Como todos mis amigos han muerto o han emigrado en busca de riquezas y nuevas parejas me he descargado un podómetro para el móvil. La mascota de la aplicación es un burro del color del traje de boda del novio en una boda gitana: turquesa brillante radiactivo. No entiendo por qué han decidido poner a un burro en lugar de, digamos, un perro o un jabalí con sombrero. Todas son mascotas perfectamente admisibles para un programa cuya finalidad es la misma que la de cualquier otra aplicación del demonio que ustedes pueden encontrar en su dispensador digital favorito: fabricar obsesiones.

Hay gente obsesionada con pegarle dedazos a la pantalla para reventar records mundiales en el Candy Crush, hay individuos a los que se les salen los ojos de las cuencas criando cerdos en una especie de kibutz de Playmobil e incluso conozco a personas que se han bajado un videojuego consistente en aporrear el iPhone para someterse a una tortura estroboscópica con la forma de cientos de colores primarios parpadeando a ritmos epilépticos. Y eso es todo. No hay puntuación ni alabanzas lisonjeras ni un mísero “¡Enhorabuena!”. Colores y punto.

Cada uno se las apaña como puede.

Ahora que me he quedado más solo que la una necesitaba renovar mi lista de tics, manías y demostraciones de trastorno obsesivo-compulsivo, así que decidí que era una buena idea hacerme con un aparato que controlara cada paso que doy, colmara mi insaciable apetito por una buena palmada en la espalda  y me animara a dar otras 6.900 zancadas más para batir un record que no le pedí imponerme.

Hay una diferencia fundamental entre el selecto y exclusivo club de los merodeadores profesionales y la plaga medieval de los corredores: los primeros pueden permitirse el lujo de pensar mientras se desplazan, los segundos no. Asómense al balcón, tardarán tres minutos en ver pasar a alguno de esos sujetos sudorosos al borde de la lipotimia, con los mofletes deshinchados como bolsas pisoteadas y la mirada perdida entre la convicción y la sumisión. Es imposible que nadie pueda razonar en ese estado y menos cuando necesitan estimularse con listas de Spotify atadas al brazo. Dicen que los efectos de triscar por la ciudad de un lado a otro son la mar de sanos, que uno se siente más pleno y satisfecho y además puede meterse al cuerpo todas las guarrerías que le apetezcan porque luego las quema con eficiencia de motor diesel.

Una vez intenté acostumbrarme a trotar de esa forma y acabé gritándole a un montículo de piedras. No es broma. Los primeros días no estaba mal del todo, salvo por la asfixia masoquista, el parto lumbar y los deseos incipientes de arrojarme al suelo y no levantarme nunca más. En cambio al quinto día, nada más alcanzar la fase de Jadeo de Enfisema Agudo, la ira de cien hooligans del Glasgow Rangers se me filtró por todo el circuito venoso hasta el cerebro. No sé qué me pasó pero me entraron unas ganas locas de cabrearme y dar patadas y romper mobiliario urbano. Como Hulk. Solo que con la cara amoratada en lugar de verde espárrago. Por suerte vivo rodeado de solares así que el blanco de mi desesperación se centró en un montón de rocas mal colocadas en mitad de un pinar. Acabé haciéndome daño en la uña del dedo gordo y decidí donar las deportivas a Cáritas, confiando en que los niños de Zimbawe sabrán sacarle mejor partido que yo, corriendo delante de una milicia armada con machetes o algo así.

Total, así fue como descubrí la falacia de lo universalmente saludable que es correr.

Por eso la idea de caminar sin más no me resultaba tan descabellada: uno va por ahí descubriendo nuevos lugares, pegando la oreja a trocitos de conversaciones ajenas, esquivando voluntarios de ACNUR y, además, el rostro no se te congela en un gesto desesperado idéntico a alguien que estuviera a punto de eyacular y viera salir una marea torrencial de ácido fénico. Todo son ventajas.

Bueno, todo no.

