La primera vez que llegué a París hacía dos días que había quebrado Lehman Brothers. Yo también estaba algo quebrado en mi ánimo porque, sinceramente, no me apetecía nada ir a París. No la conocía, jamás había estado y tan solo tenía referencias del imaginario común que todos compartimos. Ya saben, unas risas en una película de Jean Paul Belmondo cuando eres pequeño, una foto de la Torre Eiffel que alguien cuelga y una postal de una amiga que fue una vez allí y me la mandó. Ella llegó antes que la postal. Por lo demás, París no era aquel día de septiembre más que eso, un mito, una postal, y ni siquiera algo deseable.
Fui a París, la primera vez, por trabajo. O algo parecido. En aquel entonces España era un país que se había mudado no hacía mucho al barrio de los ricos y vivía como el rico Trimalción. Ustedes, lo más seguro, es que no tengan ni puñetera idea de quién es Trimalción, pero es muy divertido. Es un personaje del Satiricón, un texto del siglo I que pone a parir a los nuevos ricos romanos de esa época. Generalmente pensamos en los romanos como unos tipos con toga, todo el día en la Acrópolis (nota: las acrópolis eran propias de las poleis griegas, los romanos tenían foros, disculpen la pedantería), hablando sobre dioses, sobre filosofía y tal. No, hombre, no. Los romanos de bien se pasaban el día vomitando en palanganas, fornicando con esclavos, conspirando, haciendo negocios en B para beneficiarse en A de una economía en C. Roma, no España, no he cambiado de país aunque se parezcan tanto.
Como decía, en aquellos días España vivía sus últimos días de nuevo rico y había pagado una horterada tan grande como era mi estancia en París. Tenía una beca de Formación de Profesorado Universitario que, teniendo en cuenta que ya no soy ni profesor ni universitario, ha servido para mucho, como pueden ver. Una vez hice el cálculo: 270.000€, por redondear, era lo que el Estado de todas las Españas se había gastado en mi formación como licenciado y “profesor universitario”. Hice las cuentas el día que empecé a trabajar bajando persianas en una academia. Debo haber sido el bajador de persianas más caro para un país desde que existe posibilidad de contarlo.
Ya en esos días parisinos me iba haciendo a la idea de que se estaba acabando el chollo. Por eso, nada más aterrizar en el Colegio de España en París solté las maletas y salí pitando. Cogí el RER B y me planté en la parada de Cluny-La Sorbonne. Bueno, no fue exactamente así. Lo primero que hice fue constatar en el Colegio de España que ni era colegio ni tenía mucho de español. Principalmente porque me tuvieron un rato cambiándome el chip de mi etno-genético caos hispano al orden galo.
Eternamente agradecido.
Luego porque en cuanto pisé la estación de Cité Universitaire, sufrí otro revolcón que enfrentó dos décadas de formación cultural en una ciudad como Sevilla a otra como París. Como buen español pedí los formularios, impresos y papeles varios para poder sacarme la Carte Orange, una especie de bono mensual infinito para los transportes que existía entonces. Yo llevaba fotocopia de mi certificación como profesor universitario en formación, certificación de estancia en el Colegio de España en París, fotocopia del DNI, fotocopia de la tarjeta universitaria, fotocopia de la tarjeta sanitaria europea, fotos carnet… Oigan, que soy español. En España con menos de eso no te dan ni número para esperar. Imaginen la cara de la mujer de la ventanilla cuando empiezo a sacar papeles de una carpeta azul (qué sería de un español sin su carpeta de cartón azul con todos sus documentos) mientras ella me rellena a bolígrafo una simple tarjeta, la mete en una funda, imprime un billete y me dice amablemente el importe. Imaginen también mi cara.
Luego estaba el montarse en el RER, esa mezcla entre tren de cercanías y metro que surca París en sus extremos. La gente solía quejarse mucho del RER, especialmente de la línea B, que era la que yo cogía habitualmente. Siempre que he estado en París he tenido que coger el RER, unas veces la C para ir a Versalles, otra vez la A para ir al Noreste, y la B porque pasa por Saint-Germain, Port Royal, Denfert-Rochereau, y enlaza con líneas de metro que llevan a zonas turísticas.
