Uno de los primeros recuerdos que tengo de la existencia, la infancia, la educación y la religión en general es el de una monja estampada contra una puerta. Nosotros la estampamos contra esa puerta. Veintisiete niños de un metro, centímetro arriba, centímetro abajo, haciendo fuerza contra una monja agarrada al pomo como Adán debió agarrarse al último matojo del Paraíso en cuanto le comunicaron la orden de desahucio, espada flamígera en mano.
Al final ganó la puñetera monja y su músculo divino y los veintisiete energúmenos de tres años aceptamos que aquello iba a ser así durante mucho, mucho tiempo. Tres años, como mínimo. Y eso solo el preescolar. Luego la primaria. Luego la secundaria obligatoria.
Seis años más tarde a un amigo de mis padres se le ocurrió que la devoción en domingos alternos al Sevilla FC no era suficiente. Ir al Pizjuán está bien, pero, dime tú que te digo yo, faltaba algo. Si dicen que los padres sobrecompensan sus fracasos a través de sus hijos, no quiero ni pensar la clase de tómbola de complejos que debía arrastrar aquel buen caballero para querer reunir a once mendrugos de metro y veinte y tratar de convertirlos en todo un prodigio del balompié.
Lo cierto es que, salvo dos, el resto de chavales que componían el equipo eran bastante buenos. Se pegaban sus señoras carreras por la banda, controlaban con la gracia de un Alkorta, podrían haberle saltado La Lágrima a Clemente con aquellos chutes del demonio rebotando contra el larguero, dejando un eco metálico y una mueca de horror cuando a quien les escribe le tocaba hacer de portero y se imaginaba asistido por un equipo de cirujanos plásticos. «Va a ser difícil, todavía quedan restos de tabique nasal y labio en la pelota, pero creemos que podemos reconstruirle la cara a su hija con un solomillo.» «Pero doctor…era un niño.» «¿En serio? Guau. ¿De verdad? ¿No se están quedando conmigo? Uf. Esto va a ser complicado.»
Por supuesto, aquellos dos éramos mi amigo A.M. y yo, Lo Más Puto Peor, eternos banana-suplentes cuya mayor aportación al arte del balompié infantil fue:
a) Elevar a la categoría de arte El Jugador Bulto. Véase: defensa que, incapaz de seguir el rastro centelleante del delantero rival, pasta por su área durante todo el partido, lanzándose como un kamikaze contra cualquier jugador y, ocasionalmente, empleando el culo y las lumbares como saco de cemento humano entre el chut de la muerte y la portería.
b) Los montoncitos de albero. Como la táctica y, básicamente, todo el partido nos la traía bastante floja, nos dedicamos a reunir montículos de esa tierra amarilla tan pegajosa como la última Cruzcampo de a litro a la que le queda un culín a las cinco de la mañana. Ahí estábamos, A.M. y yo, levantando túmulos funerarios, escombreras, cordilleras de puro aburrimiento. Hasta que, a falta de siete minutos para el final, al entrenador le inspiraba un rayo de piedad cristiana y, para espanto y confusión, nos sacaba a trotar por el campo, con las manos y la cara embadurnadas de polvo. Como dos aborígenes autistas que se hubieran dado un festín de tierra con patatas antes de salir a dar vueltas en círculos preguntándose de qué iba todo eso. Y todos sabemos cómo acabaron los aborígenes.
He de decir en mi favor que no siempre fui un ternero colgado de un gancho dando tumbos de un lado a otro del rectángulo. Hubo un par de ocasiones en que corté la respiración de los espectadores, los jugadores, el árbitro e incluso es posible que adelantara el parto de varias madres.
La primera fue cuando, todavía miembro honorario de Los Platanitos FC, me llega un balón perdido a los pies. Estaba en una posición imposible. ¿Qué clase de defensa se encuentra aun más atrasado que el propio portero, plantado a modo ficus en la mismísima línea de corner? Pues el menda lerenda. Así que me llega el cacho plástico, me pongo nervioso (a pesar de estar solo en varias hectáreas cuadradas a la redonda), no vislumbro jugador al que pasársela y quitarme el muerto de encima, el portero, ay, ¿qué coño haces ahí tirado todavía, acostado como si hubieras parado el último penalti de la undécima tanda de una final de Champions? Levántate, cabrón. Levántate que quiero deshacerme de la cosa esta. ¿No? Pues nada. Pero yo no me la quedo.
