Ciao Torino

Despierto y desorientado, compruebo a través de la ventanilla del avión que el viaje está a punto de terminar. O de comenzar, según se mire.

 Primer contacto

Los Alpes me reciben formando un parapeto que otorga a la ciudad esa idiosincrasia de la que no puede, ni quiere huir. Las nieves perpetuas en las cumbres han sido testigo de la destrucción y de la gloria, y aún permanecen impertérritas esperando firmar nuevos capítulos de la Historia. Una vez desembarcado, lo siguiente es someterse a la mundialmente conocida “conducción italiana”, toda una experiencia necesaria para llegar al hotel y salir a recorrer las calles de una ciudad dividida por el río Po.

Turín es conocida por sus héroes: Cristiano Ronaldo en la tierra, Pietro Micca en los cielos. Micca fue mitificado después de haber encendido su última mecha durante la ofensiva francesa del año 1706. Ambos deben competir con el Todopoderoso Hijo de Dios, un Jesucristo cuya sangre fue recogida por una mortaja de lino que guardia la ciudad italiana bajo el nombre de sábana santa.

Más allá de lo divino y lo humano, Turín trasciende a su sombra y se encumbra como una ciudad olvidada por el viajero que escoge destinos más publicitados como Roma, Nápoles, Florencia, Milán o la misma Venecia. Se trata de bellos enclaves que no ensombrecen a la perla del Piamonte, la morada de la Casa de Saboya. Turín es una ciudad porticada, la pequeña París de los Alpes o, simplemente, la escondida joya desde donde se forjó el resurgimiento de la actual Italia. Pero en en la mente de todos, es la ciudad en la que se custodia la Síndone que muestra el rostro de Cristo.

La Síndone

La capilla de la Síndone se acaba de abrir al público tras el incendio sufrido en 1997. Aquel luctuoso día unos valientes bomberos lograron salvar la sábana Santa de ser calcinada. Esperamos la cola correspondiente. Mientras, un par de turinesas nos dan conversación contándonos que acuden al Palacio Real para acceder desde las estancias del mismo a la capilla erigida por el ilustre arquitecto Guarino Guarini. Seguimos el consejo. Entramos en una estancia de oración en la que nos imaginamos el famoso sudario tras la reja que lo protegía. El escalofrío nos envielve. Los colosos que nos miran desde las alturas contribuyen a esta sensación. Abandonamos en silencio las salas y nos preguntamos si tanta belleza pueda estar concentrada en tan escaso espacio. Y eso que para entrar en la catedral (el Duomo) deberemos rodear el edificio y ascender por los escalones que nos conducirán al único ejemplo de arquitectura renacentista sacra de la ciudad.

La catedral de San Juan Bautista es otra de las joyas de la ciudad, pero en este caso será en su interior donde los tesoros se escondan. Cientos de turistas se arrodillan delante de la réplica de la Síndone. La original se  guarda en su morada, de la que solo sale cuando el Papa de turno la saca a paseo. Nos invade en ese momento una sensación especial. Las plegarias pueden salir de nuestro interior o nos son sugeridas por las notas pegadas en el banco sobre el que nos inclinamos. Más tarde, tocará recorrer el templo disfrutando de la rica ornamentación barroca de cada una de las capillas.

No hay campanario. Como es característico en las catedrales italianas, se encuentra separado unos metros de la Catedral y alberga en su interior el Museo de arte sacro. Cuerpo de ladrillo y cabeza barroca, su encanto reside en el balcón a unos Alpes nevados que nos observan desde la distancia y que separan países, lenguas y religiones.

Formas de hablar

En Turín hablan italiano, pero entienden todos los idiomas, aún cuando no los dominen, aun sin haber oído cómo suenan. A los que allí acudimos nos bastan las señas y un par de palabras. En este exceso de urbanidad, las ardillas que se nos acercan no salen huyendo y los molestos turistas rubios con calcetines blancos y chanclas no hacen acto de presencia. Yo sé que los encontraré en Vía Roma, en Vía Garibaldi, en Vía Po o en cualquiera de las arterias que desemboquen en el corazón de la ciudad. O en la plaza del Castillo, centro neurálgico al que conducen todos los caminos.

Rotulada en italiano como Piazza Castello, este corazón monumental de la urbe fue proyectado en 1584 por Ascanio Vitozzi, un insigne caballero cuya fama le fue arrebatada por otros dos ilustres arquitectos, uno de ellos el ya nombrado Guarino Guarini. La memoria tiene esas cosas. Este ranking de artistas no impiden contemplar todos los monumentos que rodean la plaza: el Palacio Real y su magnífica verja del XVIII, el sueño compartido por Pelagio Pelagi. Sin poder evitarlo, al volver la mirada, chocaremos con el palacio Madama, antigua puerta Decumana, transformada en castillo medieval y, gracias a favorecedoras reformas posteriores, en residencia de la casa Saboya.