Si has tenido la osadía de ofender al burro azul y no le has sacado a pasear dentro del bolsillo de tu pantalón, el equino asoma con todo descaro por la pantalla principal del móvil para informarte de que se siente “triste” por no haber salido en dos días. ¿Quién se cree que es para chantajearme de esta forma? Lo cierto es que está muy bien diseñado, al menos si el objetivo del modelo del burro es hacerte sentir un zurullo miserable de persona. Sus ojitos, dos puntos negros sosteniéndose bajo dos líneas finísimas, transmiten toda la pena concentrada en cada cara larga de una foto de Baden-Baden. Es atroz, es insoportable, si lo escondes debajo de la almohada su mirada atraviesa la funda y se te clava todavía con más fuerza en la frente. Arrancar la batería del móvil y comerse la tarjeta SIM no sirve de nada. Al final acabas claudicando.
“Has ganado, pero ya veremos mañana, cabrón. Ya veremos”, le digo, murmurando para que no se entere.
El problema con el burro es que no entiende que Sevilla es una ciudad limitada, agotada a los tres días de trashumancia intensiva. Es una ciudad mediana con niveles de dióxido de carbono de una grande y vida de villorrio, un sitio bastante bueno donde comprarse un piso pero nefasto para explorar día sí día también.
En mi desesperación por localizar sitios nuevos que visitar con mi jumento me meto en El Corte Inglés a ojear las guías turísticas de la ciudad. Fracaso. Ya lo he visto todo, he comprobado cómo los precios debían estar en rublos o en dinares o en cualquier otra moneda menos con la que se pagan aquí las entradas, he descartado el garbeo por cada tasca y cada restaurante typical por razones tan evidentes como saldo negativo tiene mi cuenta del banco. Asomo la cabezota por las salas de exposiciones que me voy encontrando, digiero como puedo las mil fotografías en blanco y negro de algún tipo al que se le ocurrió la feliz idea de que prescindir de la hermosísima escala cromática de la Naturaleza lo arregla todo. Pues no. Arrastro a mi pollino ante las puertas de conventos cerrados a cal y canto, lo saco del bolsillo para que husmee el aroma de la selecta cocina que ninguno de los dos vamos a probar, instauramos la regla inquebrantable de dar media vuelta nada más atisbar en el horizonte un 100 Montaditos, lo que nos atrapa en una absurda espiral de círculos concéntricos de la que no se puede escapar. Decidimos eliminar la norma casi al momento. Otra vez la cara de pena.
-No me mires así. Esta semana hemos dado 109.427 pasos. ¿Qué más quieres?
¡Enhorabuena! ¿Qué tal si llegamos a PUNTUACIÓN MÁXIMA MENSUAL?

Quiero pedir socorro. Lo malo es que el buen samaritano procedería a solucionar mi problema de la misma forma en que yo lo intenté en su momento, obviando la reacción energúmena del esclavo del cuadrúpedo en cuanto comienza a imaginarse todo el daño y aflicción del animal, gritando losientolosientolosiento mientras rebusca en la basura la tarjeta SIM y la batería del teléfono. ¿Qué me cuesta a mí batir mi propio record con tal de hacerle feliz? ¿Acaso no es esa la diferencia entre los amigos y los meros conocidos, concederse pequeños favores altruistas en lugar de grandes gestos heroicos puntuales a un 30% de interés? Es más, en teoría gracias a mi amigo turquesa ha mejorado mi capacidad pulmonar, el riego sanguíneo de mis piernas, la hiperoxigenación enajenante de mi masa cerebral y puedo darme una palmada en la cara delante del armario diciendo “¡Tengo que comprarme pantalones nuevos! Estos ya me quedan grandes”. Visto así, tiene todo el derecho del mundo a reclamarme 150.000 pasos semanales. Pero, ¿a dónde voy yo para conseguirlos?