El balón rebotó contra la cara del portero que, en lugar de ayudarme y recogerlo como buen profesional, prefirió llevarse las manos a la jeta de puro dolor mientras el defensa favorito de todos se apuntaba su primer y único tanto en diecisiete partidos. En propia meta.
Aquel partido terminó en 12 a 1 a nuestro favor.
La segunda fue aun más suicida. Ya no defendía colores platanescos. De hecho, no defendía nada: en los torneos intraescolares lo importante es que tu hermano te preste la camiseta de España en el Mundial del 94, sembrada de pelotillas y venga, a destrozar a los del A y el C porque los de Segundo B somos la repolla en confitura.
Supongo que todos han formado parte alguna vez de un escuadrón suicida deportivo de instituto, pero, por si alguno ha optado por la educación en casa a lo Dakota del Norte o jamás ha pisado una Institución Pública de Enseñanza allende el suave y civilizado centro histórico de su ciudad, aquí va una breve jerarquía de sus miembros:
- El Matón Supremo: Un día llega a clase con las manos vendadas porque le ha estallado un bidón de queroseno la tarde anterior. El otro amenaza a tu compañero de mesa con sacarle los premolares con una palanca porque dice que ha oído que le han dicho que tu compañero va por ahí afirmando que quiere zumbarse a su novia. Pasas al siguiente curso, inesperadamente, el matón también y el tipo digievoluciona a matón con abrigo blanco ultraacolchado y ancla de yate de oro colgándole del pescuezo y una mirada tan cálida y afable como la de un veterano de Irak puesto de coca en el Primavera Sound. Ese es nuestro capitán, oh mi capitán. Su táctica consiste en correr como un ciervo en un incendio forestal, no importa si le están marcando o no, tú pásasela, siempre, él ya verá lo que hace. Oh, si lo veía. Su sagrada misión en el campo consistía en tratar de volarle la cabeza a cualquier pobre desgraciado que se interpusiera entre sus botas del color del uranio empobrecido y el horizonte, lugar al que mandaba el balón con billete solo de ida la mitad de las veces. Aquel chaval no jugaba al fútbol para ganar, no imponía su ley marrullera para gobernar, no trapicheaba con maría para ahorrar: el Matón Supremo vivía para desquitarse todo el tiempo de su propia vida. Y, de vez en cuando, darnos la delantera en el marcador.
- Los Acólitos: pues eso. La aterrada camarilla del matón, tan víctimas de sus vaivenes tripolares como nosotros, los pringados silentes. Eran realmente buenos dándole al cacho plástico, mucho mejor que su líder. Componían las jugadas, regateaban con la gracia de un Yorkshire buscando el final de la correa, chutaban a la escuadra con precisión y alguno de ellos incluso se apiadaba de los inútiles y les cedían pases de gol tan claros que solo podrían haberse fallado en caso de ser Stephen Hawking, que se hubieran agotado las Duracell de la silla y una enorme grieta se hubiera tragado el colegio, el barrio y la mitad del hemisferio norte.
Eran buena gente. No siempre, pero, ¿quién lo es? - Los Pringados Silentes: no, desde luego. Al menos no éramos mejores que ellos, por más que la mitología escolar quiera contar lo contrario. La timidez y la ineptitud son el Creciente Fértil del rencor y el póngame medio kilo de balas de punta hueca que no vea la fiesta que voy a montar mañana en clase. Como Pringado Silente, fantaseaba con ejecuciones sumarísimas, clave de una revolución adolescente donde, absurdamente, una masa enfebrecida iba a elevarnos a los altares del poder solo por…sacar nueves y dieces y tener dos dioptrías y hacer un espeluznante y precoz uso de la ironía. Realmente nos merecíamos las hostias que llegamos a recibir. Quizá incluso podrían haber sido de gran ayuda de haber contado con un poco más de material didáctico, digamos, con el matón explicándonos por qué no nos habíamos enterado en qué consiste todo ese rollo de la adaptación social, la inteligencia del grupo, el saber qué palabras no van a provocar la ceja enarcada con riesgo de puñetazo estomacal y cuales sí.
