon arduamente contra la Dictadura una vez muerto Franco. Paco Ibáñez se convirtió en la-camiseta-del-Ché de toda una generación de ilustres españoles tan demócratas como para dejar que Carrillo se cargase el PCE y González el PSOE.
Pero ése es otro cantar. Nunca mejor dicho.
Como les decía la culpa la tiene en parte la Teoría de la Relatividad que permitió que en su ochenta cumpleaños nos encontráramos en el Teatro de la Maestranza de Sevilla varias generaciones: pre-democráticas, democráticas y post-democráticas. Como bien dijo mi hermano a la entrada del concierto: “parece esto un congreso del PCE de 1978”.
La generación pre-democrática acudía rescatando del armario sus mejores galas del progresismo de entonces, muchas chaquetas de pana sobre camisas de Pierre Cardin y una mirada de nostalgia de “cuando, ay Carmela, ¿recuerdas? luchamos contra el franquismo”. La generación democrática íbamos un tanto desubicados. Yo iba tan descolocado que por mi aspecto, con un par de puros en la chaqueta (y no era de pana), podría lo mismo haber entrado en la plaza de toros que está cerca. Y allí estaban: la generación post-democrática, un grupo nutrido de gente que apenas había pasado las dos décadas de vida y que conocían la-camiseta-del-Ché que canta pero ni idea en algunos casos de quiénes son Goytisolo o Neruda.
El concierto empezó y la Teoría de la Relatividad empezó a resolverse por sí misma en sus enormes ecuaciones. El tiempo se plegó de forma cuántica y estábamos al mismo tiempo en 1968 y en 2014. Lo que muestra la miseria de estos tiempos.
Paco Ibáñez parece un tipo simpático, y fue él lo mejor del concierto. “Menos mal”, habrán pensado. Sin embargo, no se nos olvide que es un señor de ochenta años más indignado que un jubilado viendo una obra de Frank Gehry. Se metió con Esperanza Aguirre, a la que llamó “la Bizca”, con el Fiscal General del Estado, al que apodó Torres-Amargado, y tuvo también tiempo de soltar guantazos a Pablo Iglesias al que llamó “salvapatrias”.
Lo que viene siendo un viejo cascarrabias, simpático, pero gruñón.
Del repertorio qué es voy a contar. Inconmensurable. Pocos artistas hoy pueden coger una guitarra, ponerse una camisa negra y subirse a un escenario y hacer de todo ello un gran espectáculo. Acompañado, además, como estuvo por amigos suyos, músicos, que fueron desde experimentaciones con música hecha en vasijas con agua hasta uno de los mejores violonchelistas del mundo.
El problema es que la distancia que había entre el público y Paco Ibáñez era sideral. Él estaba allí, y se le notaba que le encantaba que nosotros estuviéramos allí, pero “nosotros”, las tres generaciones allí congregadas, no estábamos para verlo a él sino a la-camiseta-del-Ché, el símbolo, el mito.
Es la miseria de estos tiempos en los que de pronto un grupo de Podemitas (dícese de aquellos que han hecho del Pensamiento Podemos un dogma de fe) se pone a gritar “¡Yanquis, go home! ¡fuera americanos de España!”. Ibáñez jaleó estas consignas, pero porque puede, porque en un tiempo cuántico anterior quizá pudo tener algún sentido meterse con EEUU. Quizá cuando la URSS era aquel reducto de pureza democrática, de libertades y riquezas particulares.
Es decir, nunca.
Pero, en cierto modo, para un señor que se ha criado en una época en la que EEUU apoyó una dictadura en su país, tenía cierto sentido. Para las generaciones posteriores estas consignas anti-OTAN, anti-EEUU, demuestran la simpleza y miseria intelectual del mundo en el que nos levantamos cada día. Que la alternativa hoy es China o Rusia, oigan.
La coherencia la mantenía el Teatro Maestranza en sí, valiente al ofrecer en su repertorio de conciertos una actuación de Paco Ibáñez y marcándose un gran tanto al atraer a su edificio a un público que no suele acudir allí normalmente. Además el teatro es una maravilla y el trabajo de sus profesionales es espectacular.
El surrealismo comenzó a aflorar ante la petición de bises, y la negativa de Ibáñez a darlos alegando que eso era muy americano. El final del espectáculo, no obstante, se alargó cuando los amigos del cantautor decidieron darle una sorpresa saliendo todos al escenario a interpretarle piezas según el repertorio personal. A partir de ahí la noche viró al Surrealismo con mayúsculas tanto para las tres generaciones congregadas como para Ibáñez y sus amigos.
El público que salió de allí gritando consignas antiamericanas y henchido de orgullo anticapitalista abarrotaba luego un McDonald’s cercano. O tempora, o mores. Paco Ibáñez y el resto de los que le acompañaban acabaron en La Carbonería celebrando el cumpleaños del octogenario cantautor. Unas horas después la Policía Local se presentaba allí para precintar el local tras una acalorada discusión con el juez Garzón, que también estaba en la fiesta.
Si creen que el final de todo esto es surrealismo puro añadan una nota más: el local pertenece al Duque de Segorbe. Ya lo ven podemitas antiyanquis comiendo en un McDonald’s y luchadores progresistas celebrando cumpleaños en la propiedad de un noble.
La España de siempre.
Aarón Reyes (@tyndaro)
Leave A Comment