Nueva York es una red de conexiones infinitas. Y Central Park el reloj que las secuencia. Con el tiempo guardado dentro, el principal pulmón de la Gran Manzana es quien marca con precisión suiza las estaciones. La reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, con sus limusinas haciendo cola en Franklin D. Roosevelt Drive, abre el curso desde el East River con la primera brisa de otoño que surca Central Park. Poco a poco los abrigos ganan hueco en los armarios mientras los árboles se van tiñendo de una gama infinita de ocres, amarillos y rojos. Caminar es aún un ejercicio agradable con un café calentando las manos y Nueva York es más Nueva York si cabe. Monet, en un delicioso anacronismo, pinta las luces de octubre postrado en la cima del Rockefeller Center. Amanecer, mediodía y anochecer. Barba larga, caballete abierto junto a la barandilla y pincel en la mano, la nostalgia le pellizca el corazón al oír a una joven turista francesa cantar la Marsellesa a ritmo de jazz. Pero el mosaico de colores y el romanticismo mueren cuando la muchacha le planta un beso al rudo jugador de fútbol americano devoto de un equipo del Medio Oeste. Si al menos fuera de los Yankees… Como nada es eterno, ni siquiera la desilusión, el invierno enfría el olor a calabaza de Halloween para desnudar las ramas de los olmos. Thanksgiving Day hornea el pavo con las praderas de North Meadow congeladas. Pronto, el blanco derrota al verde en The Great Hill, Monet es sustituido por Bruegel “el Viejo” entre mis retratistas de paisajes imposibles y el abeto de la Rockefeller Plaza se queda con los inquilinos del Top on the Rock. No muy lejos, en Time Square, una hortera bola brillante abre el año nuevo, al cual sigue un largo periodo de rutina solo roto por los famosos espectáculos del Radio Music Hall. Metro, café cargado y cubículo sin ventanas. Central Park muta a bucólica postal en el olvido donde resuenan las cuchillas afiladas de los patines sobre el hielo. Por suerte, la primavera siempre vuelve. El parque renace, Wollman Rink se derrite en abril y los pedantes alumnos de Columbia University regresan a Literary Walk a leer a Walt Whitman. Las hojas de hierbas rebrotan y con ellas el calor, y el verano, y el murmullo de las fuentes, y los conciertos en Concert Ground, y los reportajes de boda, y los cocheros de caballos, y los picnic de enamorados. Los Hampton están lejos si un helicóptero privado no te aproxima desde el Downtown Manhattan Heliport. Es más barato esperar a que regrese septiembre bajo la sombra de los arcos de madera del Dairy. Luego todo comenzará como era en el principio.

Igual que hay un siempre que se repite, existe un ayer que no se volverá. El mito del eterno retorno se solapa con la línea imparable que recorre los siglos. Hay un antes de Central Park. O, más exactamente, unos precedentes al diseño de Law Olmsted y Calvert Vaux. Era un espacio abrupto y degradado repleto de granjas de cochinos, lodazales y chabolas de inmigrantes. Expropiados los últimos, los habitantes de Nueva York pudieron por fin abandonar los paseos de domingo por el cementerio (un método como cualquier otra para escapar del estrés) y disfrutar de un parque a la manera de londinenses y parisinos. Con todo, las 340 hectáreas de Central Park tienen algo que ni Hyde Park ni el Bois de Boulogne poseen: la ciudad respirando alrededor, los hilos cruzados de sus habitantes. Por pasar, pasa hasta la carrera a la Casa Blanca.

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La denominada Trump Tower, en la 5th con la 47th, y el fastuoso hotel de Columbus Circle, que también lleva su apellido, hacen de esquinas en la zona sur del parque. Recubiertos de un bronce tan artificial como su tinte de pelo, ambas construcciones ejemplifican a la perfección la filosofía de Trump: fuerza, carácter expansivo, fastuosidad, exceso, falta de delicadeza, ausencia de buen gusto y una hipnótica sensación de triunfo superficial. Según su hagiografía, el multimillonario magnate neoyorkino germinó de los escombros del barrio jamaicano de Queens con la “única” ayuda del millón de dólares que le regaló su padre cuando cumplió 18 años. Un auténtico self-made man. Hace dos años, con un negocio inmobiliario diez veces mayor que el de su progenitor y una fortuna estimada de 4.500 millones de dólares, debió pensar que el dinero no era suficiente. En busca de prestigio, pues evergetismo donante de hospitales de extrarradio y centros recreativos no le confería suficiente ser, decidió convertirse en Presidente de los Estados Unidos y salvar a América de la decadencia. Actualmente es el candidato republicano y solamente los votantes se interponen en su propósito. La respuesta, a principios de noviembre.

