En Justicia, para los ajusticiados, hubo un tiempo peor. Hubo tiempo de inquisiciones, hubo tiempo de penas de muerte, hubo tiempos de cadenas perpetuas. Al menos en nuestra realidad, porque hay otros países donde siguen vivas las inquisiciones y otros, potencias mundiales, donde sigue existiendo la pena de muerte y la cadena perpetua. Hubo un tiempo también en el que el acusado era culpable hasta que el mismo fuera capaz de demostrar su inocencia. Partía con ese sambenito. “Has sido tú y procúrate tu defensa”, se podría afirmar.
Hay mucho de espiritual, mucho de dogma y mucha reflexión humana en la composición de las leyes. También mucha lucha, por conseguir cambiar las tendencias, por crear una situación que revierta siglos de indudable injusticia. Es el caso, entre ellos, de nuestra Constitución, la española la de 1978, que tras un periodo de transición en el que había de borrar el periodo de tiempo dictatorial de nuestro país, tuvo la idea de incluir un artículo 24, en su texto. Artículo 24, pivote y pilar de todo el sistema judicial de nuestro país y que, en concreto, en el segundo párrafo de su segundo apartado, termina con un rotundo y claro “todas las personas tienen derecho a la presunción de inocencia”. Ahí quedó.
Muchos profesionales del Derecho, en especial los que representan a personas acusadas, entienden que el Derecho Penal es un área donde, literalmente, hay que verlas venir. El acusado parte de una situación total de seguridad y de confianza. Y es que quien le acuse de algo tiene que probar con total rotundidad que fue aquel que se sienta en el banquillo el que realmente cometió los hechos de los que se le acusa. Mientras tanto, el acusado puede incluso optar por la posición de espectador, de ver como acusación y fiscal se afanan en probar su culpabilidad. En una situación de verlas venir.
Todo lo anterior responde a un proceso madurado, mecánico y sobre todo, razonado. Ejercicio de reflexión y de razón que ha finalizado entre otros ejemplos con el más cercano a nosotros, con el de la presunción de inocencia constitucionalmente protegida. Sin embargo, ya lo dijo Blaise Pascal, “el corazón tiene razones que la propia razón no entiende”. Si había mucho de reflexión humana en toda la evolución hasta la presunción de inocencia, también hay un contrapunto enorme, magnánime sobre la misma. Es la condición animal, y no la humana, la que surge en ese extremo. Ese sentimiento que la razón no puede controlar.
Llegados a este punto, cabría preguntarse ¿por qué? Por qué hoy por hoy, desde que una imagen de un “presunto” culpable sale en nuestras televisiones o en la portada de un periódico, toda la maquinaria animal humana se pone a obviar la razón. Por qué se destruyen tantos y tantos años de ejercicio de la razón. Por qué se ha vuelto a colocar el sambenito al sospechoso de cualquier crimen. Y por qué no se le da la oportunidad de que demuestre su inocencia, o mejor dicho, que los demás demuestren su culpabilidad.
Como todo en la vida, dos y dos son y siempre serán cuatro, y no podemos obviar que habrá supuestos en los que la relación entre el hecho cometido y el autor es tan clara que el propio devenir del transcurso judicial así lo reflejará mediante un reconocimiento de su culpabilidad que le permita una condena más beneficiosa para su cumplimiento.
Pero hoy no nos referimos a esos indiscutibles, a aquellos que no generan dudas. Hoy nos centramos en aquellos que si dejan entrever que no todo está tan claro, que puede haber una vía de escape, o incluso de aquellos que, aunque aparentemente estén claros, el acusado haya optado por ejercer su primario y fundamental derecho a la presunción de inocencia, donde fundamental no significa a su importancia, sino a una característica del derecho, ya que denota que esa presunción es inherente a su persona y nadie le puede privar de ella.
Y aquí entra en juego un elemento fundamental. Procedimientos penales hay miles en nuestro país, pero aquellos en los que el humano-animal opta por destruir la presunción de inocencia tiene un enlace directo con aquellos casos en los que el supuesto crimen ha tomado dimensiones mediáticas. Corrupción, asesinatos, violencia de género, acoso… son algunos de aquellos crímenes que mayor relevancia tienen en nuestro país. Los que convierten un buen almuerzo en una hora indigesta por no encontrar el más mínimo atisbo de luz a la hora de ver el telediario.
Y en algunos de ellos, se puede ver como la condición humana desaparece en algunas personas, para dejar paso libre a la condición animal. Se observa cómo los acosados son los presuntos culpables que tienen a las puertas de su domicilio o a las puertas del Juzgado a grupos de ciudadanos deseosos de impartir su propia justicia, de abreviar todo un procedimiento penal constitucionalmente consagrado, simplemente porque entienden que no cabe duda de la culpabilidad. Porque no entienden que esa persona no tiene derecho a defenderse y poder evitar que se produzca una merma de sus libertades.
