Pudiera creerse que las ideologías de izquierda son, por definición, progresistas en cualquier campo de la vida, desde la organización socioeconómica hasta las relaciones personales y el modo en que las personas disfrutan (o no) de su existencia. Sin embargo, en cuanto a la defensa de una moralidad pública, estas ideologías pueden llegar a extremos tremendamente conservadores[1] y convencionales, unidos además a la visión del propio pensamiento como una visión trascendente de la realidad.

Esta moral férrea, rayana en lo puritano, tendrá un especial peso dentro de una ideología, que, a priori, parece la menos indicada para ello: el anarquismo.

Los ácratas siempre han estado en el punto de mira de los Estados, debido al hecho de que quieren destruirlos para crear una sociedad nueva para un hombre nuevo[2], hasta ahí la propaganda. Un hombre nuevo, con una moral ascética y pura, colmo de virtudes y sin tacha. El perfecto caballero.

El origen de tal práctica puede estar en las críticas que los anarquistas, especialmente en España e Italia, países donde la ideología estaba fuertemente arraigada en la masa popular, recibían de la sociedad burguesa y católica que ocupaba el aparato del Estado entre fines del XIX y principios del XX.

Como defendían la “comunidad de bienes y personas”, muchos veían en ello una invitación no sólo al reparto de la riqueza, lo que ya de por sí era escandaloso, sino además, una promiscuidad sexual tal, que repugnaba, al mismo tiempo que atraía, a los burguesitos “beatos” que iban a misa diaria y después trajinaban con furcias y criadas.

Frente a estas críticas hipócritas, el anarquista de pro, mostraba gran fidelidad a su “compañera”, dentro de relaciones estrictamente monógamas, aunque establecidas de común acuerdo. Sirva como ejemplo la pareja formada por Francisco Ferrer Guardia y su musa Soledad Villafranca[3].

También podemos indagar un poco en la extraña moralidad anarquista sirviéndonos del caso de los diversos atentados que protagonizaron en España a principios del pasado siglo.

Dichos atentados, generalmente sangrientos y dirigidos contra la burguesía acomodada, el gobierno, las fuerzas del orden o la Casa Real, formaban parte de lo que ellos llamaban “propaganda por el hecho”, asumida como parte integrante del credo revolucionario. Sin embargo la defensa de la libertad y la vida humanas también se asumían como principios básicos.

purtianismo anarquista

Esto condujo a la diferenciación entre los anarcosindicalistas, partidarios de la acción política, y los anarquistas puros, partidarios de la propaganda por el hecho incluyendo los atentados.

Centrados en el caso español, la muestra más evidente del puritanismo moral anarquista se dio durante la guerra civil de 1936-39. En ella, las diversas organizaciones anarquistas (FAI, CNT, Partido Sindicalista) tuvieron una actuación destacada y en ocasiones, controvertida, como veremos.

Primero pongámonos en situación: en los años 30 España era un país rural, con una gran masa de jornaleros sin tierras y unos cuantos islotes industriales, centrados en Madrid, Barcelona, el Cantábrico y Levante. El anarquismo, ideología radical y proclive al campesino sin tierras arraigó fuertemente entre el campesinado y ciertos sectores obreros, como el textil catalán y valenciano. El socialismo era fuerte entre los obreros industriales de Madrid y la cornisa cantábrica, mientras que los comunistas, o “moscuteros” (de Moscú), eran francamente minoritarios.

Con el estallido final de la guerra se produjo una revolución social paralela en los territorios controlados por el gobierno republicano, protagonizada por el batiburrillo de Juntas, Departamentos, Consejos, Comités y Subcomités que se solapaban en aquella época crítica[4]. Los anarquistas llevaron en muchos casos la voz cantante, promocionando colectivizaciones agrarias y otras medidas destinadas a acabar con la corrompida (para ellos) República burguesa.

Un caso paradigmático lo constituyó el autodenominado Consejo Regional de Defensa de Aragón entre 1936 y 1937, creado por las columnas de milicianos anarquistas que desde Cataluña y Valencia pretendían operar contra Zaragoza, controlando todo el sector oriental de la región.

De hecho constituyó una especie de “Estado fantasma”, dirigido por un gobierno mayoritariamente de la CNT, que acometió colectivizaciones de todo tipo, enfrentándose tanto a las tropas rebeldes como a las disposiciones del gobierno republicano[5]. Desde su capital de Caspe, llevó a cabo una activa política de propaganda en los territorios bajo su control, rastreable en los carteles que han sobrevivido hasta hoy día.