La primera vez que vi unos habitantes de banlieu fue en el RER B. Tres negros (no me llamen racista, es que eran negros de verdad, porque en Francia los negros son suyos, autóctonos, los tienen también inmigrantes, pero estos eran con carnet, seguridad social y bandera francesa) con cadenas de oro, gorra hacia atrás, malencarados y con pinta de que si te pasabas de listo te iban a abrir en canal.
Prejuicioso, se dice.
Pero tengan en cuenta que me he criado en un barrio donde a un tipo le volaron la cabeza en un atraco a una pastelería (ya hay sitios cutres para atracar), a otro héroe local lo mataron de una patada en el pecho porque tenía que mostrarse más macho que el otro simio que estaba en ese momento con la chica que estaba antes con él (no intenten comprenderlo, murió y punto), donde otro héroe local asestó tres docenas de puñaladas a una señora de 72 años tras violarla por delante y por detrás (así lo refería el ABC), y donde el suelo de una farmacia se hundió en hora punta porque los vecinos del edificio tuvieron a bien jugar a ser ingenieros y pensaron que eso de tener cimientos era desaprovechar un buen espacio para poder enjaular sus coches.
Dicho lo cual, una señora se montó en el mismo vagón, se sentó enfrente de ellos, y les preguntó por unas indicaciones para ir a algún lugar. Los tres, con eso que solo he visto en otros lugares y que no sabría cómo llamar porque en Sevilla no existe una palabra para definir lo que no se practica (creo que se llama humildad), y gran amabilidad, le dijeron cómo llegar.
Otro día el RER se paró un buen rato. Tuvimos que esperar a que viniera otro. Un amigo que hice allí, que es de Madrid, me comentó airado “otra vez, es la segunda vez este mes”. La segunda vez, pensé. Que tu medio de transporte público se paré y tengas que esperar otro es algo a lo que yo en España estaba acostumbrado también dos veces. Por semana.
Lo primero que vi de París, en cuanto me bajé del RER, fue un Starbucks. En aquel entonces a mí me encantaba el café pero no tenía ni idea de café. Igual que me encantaba la cerveza y tardé años en darme cuenta que bebía una mierda de cerveza. Cruzcampo.
Fue entonces cuando decidí que mi nombre, en francés, era como intentar expulsar una magdalena (disculpen, una cupcake) que se te ha atragantado. La manía que tienen en todos los Starbucks por saber tu nombre con esa falsedad tan evidente de querer ser cercanos cuando su cercanía acaba en el preciso instante en el que recoges tu vaso de cartón, ojo, cartón para degustar café, y te sientas despersonalizadamente a posturear. Como ven por esta última frase, adoro los neologismos.
La cuestión es que desde ese preciso instante, cada vez que voy a Francia y me preguntan mi nombre en algún establecimiento siempre digo “Jean Pierre”. No me pregunten por qué Jean Pierre, y no Jean a secas, o Pierre, o Antoine, Alban, Paul, Michel, etc. Es Jean Pierre porque aquel día fue lo primero que se me ocurrió. Hasta he salido en televisión llamándome Jean Pierre. Fue una vez que hacía cola en el Louvre y una reportera de TV5 se me acercó para preguntarme si era de París. Le dije que sí, por vacilar obviamente. No sé si era sorda, yo era imbécil, ambas cosas y o mi francés no es tan malo, o lo mismo tenía ganas de acabar con aquello, el caso es que me hizo una breve encuesta acerca de las molestias que nos causan a nosotros los parisinos aquel enjambre, piara más bien, de turistas. “Jean Pierre”, volví a decirle, “bon jour Jean Pierre, qu’est-ce que tu penses…?” y así.
Dos segundos me sacaron. Creo que el realizador sí se dio cuenta que no era del barrio 14.