Ese tipo de sabiduría no académica tan difícil de entender por los pequeños señoritos feudales de las buenas notas y el temor infinito al mundo.
Bueno, pues uno de esos, anterior miembro de Los Platanitos FC, rodeado de acólitos frustrados ante la reticencia del gol y un Matón Supremo anunciando a los cuatro vientos que iba a comprarse una escopeta en el Pryca y nos iba a matar a todos, aquel Pringado Silente, ni corto ni perezoso, realizó la Mejor Parada de Todos Los Siglos. Fue algo mágico, luminoso, un acto inesperado incluso para la propia Naturaleza, tan hastiada ella de saberlo todo de antemano.
De nuevo, onda expansiva de gargantas congestionadas, miradas heladas, silencio Hiroshima al sur de la península.
Esta mano izquierda había interceptado el balón en el aire de un palmetazo, lanzada con un resorte detonado desde lo más profundo de un mecanismo alimentado de un combustible mental bastante cuestionable.
Todavía recuerdo la cara que se le quedó a la delantera de la otra clase. Ja, ja. ¿Qué? ¿A que no te lo esperabas? Yo tampoco.
Nadie se esperaba que a aquel medio-centro se le fuera completamente la pinza y le diera por creerse portero, ahí, estirando el brazo mientras permanecía totalmente quieto. ¿A qué vino eso? ¿Qué fue aquello? ¿De dónde salió aquel arrebato? ¿Me estaba vengando? ¿Estaba tan mortalmente aburrido de andar arrastrándome por la banda con mi ligero sobrepeso adolescente que me dije: Vamos A Darle Salsita Y Canelita Fina Al Asunto?
Ni el árbitro se creía la tarjeta roja que acababa de sacarme. Fue un acto de una irracionalidad tal que nadie se atrevió a comentarlo ni durante ni después. Ni siquiera el Matón Supremo, con sus cuidadas descripciones de lo que iba a hacer con nuestros intestinos y nuestro escroto.
A nadie le apetece preguntar de dónde sale lo más estúpido e incoherente y desquiciado de uno.
A mí, la verdad, tampoco.
Lo cierto es que una parte de mi se lo estaba pasando en grande, muy lejos, tan lejos como suena una fiesta de la que no te han avisado, de la que los invitados te dan bastante asco pero que, bueno, si pudieras husmear un rato con una cerveza en vaso cartón tampoco dirías que no.
Le perdí la pista a A.M. poco después de empezar la secundaria. Nunca fuimos al mismo colegio pero los conocidos comunes mantenían viva una de esas amistades por proximidad que se esfuman en cuanto caen los eslabones intermedios. De vez en cuando lo veía al otro lado de la avenida, lo que en los barrios de extrarradio equivale a vislumbrarlo al otro lado del Gran Cañón del Colorado. A veces me cruzaba con su madre, quien me ponía al tanto del crecimiento de su hijo comparándonos en altura. Ahora está terminando la E.S.O. Ahora se va a meter en un ciclo de FP. Ahora lo ha dejado. Ahora se va a sacar el carnet del conducir. Ahora ha vuelto a la FP pero en algo completamente diferente. Ahora se ha sacado la selectividad, ¿a que no te lo esperabas? Él tampoco. Supongo que A.M. recibía toda esta información a la inversa. Supongo que, de tanto en tanto, la incrustaba en mitad de esa cronología común dibujada a martillazos y enormes lagunas, completando una línea que iba desde placar una monja contra una puerta a ser Lo Puto Peor en la banda a me han contado que se ha mudado a Madrid.
A pesar de nuestra desastrosa participación en aquella liga, a A.M. y a mí nos dieron una copa tamaño boli BIC, en reconocimiento a… a… haber existido. Creo. No podía haber otro motivo. Todos los jugadores recibieron una, aunque cada cual sabía el mérito con que podía colocarla bien orgulloso en la estantería.
-¿Cómo que no sabes por qué? ¡Por tu golazo! Ja-ja.