En estas reformas participó Filippo Juvarra quien es, por méritos propios, en el Hausman de Turín. A él se debe una magnífica fachada barroca que nos engaña cuando la rebasamos, pues en su interior se instala el modernísimo Teatro Regio, anacrónica reconstrucción del XX  y agresivo proyecto al que se le dio luz verde sin mucho sentido. No obstante, la sala del Senado, las fastuosas escalas y las dependencias del Museo de Arte Antiguo nos ponen en sintonía con el sabor que tiene la ciudad.

El fabuloso Palacio Real nos permite acceder de igual modo a la Armería Real, única en el mundo, a la Biblioteca y a la Galería Sabauda en la que se resume de modo magistral la producción musical de aquellos artistas universales que ilustraban nuestros libros del colegio. Y para rematar el complejo, en el sótano, el museo arqueológico, con representaciones en vivo de escenas de la antigüedad.

Aquí vuelve aparecer Juvarra, que erigió la impresionante escalera de tijera que nos dará la bienvenida a la visita. Y si nos hemos quedado con ganas de más, podremos seguir escarbando en la Historia visitando la cercana puerta Palatina, principal acceso a la antigua Augusta Taurinorum. Etimologías tiene el latín, no debe sorprender que el símbolo de Turín sea el toro, pues de Taurinorum vamos a Tauro y de ahí Turín. O viceversa).

No nos distanciemos. La iglesia de San Lorenzo, sita en la plaza del Castillo, tiene la misma personalidad que Turín: pasa desapercibida pero es un pecado no visitarla. Sorprende por ser uno de los mayores exponentes del arte barroco europeo. Fue proyectada por  el amigo Guarino Guarini, que nos obliga a forzar nuestras cervicales para disfrutar del dibujo de su cúpula, algo que deberíamos haber hecho en la capilla del Santo Sudario.  Para los más curiosos, el nombre de San Lorenzo se corresponde al día (10 de agosto) de 1557 en el que Emanuelle Filiberto de Saboya salió victorioso en la batalla de San Quintín, donde combatió del lado de Felipe II.

El viaje sigue pasando. Ahora toca perderse por las calles aledañas y disfrutar de una rica arquitectura y una más que generosa oferta culinaria. Y es que en Turín no hace falta consultar guías especializadas en gastronomía, basta con entrar en establecimientos donde los comensales hacer cola en la entrada. Hacer lo mismo es acertar pero tendremos que adaptarnos al horario europeo. De no hacerlo nos sonaremos los mocos en uno de los muchos establecimientos de pizza “al taglio”, que tampoco decepcionan.

En nuestro deambular, nos iremos encontrando con iglesias imprescindibles, tesoros escondidos franqueados por cafeterías con oferta culinaria propia (chocolatera o pastelera). Todas son dignas de ser catadas. Por suerte, en Turín un capuchino es un café con leche de tamaño grande y no ese café con nata al que nos tienen acostumbrados en España. Sírvanse también chocolates, castañas glaseadas y una excelente bollería para mojar y combatir el frío. Imposible no sucumbir a la tentación.

También descubriremos plazas monumentales como la de Carlo Alberto, en la que vivió Nietzsche entre 1888 y 1889. O conocer la Biblioteca Nacional. el Palacio Carignano, sede del Museo Nacional del Resurgimiento (en esto del patriotismo los italianos sienten de un modo intenso su Historia), la plaza Bodoni, la plaza del Palacio de la Ciudad (la del ayuntamiento, donde ya se situó en el pasado el foro romano y el mercado de verduras en el medievo), la plaza del Estatuto, la plaza Solferino, la plaza Carlo Emanuelle II y, cómo no, la plaza de San Carlo, con sus iglesias gemelas de Santa Cristina y San Carlo, en las que vuelve a verse la mano de Filippo Juvarra.

Detalles

En el centro los turistas se hacen la foto de rigor con “el caballo de bronce”, conocida  estatua ecuestre de Emanuele Filiberto de Saboya. Nobleza obliga a hacer lo mismo y a entrar en el Café Torino, aunque debamos sacar la tarjeta, que barata no será la broma. No es el Torino el único establecimiento que llama la atención. Siendo la plaza de San Carlo “el salón de Turín”, sus galerías porticadas albergan cafeterías que históricamente han sido frecuentadas por reyes, nobles y escritores. El Café San Carlo (1842) fue el primer local de toda Italia que tuvo luz y gas. El Neuv Caval d´Brons es famoso por su escalera de piedra y la pastelería Fratelli Stratta por sus dulces. Si uno es supersticioso (y si no también) no debe abandonar este peculiar salón sin pisar los testículos (vulgo huevos) del “Toro rampante” dibujado en el suelo. Dicen que da suerte.