No era la primera vez que me hacían sentir parisino. Me sentí parisino el día que entré en Le Bateaux Ivre, cerca de Panteon, al final de la Mouffetard, aunque luego hice de español engañando al camarero en la oferta de pintas de cerveza que tenían ese día. Me rellenaron el vaso más veces de las que me correspondía. Me sentí parisino el día que le pedí perdón a un señor por darle un codazo leve sin querer en el metro, yendo a la parada de Palais Royal, cerca de donde trabajaba. También me sentí parisino comprando pan en una panadería de verdad donde vendían pan no industrial. Y sentándome con un libro allí donde en los bajos del Pont Neuf rompe el Sena en dos partes.
Sentirse de un lugar en un sentimiento extraño que no había experimentado jamás en mi vida y que solo he experimentado cada vez que he viajado a París. No sabría decir muy bien por qué. Una de las veces que volví por turismo, es decir, todas menos cuando estuve allí viviendo, me alojé en un apartamento en la Rue Censier. Bien comunicado, a diez minutos andando de Saint-Germain. Un primer piso con una terraza que prácticamente daba a la calle. Era verano, algo caluroso hasta para París, y había que dormir con la ventana abierta. Además tenía una terraza aprovechable que daba pie a disfrutarla, comer en ella, ya me entienden.
Creo que podría haber almorzado desnudo y nadie habría mirado. A lo mejor a ustedes les parece que eso es que los franceses, o los parisinos en este caso, son unos siesos porque van por la calle y no miran a las terrazas y ventanas intentando cotillear algo de la vida de los demás. Quizá sea altanería, porque consideran que sus vidas no son tan miserables como para indagar en las miserias ajenas a ver si, de ese modo, ellos mismos no son tan miserables. Pero, oigan, a mí me encanta comer en camiseta y casi en calzoncillos, despeinado y tal, en mi terraza, sin estar siendo objeto de las miradas de los que pasan. Y hasta de pasearme por mi casa en ropa interior si me apetece.
Y por la noche, el silencio, de una ciudad inmensa en pleno centro, entre semana o en fin de semana. Ni un claxon. Ni acelerones, motos sin silenciador, gente gritándose de acera a acera o hablando en las terrazas como si fuera una boda gitana.
Tampoco farmacias que se hunden.
Quizá por eso me sienta más de París que de otros sitios, por ejemplo Sevilla. Aunque, todo hay que decirlo, me pasé los primeros quince días echando pestes de París. Para quien había vivido el año antes en Roma como era mi caso, París aparecía como una ciudad ordenada, limpia (le llaman los propios parisinos la ciudad de los meados le dicen, ville de pisse, eso es que no han vivido en el centro de Sevilla), donde los autobuses llegaban a su hora y donde el metro no se estampaba con otro como pasó mientras vivía en la capital italiana.
Me pasé dos semanas discutiendo y poniendo a parir la ciudad con una suiza de padres gallegos que estaba encantada. Ella disfrutó la ciudad desde el primer fin de semana que quedamos y tuve que hacer primero de pedante y luego de amigo pedante, por aquello de conocer más o menos bien el arte y la historia de la ciudad. Recuerdo un atardecer en Trocadero, mirando la Torre Eiffel. Era finales de septiembre y habíamos llegado hasta allí desde Invalides. Había un balón de rugby gigante bajo la torre porque era el Mundial y la ciudad estaba disfrazada para la ocasión. No hacía fresco, todo lo contrario, quizá incluso un poco de calor. Poco a poco aparecían tímidas luces, en el cielo, en las calles, en los coches.
Siempre me encantó la forma en la que atardecía en París. Cada vez que he vuelto una de las cosas que más me ha encantado es ver cómo la ciudad se va apagando porque la forma en la que se hace de noche en los países que son de verdad Europa es muy diferente a otros sitios. La gente vuelve del trabajo, sale, a veces con los niños, se pasa por la boulangerie. Mi trabajo entonces era muy liviano y muchas veces me quedaba en mi habitación hasta casi las siete bajo el apasionante mundo de las lecturas de epígrafes romanos. Entonces salía en dirección a Rue Rivoli y andaba en dirección a Bastille por Rue de Saint-Antoine. Y algunas de las veces que he vuelto, he repetido ese camino, lleno de panaderías, pastelerías, cercano a donde vivía Víctor Hugo en la Place des Vosges.