Eslóganes como “El borracho es un parásito, eliminémosle”, “Un vago es un faccioso” y otros similares orlaban las paredes de los pueblos aragoneses, dando muestra del acendrado sentido de la moralidad de las tropas confederales.

El experimento terminó cuando el gobierno republicano envió a la 11 División a reintegrar el territorio a la obediencia gubernamental.

En cuanto a los vicios en sí, podemos establecer de un modo muy sucinto los principales caballos de batalla de la política moral anarquista:

-Alcoholismo: quizá el gran vicio de los hombres en la España del XIX y gran parte del XX. El abuso de la bebida fue un problema que se quiso atajar en una clase obrera predispuesta a ello por las duras condiciones de trabajo, cosa que se agravó en tiempo de guerra. El buen anarquista debía estar sobrio para combatir al Estado y comportarse como un hombre íntegro, así que, nada de alcohol, compañero.

-Juego: otro vicio combatido con ardor, a tenor de la propaganda. Los obreros jugadores perdían los magros emolumentos que debían destinar a la familia y a pagar la cuota del sindicato (faltaría más). Estaba además mal visto por su relación con el alcoholismo y el estilo de vida burgués que decían combatir, así que amigo, nada de juego ni casinos ni timbas ilegales.

-Prostitución: otro tema que los anarquistas trataron de erradicar de todas las formas posibles. Muy preocupados por la dignidad de la mujer, optaron por la solución de cerrar los lupanares y reeducar a las “pupilas” en el credo libertario, penalizando a las “madames” y clientes en las zonas por ellos controladas. A ningún anarquista medianamente formado se le pasaría por la cabeza ir a uno de esos “antros” para señoritos, y si iban, recibían la reprimenda de sus correligionarios. Las relaciones sexuales, como establecimos antes, debían hacerse de común acuerdo y libremente. Líderes reconocidos, como Durruti, no tardaron en eliminar los prostíbulos de campaña entre sus hombres[6], enviando a las meretrices a retaguardia. Otro factor importante era el evitar el contagio de enfermedades venéreas, verdadero azote de las tropas en campaña y de las masas obreras en tiempo de paz.

-Homosexualidad: en la época, la homosexualidad era vista por las corrientes obreras como uno de los vicios burgueses por antonomasia y por lo tanto, había que combatirla. La virilidad era por aquel entonces un valor compartido por todas las tendencias políticas sin discusión alguna y los homosexuales, prácticamente parias. Tanto unos como otros no dudaron en perseguirlos y en casos extremos, de encarcelarlos. El ya mencionado Durruti empleó con ellos el mismo expediente que con las prostitutas: camiones y a retaguardia. La preocupación por la higiene y la salud tampoco fue desdeñable, como en el caso de las profesionales del sexo.

Así pues, ni juego, ni bebida, ni mujeres de saldo y por supuesto, nada de afeminamiento. Moralidad. La moralidad recta y observante del obrero frente al burguesito corrupto que vive a golpe de talonario.

Nada más diferente de las actuales ideologías de boquilla, que no exigen más compromiso que el mantenimiento de un look determinado, la repetición de una serie de consignas y el postureo de rigor, mientras se toquetea el Smartphone y se divaga sobre cualquier cosa que pase en un país en las antípodas del nuestro. Luego a nuestro pequeño loft en un barrio de moda cerca del centro y a otra cosa, mientras me fumo un par de porros (que no es droga, hombre).

Puede extrañarnos la moralidad casi espartana de los antiguos libertarios, pero no debemos olvidar que, en otros tiempos, la ideología era algo que vertebraba la propia vida, no un mero complemento del vestuario. Exigía dedicación completa y a veces, algo más. Como exponía el Catecismo del Revolucionario, nada hay por encima de la Revolución.

Ricardo Rodríguez Barrera

 


[1] Como el rol que la mujer recibió en la URSS de Stalin: madre, esposa y productora, que era similar al que disfrutaba en la Alemania nazi.

[2] Los neoliberales aspiran a lo mismo y ahí los tenemos, ocupando gobiernos, ministerios y oposición, pero bueno.

[3] Francisco Ferrer Guardia fue un maestro catalán, creador de la Escuela Moderna, un colegio privado, donde se daban las clases siguiendo un programa libertario para la época (coeducación, lecturas comprensivas etc.). Destacado agitador anarquista, fue condenado falsamente como instigador de los disturbios de la Semana Trágica de Barcelona y fusilado en 1909.

[4] Al igual que ahora, duplicidad administrativa incluida.

[5] Establecido en Valencia desde septiembre de 1936

[6] En el bando rebelde fueron, por el contrario, tolerados. Ya se sabe, hay que mantener alta la moral de la tropa.