Tenía doce años. Nunca se lo podré agradecer suficientemente a mis padres (como otras tantas cosas). Entonces no existía el low cost ni las reservas de hoteles por Internet. Viajar al extranjero era complicado y caro. Aun así, no dudaron en facturar mi maleta. Todo era nuevo, desde el avión a la incomprensión de un idioma desconocido. En gran medida era un juego, una aventura cuya trascendencia solo llegué a comprender con los años. Inocentemente me entretenía ganando el premio de la montaña subiendo las escaleras del metro o persiguiendo los rastros de aquellos mosqueteros de raqueta y pelota que triunfaron en Roland Garros. Sin embargo, en medio de la inocencia de aquel pre-adolescente tímido, germinó la semilla de una pasión irrefrenable llamada París.
Hay amores incondicionales, eternos. Son amores irrenunciables, imposibles de abandonar, amores que ni Cronos logra erosionar. Amores más allá de la vida. Muchas noches mi subconsciente soñaba con el vacío contenido en el acero de la torre Eiffel, con la transparencia cronometrada de los relojes de Orsay. Era una obsesión irrefrenable, París se había convertido en el anhelo de mis noches. Pesimista empedernido, tenía miedo a perderla, a no volver. Examinaba las ofertas de empleo para encontrar una beca sirviendo cafés en un despacho en la Défense. Luego acabé estudiando Historia. Y es que a la vida le sienta bien un poco de romanticismo.
Ya con carnet de universitario, continué buscando París por todos los rincones. Tras pasear por los mundos de Cándido, me enemisté con Voltaire por no fijar el paraíso en la rive gauche. También me desilusionó Luis XIV, con tan poca sensibilidad que se mudó a las afueras para hacerse un palacio. De ahí, probablemente, mi admiración por Richelieu, una eminencia roja suficientemente elegante como para yacer en la capilla de la Sorbonne, mandada construir por él mismo. Después llegó mayo del 68 descubriendo la playa bajo los adoquines. Y Sartre, y Foucault, y Camus, y Comte-Sponville, y Rodin, Toulouse-Lautrec… Y el negro riguroso de Juliette Gréco, y la descorazonadora guitarra de Brassens.
Hallaba a París en la música pero también en los libros. Recurría a la guía de El País Aguilar cada vez que quería consultar un dato, un lugar, una esquina. Pasé más de dos meses y medio ahorrando para poder comprar un enorme libro con fotografías tamaño A4 y textos explicativos. Es uno de esos libros que sirven igual para matar la tarde deleitándose con las imágenes que para aprender leyendo sus textos. Muchas veces vuelvo a él. No podía faltar la borrachera con Hemingway en sus fiestas de juventud, ni la perversión de las rimas de Las flores del mal clavándose como alfileres en el corazón de la nostalgia.
Y es que París tiene un delicioso tono melancólico fácilmente detectable aunque difícil de explicar. Después de muchos paseos a su lado, lo entendí en mi última visita, cuando abril todavía era frío y florecían los primeros colores de la primavera parisina. París cambia vertiginosamente, es intemporal pero no eterna. El tiempo fluye en ella y no tiene piedad a la hora de recordártelo. Los alumnos a los que acompañaba encontraron una ciudad diferente a la de mi adolescencia. Porque aquel París ya no existía como tal, sino diferente. “Recuerda que eres mortal”, susurra el fluir de las aguas del Sena.
Para compensar el daño, con su cielo, París te recoloca el alma, te limpia el corazón, te devuelve a la base primera de las necesidades: el Amor, la Paz, la Libertad, la Belleza. Lo sé porque lo he vivido. Nunca he vuelto de París igual que he ido. Por eso, cuando este aciago viernes 13 unos hijos de la gran puta han cometido una masacre terrorista, se escaparon las lágrimas. Porque París no es dolor, no es terror, no es miedo.
París son las hojas muertas que entona Yves Montand en el Olympia, es el crêpe que calienta las manos en una tarde helada, es la caña del sempiterno pescador de la Place Dauphine. París es el viñedo seco de las laderas de Montmartre, es la estudiante perdida entre los estantes de la librería del Boulevard Saint Michel, es el abrazo de la Venus de Milo, es la zancada al frente de la Victoria de Samotracia. París es la bohemia de Aznavour en un ático diminuto y acogedor, es el glamour de una pasarela hecha avenida, es la espiritualidad filtrada en los vitrales de la Sainte Chapelle. París es el acorde hueco de una ópera decimonónica, es el exceso de color del George Pompidou, es la simetría renacentista de la Place des Vosges sentada en un banco. París es, ni más ni menos, que el amor eterno descubierto en el camino de sus besos, el amor que recordamos a cada segundo.
Todos los días muere gente de manera terriblemente cruel, injusta, sangrienta. Es horrendo. Unos muertos no valen más que otros. Mas los seres humanos somos seres simbólicos, necesitamos lugares comunes para encontrar nuestra personalidad individual y colectiva. París es un punto de encuentro común para toda la humanidad, es algo que compartimos un sevillano ecléctico y un australiano domador de cocodrilos, un musulmán de La Meca y un hindú de Nueva Delhi. No han muerto más de un centenar de personas. Ha muerto un pedazo del ser humano como ente ontológico. Por suerte París siempre será París. Y no acaba nunca.
Francisco Huesa (@currohuesa)
Magnífico análisis