Al que suscribe, en este momento, le encantaría que el lector se detuviese un momento. Que tras leer este párrafo, antes de continuar con el artículo, echase la vista atrás y pensase: ¿cuántos crímenes se han condenado y pensándolo bien no había pruebas (que no indicios) sólidas de la culpabilidad de un sujeto? ¿Es Dolores Vázquez (la no asesina de Rocio Wanninkhof) el único caso que ha tenido nuestro país en los últimos tiempos? Porque ella también se enfrentó a los animales-humanos (obsérvese que se ha cambiado el orden) y fue condenada, pese a que posteriormente se reconoció su inocencia. Sin posterior indemnización, que ya se sabe que aquí es lo que más cuesta.
Ha crecido, en estos casos mediáticos, algo en todos nosotros, un sentimiento de rabia e impotencia que hace que dudemos del derecho de una persona determinada a defenderse si “se lo ha llevado todo”, si es un “chorizo” o un “asesino”. Esa ofensa a la sociedad que el animal-humano tiene como sentimiento naciente, hace perder la razón de otra cosa, mucho más fundamental, mucho más importante, y que por evidente, se obvia, o sencillamente no es merecedora de tener en cuenta: La vida del acusado.
Contaba la película Prometheus (Ridley Scott) como los propios creadores de la raza humana, llegado un momento determinado, decidieron terminar con su propia creación, como si se arrepintieran de ello, como si se hubieran percatado de un error. Un acusado, con sus sospechas pendientes sobre él, con sus acusaciones, con su dudable comportamiento, tiene su vida, su familia, su trabajo, sus relaciones sociales, sus amistades, su estatus. Pero todo eso no vale nada si el pueblo ha dictado “su sentencia. Pero, ¿ha sido el pueblo?
Sí, claro que es el pueblo el que lo espera a la salida de su domicilio, en la puerta de los Juzgados. Pero, et voilá, vuelve a surgir aquí la nota determinante que apuntamos anteriormente. ¿Cómo conoce el pueblo con tanto detalle el asunto del que se trata? Esa es la madre del cordero: La prensa.
Indudable que la misma lucha que se forjó para la presunción de inocencia se forjó para la libertad de prensa y el derecho a ser informado. Pero, ¿hasta qué punto? ¿Qué necesidad, si es que la tiene, hay en un medio de comunicación por cebar a su público con un determinado asunto?¿Son conscientes de la opinión que generan en esas personas?
Sin ir más lejos, en un reciente caso de abusos se publicó, sin ningún tipo de anestesia, una imagen de un posible sospechoso. ¿Es que ese acto no modifica la consciencia humana? ¿Conserva el derecho de esta persona a defenderse y a declararse inocente? En todo esto, habría que destacar un supuesto que cobra especial curiosidad: las acusaciones se producen por unos hechos acaecidos años atrás y comienzan a surgir las víctimas de debajo de las piedras, de las flores, de las ramas de los árboles. El acusado (por el pópulo) tiene un historial delictivo tan largo como la propia concepción del delito y en seguida son varias las víctimas que se arremolinan sobre una denuncia, sumándose a la misma, haciéndola suya e incluso poniéndose de acuerdo con las demás víctimas para concebir la destrucción total del sujeto como una coreografía perfecta.
Este tipo de asuntos comenzó con el de Josef Fritzl, aquel depredador de Austria que tuvo a su hija durante años en un sótano y del que la prensa se ocupó de dar todo tipo de detalle durante días y semanas. Ese fue el alma mater de los sucesos de delincuencia retroactiva.
Y si antes invitamos a una reflexión al lector, para que enumerara aquellos casos en los que la culpabilidad del sujeto podría ser dudosa, le proponemos nuevamente un ejercicio de consciencia para que con detenimiento, con la tranquilidad de que el presente artículo toca su fin, reflexione sobre en cuántos de ellos ha tenido su peso fundamental la participación de la prensa, de las noticias, de las portadas, del cebo a los espectadores. Y en cuántos de ellos, el humano, el luchador, el conseguidor de derechos, se convierte en su propio verdugo, en guillotina de libertades.
Mas, ¿por qué esos casos guardan una finísima relación con la prensa? ¿Información? ¿Certeza? ¿O simplemente morbo? Hagan sus apuestas. Mientras tanto y en uso del derecho constitucionalmente amparado, hasta que no me den una respuesta sólida y sin dudas, me declaro absolutamente inocente.
Alberto Sánchez Moreno
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