En el lado opuesto de Central Park, sector Norte, Bill Clinton tenía un despacho por donde se dejaba caer un par de veces a la semana. Es una zona de Harlem revalorizada por la especulación que se ha llenado de wasp, despachos de abogados snobs y restaurantes de comida fusión. Allí gozaba Bill de la plácida vida de ex presidente hasta que la campaña de su mujer lo ha sacado de Manhattan y lo ha sumergido en la vorágine de las elecciones. El hombre que demostró a los estúpidos que era la economía, el señor que estuvo a punto de perder el despacho oval por la felación de una becaria, ejerciendo de palmero en los mítines. Los cuernos curten y el marido de Hillary es favorito en las encuestas para convertirse en primera dama, aunque la mayoría de la población odie al matrimonio. La república ha transfigurado en una cuestión de dinastías, los Clinton se transfieren los galones por vía matrimonial y Bernie Sanders es calvo (y de Brooklyn). Legitimidades al margen, Hillary cuenta con su camarilla personal, su currículum a medida, sus méritos propios, sus esqueletos en el armario y su vicepresidente, requisitos básicos para ser la primera mujer en jurar el cargo de político más poderoso de la Tierra en las escaleras del Capitolio. Pese al animoso jaleo de los coros a dos voces de las misas góspel, el matrimonio añora la comodidad del banco presidencial en St. John’s Episcopal Church y los acordes de Pompa y circunstancia. El 1600 de Pennsylvania Avenue es demasiado apetitoso.

No todo es política entre la 59th y la 110th. Polanski se dio cuenta cuando eligió el Edificio Dakota para grabar La Semilla del Diablo. Allí, entre pastelerías de colores y consultas de médicos judíos, había terror y glamour, esplendor y miseria. Las divinas Laurent Bacall y Judy Garlan fueron inquilinas de estos lujosos apartamentos. Los siniestros faroles custodios de las puertas laterales lo siguen siendo. Su llama intermitente es una oración cantada al diablo en do mayor que ni el West Side Story de Leonard Bernstein, también vecino, puede silenciar. Tampoco ayuda conocer, disculpen la mala uva, que Yoko Ono siga viviendo allí. Y de fondo, el sonido de los disparos de Mark David Chapman. Perdomo, un portero de comunidad con nombre de centrocampista uruguayo del Betis, fue quien redujo al asesino. Tarde. Las características gafas circulares de John ya se habían empañado de sangre y cuatro balas habían atravesado su cuerpo. Su aorta estaba diseccionada. Irónicamente, la condena del ex de los Beatles fue la cercanía, su insistencia por atender a los fans que cada jornada aguardaban en la entrada de su casa para pedirle un autógrafo. Ellos le han procesado a cambio devoción eterna. Cerca de dónde cayó abatido, en el Strawberry fields memorial, está la capilla para su adoración perpetua. Un artista callejero con la guitarra desafinada interpreta Hey, Jude! bajo un paraguas colgado en un árbol. Chispea. Ni siquiera el cielo dejará de llorar la muerte de Lennon.

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Colina abajo, pradera arriba, ajenas a las notas de While my guitar gently weeps, las ardillas corren entre los arbustos tratando de robarles trozos de comida a los turistas. Elegantes, hieráticas, veloces, las ardillas velan por quienes, como el propio Lennon, dejaron su recuerdo en el parque. Pequeñas placas atornilladas en el respaldo de los bancos resucitan los primeros besos de una pareja, las sobremesas de periódico del abuelo, la infancia alegre del primer nieto… Momentos cincelados en letras que ponen caras e historias a rincones compartidos. Porque Central Park es de todos, hasta de las ardillas. Y todos depositamos en él un pedazo de nosotros. Así lo escribió, desde la cumbre del Mount Sinai Hospital, José Luis Sampedro, quien se escapaba a la azotea para saborear los latidos ganados a la parca en un quirófano sin freno ni marcha atrás. Su sonrisa, tan etrusca como los sarcófagos custodiados en el Metropolitan, tal vez se torció (o quizás no) cuando le atribuyeron un artículo llamando hijo de puta a Rajoy. Como no podía ser de otra forma, el verdadero autor del mismo terminó perdiéndose por Central Park. Viajaba conmigo. Igual que una bufanda verdiblanca que escuchó Imagine sentada en un banco costeado por el señor Campbell y esposa. Cerraré el artículo como Dios manda cuando sepa qué me tocan Donald Trump y los Clinton.

Francisco Huesa (@currohuesa)