No le pongo cara al autor de esa frase. Debió ser un híbrido de familiar y amigos de familiares y el propio entrenador. La verdad es que me lo creí. ¿Por qué no? El mérito deportivo y de cualquier otro tipo también consiste en llevar a cabo un acto singular sin beneficio ni heroísmo alguno. ¿Qué hubo más singular y antiheroico en aquel campeonato que el defensa que le reventó la cara a su portero y anotó de rebote el único tanto a favor del peor equipo de toda la comunidad autónoma? Podría haber sospechado que la total desidia con que el tipo encargado de grabar los nombres en las plaquitas de las copas dejaba entrever cierta condescendencia en aquellos premios. ¿Era yo «HISAC RELLES»? Pues si hacía falta sí.
Y si el bigotudo del micro subido sobre aquel escenario hubiera vuelto a pronunciar mi nombre para coronarme como pichichi de la liga femenina, no lo duden: la voz ya la tenía y el asunto genital no es problema a los seis años.
Poco antes de venirme a Madrid me di una vuelta por todos aquellos rectángulos del barrio, asfaltados o terrosos, donde traté de ser lo mejor Puto Peor en varias disciplinas. La mayoría han seguido el mismo destino que las fosas de la Guerra Civil: el campo de albero quedó sepultado bajo un aparcamiento de dos plantas con pistas de tenis y pádel en la azotea. Tenis-y-pádel. Dos deportes que, por alguna razón, están estrechamente vinculados a pagar una hipoteca y a la gente que se va de vacaciones con los colegas y sus parejas pero separándose en Las Tías Por Un Lado y Los Tíos Por Otro.
También hay una pista de tenis donde, varias calles más abajo, íbamos a reventar el tablero oxidado de una cancha de baloncesto y encestar de vez en cuando. Y también hay otras de esas estructuras avícola-cuadrangulares para el pádel en lo que fue el campo de fútbol donde siempre olía a mierda de caballo y otra bajo el puente que no es el puente de Triana y, en definitiva, allá donde la mirada no encuentre un Mercadona o un H&M o un VIPS, hay una pista de tenis-pádel hormigueada de cuarentones empapados en partidito de después del curro. No está mal. A esa edad dicen que conviene hacer deporte, regularse el colesterol, que te metan un dedo por el ano para prevenir. Lo triste es cuando desaparecen todos esos lugares que son cualquier lugar, vagamente definidos, no planificados ni privatizados, urbanísticamente despiadados con sus anillas y tornillos sobresaliendo del suelo.
No eran mejores. De hecho, la mayoría terminarían hoy día clausurados por siete oficinas del gobierno diferentes, con un muro de contención y varias torretas con ametralladoras. Ni siquiera es nostalgia barata y facilona por Cómo Eran Antes Las Cosas. Ni hablar. Vade Retro. Sitios igual de silvestres y descuidados siguen existiendo para otros tantos criajos, virtuosos o no del balón, pero, como todo lo que se añora, aunque sea lo mismo (incluso aunque sean más y mejor), no son los tuyos.
Durante aquella vuelta, sin buscarlo, también actualicé la cronología sobre A.M. Había sufrido un accidente con el coche del padre y ahora tenía media cara paralizada. Se había mudado hacía un par de años, antes de mi escapada centro-mesetaria. Ni me enteré. Por lo visto las cosas le habían ido mal, salvo que él nunca empleaba esa palabra. Según me contaron, A.M. prefería decir que las cosas iban «difícil», que lo intentaba, pero todo estaba cada vez «más complicado». A pesar de ser Lo Puto Peor en la banda, A.M. entendió que le merecía la pena competir por todo, por ser la mejor opción para las chicas que le gustaban, el mejor candidato para aquel curro vagamente relacionado con su FP, el mejor de los posibles hijos, el mejor de los amigos que no te llaman ni se acuerdan de ti pero cuando lo hacen demuestran que merecen la pena. Dicen que el accidente quizá no fue tan accidente, de la forma en que las cosas no iban mal, sino difíciles. Muchos equipos pelean toda su vida por subir a primera, luego bajan a segunda, luego a segunda B, luego regresan a primera y, llegado el momento, caen en picado hasta regional preferente. Se cansan de competir, no le ven el sentido, aunque de cara al aficionado lo estén intentando con uñas y dientes.
Competir todo el tiempo, por todo, puede llegar a ser agotador.
Hasta el momento en que te acuerdas que incluso Lo Puto Peor puede ser singular. Y, con suerte, incluso amado por la afición.
Isaac Reyes
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