-Hola-buenas-tardes. ¿Desea algo?
-No.
-Ah…
-Bueno, voy mirando…regalo… ¿sabe?
Desconozco por qué he acabado entrando aquí. Es una de esas tiendas pijas con escenografía de bodega de vino francés reutilizada para refugio antiaéreo donde todo tiene pinta de haber sido envasado, etiquetado y colocado por gnomos muy virtuosos y entregados a la artesanía. Hay mantequilla envuelta en papel de estraza, hay tarros con una mermelada tan cara que si se unta sobre pan Bimbo regresa ella sola al tarro indignada, hay confituras elaboradas a partir de plantas autóctonas de países donde jamás pondré un pie por temor a la picadura de un mosquito feroz.
Creo que andaba buscando un lugar donde mear y me he confundido.
Lo peor de estos sitios es acabar entrando. Desde fuera no hay ningún problema: todos esos locales de tapas con el apellido gourmet flotando junto al cartel de nacarado de imprenta, todas las tiendas de ropa de diseño tan extraordinariamente modernas que no necesitan ni colgar un cartel con el nombre, todos esos sitios quizá incluso resulten agradables a la vista desde fuera pero su interior está diseñado para recordarle a uno cómo y cuántos ingresos percibe al mes. Una sensación verdaderamente incómoda. Tiene todo su sentido. Lo normal es que los clientes de estas ferias de lo exquisito y lo fino sean inmunes al concepto dinero. A mí, en cambio, me están entrando los siete calores y un agobio de mil demonios.
La dependienta, una mujer de aspecto arácnido, no me quita ojo de encima, cada vez más convencida de que me he perdido, de que como tantos otros fulanos he entrado donde no debiera. Por alguna razón me siento culpable aunque no entiendo por qué. Tengo todo el derecho del mundo a entrar donde me apetezca, ¿no? Incluso con el centro forrado de proveedores oficiales del pijerío máximo, ¿quiénes son ellos para marcar la línea? Y todo por culpa de mi burro. Al final, para llevarle la contraria a la dependienta, he comprado una bolsita de caramelos de anís (o al menos saben a anís) por el mismo precio de las Converse de imitación que llevo puestas.
Además, a pesar de la sonrisa de victoria social de la aracno-dependienta, pido que me los envuelva para regalo.
Es una cuestión de principios. De ridículos, vacuos e inanes principios.

De vuelta en la calle reviso el podómetro, descubriendo con horror lo abismalmente lejos que estoy de siquiera alcanzar la mitad de la marca diaria. ¿Dónde me meto ahora? Más exposiciones sobre flamenco, más exposiciones sobre artistas contemporáneos grabando Andalucía desde un helicóptero, más música barroca, más Jornadas de Puertas Abiertas Para Conmemorar El Chorrocientos Aniversario de la Hermandad del Suplicio Supremo. Tal vez sea hora de ir un poco más allá. Si la ciudad no me ofrece nada nuevo, tendré que inventármelo.

Me he descargado 12.000 podcasts de un tirón. Ahora, mientras orbito por las mismas calles del centro una y otra y otra vez me inyecto información en vena en cantidades insanas. He aprendido a hacer un soufflé, me han contado con pelos y señales por qué el imperio Austro-Húngaro estaba abocado a la desintegración, dos tipos con la voz congestionada me han acompañado durante tres horas berreándose mutuamente sobre las mentiras de la cultura guanche. Ahora no solo voy rumbo de un cuerpo espigado y fibroso sino que también me entra una importante jaqueca al final del día.
De todos los pedigüeños y freelance de la caridad apostados a lo largo de la Calle Tetuán, hay tres chicos que me llaman la atención. Se dedican a pegar botes, a menearse de la forma en que Michael Jackson lo haría si le hubieran enchufado a una corriente de 10.000 voltios. No es break-dance, no es funk, ni siquiera el ritmo de cadena de montaje del dubstep. Es…pues eso, Michael Jackson a trompicones. Para mi sorpresa, el bailarín más entusiasta está bastante fofo. ¿Cómo es posible? Se suponía que el ejercicio intensivo lo transformaba a uno en un efebo, en un maniquí escayolado digno de colocarse detrás de un cordón de terciopelo en el Louvre. ¿Acaso este chaval se atreve a complacer a su burro, porque seguro que dentro de esos pantalones de paracaidista acecha un rucio lapislázuli muerto de felicidad, saltando toda la maldita tarde? ¿Cómo tiene la poca vergüenza de disfrutar de su subyugación al podómetro aquí en medio, en público? Una vez fui testigo de cómo la policía local obligaba a un pobre acordeonista a abandonar un cochambroso rincón de esta misma calle por “molestar a los viandantes con su música”. En cambio estos tíos ocupan un círculo tan grande que podría aterrizar un Hércules del ejército aquí en medio y la policía se queda mirando el espectáculo con media sonrisa, igual de encantados que el turista alemán que tengo delante.  Quiero denunciarlos a la Gestapo, me muero de ganas por gritar “¡Fuego!” y desmontar la función.
Tal vez, quizá, es posible que me esté dejando llevar por la ansiedad provocada por mi burro.