Porque como se apaga la luz en una ciudad como París no tiene comparación. Hay una perpetua Navidad generada por las luces rojas de los coches, la quietud de un movimiento mecánico pero natural, un encauzamiento profundo de una necesidad tan biológica como el alimento efectuado mediante un acto civilizador. Comprar pan es un acto supremo de la civilización. Es dejar de perseguir el trigo de forma salvaje (algunos piensan que así se difundió el Neolítico) para apresarlo, producirlo, transformarlo y convertirlo en el centro del momento en el cual dejas de trabajar para reunirte con tu familia y cenar.
Y, mientras caía el atardecer sobre Trocadero observé que debajo de nosotros había unas carpas de Heineken, puestas por el Mundial de Rugby. De pronto la ciudad dejó de ser postal y yo dejé de ser un visitante. Comprendí lo que Vila-Matas quería decir con aquello de que “París no se acaba nunca”. Es sorprendente la cantidad de cosas que siempre hay para hacer en París tengas la edad que tengas, o guste lo que te guste. Ni en Madrid, Barcelona o Roma he tenido la sensación de que podía hacer lo que quisiera, incluso aburrirme.
Allí había unas carpas para tomar cerveza. Otro día había una proyección de cine asiático en otro sitio a la que por supuesto no fui. No porque no me guste el cine asiático, sino porque no me parecía apasionante para un sábado noche. La última vez que he estado en París había, incluso, una playa con arena al borde del Sena. Es en cierto modo una horterada, casi una boutade en una ciudad así, pero era una oferta más para un tipo de gente concreta.
París no se acaba nunca porque es un movimiento. Quizá eso haya sido lo que más pudo impresionar a una persona como yo que procede de una ciudad tan profundamente inmóvil. El carácter del sevillano medio es el de afirmar, golpe de pecho en mano mientras sostiene una Cruzcampo, que su ciudad es lo mejor del mundo, aunque ni conozca su historia, ni sus mejores lugares, y ni siquiera trate de cuidarla lo más mínimo.
Una noche que apenas podía dormir salí de madrugada a dar una vuelta por el centro de Sevilla. Si ustedes nunca han ido, hagan el favor de no pisar la calle Feria, su mercado, o no digamos ya la calle San Luis y alrededores. Más que nada porque entiendo que van de turistas y tampoco es plan de que se llenen de mierda de perro, meados y cucarachas hasta las cejas. Paseen más por Abades, Batemberg, Aire, también con mierda de perro, meados y cucarachas pero con edificios de verdad históricos. Se ha vendido perfectamente que, murallas de la Macarena adentro, es todo centro histórico. Y esa noche, paseando, observé que, en su mayoría, el centro de Sevilla está lleno de edificios de los años 70.
Nota: el pésimo gusto del Desarrollismo español es para hacérselo ver.
El centro de Sevilla es como el carácter de la ciudad. Cuando se construyeron las llamadas Setas, un parasol gigantesco en la Plaza de la Encarnación, las protestas fueron acerca de que “rompían el entorno patrimonial”. ¿Pero qué entorno patrimonial en unas calles que fueron dinamitadas en los 60 y 70 en pos de una post-modernidad urbanística de horrorosos resultados? ¿a qué iba a afectar? ¿a la Iglesia de la Anunciación, un islote artístico en mitad de dos calles tan horribles como Imagen y Laraña?
Cuando era pequeño iba bastante a la calle Arrayán, entre Feria y San Luis. Había entonces un par de edificios característicos del centro de la ciudad de antes del Desarrollismo. Ya me entienden, sus balcones con barandas, sus cornisas, su ladrillo visto a través de un poco de pintura descascarillada, lo que podría haber servido para darle a todo el centro una cierta unidad estilística. Hacía más de dos décadas que no volvía a pisar esa calle y esperaba encontrarme una obra habitual de fachadismo, tirar todo lo interior para dejar intacto el aspecto exterior. Puede ser muy criticable pero entiendo que la gente quiera vivir con las comodidades del siglo XXI.