Ya en la calle, parece que el servicio se limpieza se lleve de las calles a mendigos y pedigüeños. También existe la posibilidad, más remota, de que no existan. En mi humilde opinión, son expulsados del casco antiguo hacia los guetos no porticados que se encuentran al otro lado del tranvía que circunda la ciudad. Una forma interesante de exponerse al peligro es visitar la basílica de María Auxiliadora, casa madre salesiana en donde permanecen incorruptos los cuerpos de San Juan Bosco y Santa María Mazzarello. Si cae la noche y apreciamos nuestras carteras, mejor volver en taxi. Merece la pena responder a la llamada de “dejad que los niños se acerquen a mí”, pues nos sobrecogerá la suntuosidad del templo salesiano. Pero mejor hacerlo en horas de sol.

Otra perla oculta es el Museo Egipcio pues es el más importante del mundo tras el de El Cairo. Olvídense del Museo Británico. Probablemente sea el mejor museo del Piamonte.

El símbolo y el río

Pese a ser el principal símbolo de la cuidad, no hemos mencionado aún la Mole Antonianelliana, cuyo nombre tiene mucho que ver con Alessandro Antonelli, autor en 1863 de la seña de identidad de la ciudad. Se trata de un edificio coronado con una gran bóveda rematada por una esbelta aguja hueca con mirador. Con sus 167 metros de altura, es el rascacielos de la ciudad. Entrar no es fácil a menos que queramos esperar unas tres horas y rascarnos el bolsillo. Para los de presupuesto reducido, se puede adquirir en cualquier establecimiento el licor de chocolate cuya botella reproduce tan magnífica joya de la arquitectura y limitarse a elevar la mirada al cielo entre trago y trago.

Tan imprescindible como subir a la Mole Antonienelliana es cruzar el Po por alguno de sus puentes y caminar en sus riberas. Es aconsejable acudir al barrio universitario y acercarse al palacio de Valentino, cuyo patio central merece la pena. En las proximidades, tenemos la opción de visitar el Pueblo o “Borgo medieval”, excelente recreación de una ciudad del medievo con visita opcional al castillo. De vuelta seguiremos el curso del río envidiando las residencias de la otra orilla, teniendo como único consuelo la conversación con las ardillas que se nos acercarán a pordiosear alimento.

Es obligatorio parar en el puente de la princesa Isabel para hacerse las fotos de rigor, pero debemos seguir caminando en paralelo a la corriente y cruzar justo frente a la iglesia de la Gran Madre de Dios, construida para festejar el retorno de la casa Saboya a la ciudad tras la Restauración (estamos hablando de 1831). La construcción nos recuerda al Panteón de Roma por su imponente cúpula aunque el interior es más austero de lo que podríamos suponer. En la cripta, el osario de los caídos en la Primera Guerra Mundial, con un fondo de silencio y oración. Salgamos a la escalinata y entremos en la leyenda. A los lados están las estatuas de la Religión y de la Fe, que tiene en su mano un cáliz. Los amantes de El Código Da Vinci identificaran la prueba de la presencia del Santo Grial en la ciudad. La tradición popular dicen que la mirada ciega de la Fe señala la ubicación de tan codiciada copa o cuenco. Ya cada cual que saque sus conclusiones.

El paseo por la rivera se remata ascendiendo una empinada cuesta para alcanzar el Monte de los Capuchinos, desde donde se goza, esta vez de balde, de una privilegiada vista de la ciudad, de la Mole y de los sempiternos Alpes.

La hora del adiós

Surge ahora la pregunta de si se nos ha olvidado alguna visita imprescindible en esta intensa ruta piamontesa. La respuesta es un rotundo sí. Podemos entrar en la iglesia de San Felipe Neri, el interior más amplio de las iglesias de Turín, frente al Museo Egipcio, o en la impresionante Galería Subalpina, meca del lujo, o en la iglesia de Santo Domingo (único ejemplo de arte gótico de la ciudad) o, para los amantes de lo exótico, en el Museo de Arte Oriental. Mención especial merece la capilla de los banqueros y comerciantes, en el 25 de Vía Garibaldi. Se pasaría hasta cien veces por su puerta sin entrar en esta maravillosa estancia, puro y secreto barroco. Despidámonos haciendo cola frente a la Basílica de la Consolación y esperemos a que la dueña del pequeño café situado en la plaza nos de paso al interior del recoleto local para degustar el exclusivo y caro gianduiotto. O bien rematemos tomando un Martini en un café histórico. O en la propia fábrica, situada a las afueras de la ciudad. Y para volver al aeropuerto, hagámoslo a bordo de un FIAT, símbolo de la ciudad y del parque automovilístico italiano.

Tal vez alguna vez volveremos a esta ciudad que ya es nuestra.

Ciao Torino.

Javier Torres