El cine donde dentro de dos meses se va a celebrar la onceava edición del SEFF tiene goteras, concretamente sobre los asientos del vestíbulo. Lo sé porque he entrado corriendo a refugiarme del diluvio mitológico que está cayendo gracias al clima ecuatorial oficialmente instalado a este lado de la peninsularidad. Bueno, suena a excusa porque es una excusa cochambrosa y vergonzante: he venido al cine porque es miércoles, es más barato y, además, he dado con la fórmula para dar esquinazo a mi implacable y emocionalmente artero asno. Resulta que el mecanismo de recuento de pasos se basa en la agitación de la carcasa del móvil. Hasta el día de la conmovedora epifanía, para mí el cacharro funcionaba gracias a un satélite GPS orbitando alrededor del planeta con el único propósito de calcular cuántas pezuñadas daba quien les escribe a lo largo de la jornada. No tiene demasiado sentido pero vista la cantidad de porno y mensajes de whatsapp con el icono de la flamenca que se envían al cosmos cada día, dedicar millones de dólares a espiar cómo un programa informático puede minar la voluntad y el juicio de un mindundi cualquiera me parece tan o más interesante que la exploración de Marte. Pues no, error. Mi burro es tan primario como una alpargata. Una interfaz diseñada para seducir prometiendo una sofisticación y unos estímulos über-humanos de los que carece por completo.  Miles de universitarios encerrados en pisitos a las afueras de San Francisco diseñando trajes del emperador a 0,99 la descarga. En el fondo da bastante lástima. Por eso he decidido no desinstalar a mi pobre mascota. De vez en cuando me dedico a sacudir el móvil como un barman con Parkinson prepararía un cóctel, sutilmente, alegrándole el día al podómetro. 1.000 pasos más. 3.000. 15.000. Debo andarme con ojo: en la oscuridad de la sala o en la parte trasera del autobús puede dar la impresión de estar masturbándome. No es plan.

Feliz, liberado, me dispongo a ver Boyhood, de la que inevitablemente solo he oído alabanzas, cantos en Fa mayor sobre cómo ha revolucionado la Historia del Cine, sobre sus poderes curativos y su despiadada ola de catarsis. He oído tantas veces lo mismo que ya me he inmunizado. Soy el SIDA de los entusiasmos cinéfilos. Puro adamantium. Ya puede haber legiones de espectadores vomitando ambrosía delante de sus ordenadores que la Nueva Reescritura del Arte Fílmico no va a ser tal. Nunca lo es. Quiero creer que esta repetición se debe a esa inquietud insoportable ante lo indefinible, ante lo que se sitúa tan endiabladamente por encima de uno que abrir la boca o, peor, verse obligado por motivos laborales a redactar párrafos y párrafos sobre ello, requiere de una plantilla de urgencia. En estos casos, como en tantos otros, la obra supera tanto a los comentaristas emocionales como a los grises teóricos de jerga alquímica y frases redactadas con el entusiasmo de un prospecto de Paracetamol.
Esto es todo lo que me van a leer decir al respecto: más allá de la tan cansinamente cacareada forma, Boyhood, como todas las genialidades genuinas, es una obra maestra (en parte) gracias a pequeños detalles insoportables (que no defectos), de los que raramente oirán hablar.

Nada más aparecer los créditos finales, siete caras se iluminan un par de filas abajo. Por un momento un arrebato de solidaridad cristiana me apremia a revelarles el secreto para escapar de las garras del burro. Luego, deslumbrado ante mi propia inteligencia sobre la máquina, bajando los escalones mientras zarandeo el teléfono, se me ocurre disfrutar un poco más de esta victoria épica y decido que mejor me reservo el truco, que se fastidien. Suena Deep Blue, de Arcade Fire, una canción dedicada al ordenador que ganó por primera vez una partida de ajedrez a un ser humano.
¡Increíble! 250.000 pasos esta semana. ¿Qué tal si ahora rompemos el récord?

Eso está hecho.

Isaac Reyes