En lugar de eso me encontré de golpe con la desaparición de ambos edificios, sustituidos por obras tan modernas que casi no tendrían cabida ni en barrios de periferia. Obras cuyos únicos culpables son quienes han licenciado esas obras a favor de empresas de construcción en manos de amigos y clientes.
Se extrañarán quizá de que acuse a la ciudad de inmovilista y me queje del cambio de los edificios. Lo voy a explicar. Inmovilismo es hacerse mayor y ponerte bótox. Inmovilismo es hacerte mayor y cambiar a tu mujer por una chica joven, no porque te guste un cuerpo ajeno joven sino porque odias que el tuyo se haga mayor. Dinamismo es adaptarse a las circunstancias, a los nuevos tiempos. Eso no es lo que se hace en Sevilla donde todo funciona en base a redes clientelares, donde alguien que quiere contratar tus servicios no mira tus méritos sino de quién eres contacto, amigo, independientemente de que luego aquello que ofreces no tenga calidad alguna. Sevilla vive en un perpetuo agosto, con la salvedad que los otros once meses hay gente que trabaja.
El que puede, claro.
El ejemplo más claro era cuando se hacían grandes exposiciones en la ciudad, gracias a los acuerdos de una entidad bancaria local con otras más grandes. La crisis que se inició el día que llegué a París se llevó por delante a esta entidad, y desde entonces lo mejor que ha venido a Sevilla ha sido George R. R. Martin a firmar libros. Por cierto, no se enteró nadie porque los medios locales andaban distraídos con radiografías a un Cristo.
Fíjense que con millones de visitantes, el Louvre, Orsay, Versalles a tiro de piedra, y otras tantas cosas, París podría estarse quietecita. Vivir del cuento. Hacer un Venecia. En cambio, la ciudad aspira siempre a dar lo mejor de sí misma a los que vienen y sobre todo a los que viven allí.
Nunca había ido a Trocadero haciendo el recorrido inverso al que hice aquel día. La última vez que he estado en París ha sido la primera que he llegado a ver la Torre Eiffel haciendo el recorrido que hiciera Adolf Hitler. Llegó cerca de las seis de la mañana al aeropuerto de Le Bourget y en tres Mercedes blindados recorrió los Campos Elíseos, Place de la Madeleine, la Ópera Garnier, la Sacre Coeur, la tumba de Napoleón, el Arco del Triunfo y finalmente la Torre Eiffel junto al arquitecto Speer, Giessler y el escultor Becker.
Es inevitable, al entrar por esa parte de Trocadero, pensar, en cierto modo, como el propio Hitler. “Me sentí aliviado viendo que no tuvimos necesidad de destruir París. Me siento indiferente cuando preveo la destrucción de San Petersburgo o de Moscú; pero hubiera sufrido con la de París” les dijo a von Kluge y Keitel.
Lo que demuestra que Hitler era inhumano, aparte de millones de muertos en campos de exterminio, era que despreciara la Sainte Chapelle. Fue lo segundo que vi de París tras el Starbucks. Y no por una pasión desmedida hacia el edificio por aquel entonces, sino porque me lo encontré mientras me acababa el café. Nunca imaginé lo que iba a contemplar al entrar en aquella caja de cristal donde la luz se solidifica al disolver los muros, escasos, de un espacio donde adquieren sentido las palabras de Bernardo de Clairveaux. “Luz, más luz”, dicen que dijo Goethe antes de morir.
Por cierto, en Sainte Chapelle entré gratis, como siempre he entrado. También en casi todas partes en París. No es que me pese pagar por ver cosas así una vez, pero no voy a negar que mi economía se vería un tanto resentida si, viviendo allí, visito determinados sitios tantas veces.
También es cierto que el hecho de tener que pagar actúa a su vez como un distribuidor de las emociones. El hecho de tener que espaciar las visitas a sitios así hace que guardes un buen recuerdo, que eches de menos ir, y que acabes yendo cuando las ganas de esa experiencia superan a todo lo demás.
Aun así, para los franceses llevo años teniendo 25 y siendo estudiante universitario.
Es cierto, también eso es inmovilismo.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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