Me encanta votar. Me lo paso en grande yendo al centro cívico donde montan las mesas, viendo a quiénes han elegido de presidente y de interventor y de sheriff del pueblo. Siento ternura por los viejos a los que han raptado mientras dormían y les han amenazado con matricular a sus nietos en Comunicación Audiovisual si no se embutían en una gastroenterítica camiseta del Partido y se iban al ladito de las urnas a pedir el voto. Se me eriza el vello de la nuca cada vez que repaso la lista de partidos marginales, imaginando todos esos salones tapizados de croché, todas esas barras de bar con mostrador de aluminio y el candidato a la presidencia al fondo, reunido con la plana mayor alrededor de una mesa sembrada de BitterKases a medio pimplar. Oh, y ese acto tan prehistórico del cunnilingus al reborde del sobre para cerrarlo, rescatado de un pasado donde la revolución de la tira adhesiva todavía no había atravesado los Pirineos.
Qué hermoso, que jodidamente hermoso es todo.

Supongo que me gusta votar porque, como persona con una nefasta habilidad para crear lazos afectivos con grandes grupos de semejantes, me hace sentir partícipe de un sarao colectivo. La última vez se me olvidó echar el papelajo, pero no, no fue cosa de la amnesia que me está provocando la boina de contaminación de la capital. Fue una diferente: amnesia por pereza. Ya saben: “Tengo que tender la ropa, bueno, después de la siesta, bueno, después del café, ya es hora del vermú, uy, pero si me estoy quedando croqueta, ya si eso mañana.” Y mañana es un futuro donde una pila de calzoncillos mojados se ha rebelado auspiciados por el siempre indeseable moho nacido a base de suavizante y desidia.

Mi único contacto con la política tuvo lugar durante la primaria y parte de la secundaria, cuando amañé las elecciones a sub-delegado de clase. Así de gilipollas era. Ni siquiera me molesté por manipular los resultados para ser, por lo menos, delegado. Que va. Lo fácil era meter la zarpa en la bolsa de los candidatos a lacayo del más asqueroso siervo de la profesora, un grado de separación que, suponía, me inmunizaba de la asquerosidad pelotera misma. Si no recuerdo mal, ejercí mi cargo en una ocasión, un día en que el delegado faltó a clase. Mi tarea consistía en apuntar en la pizarra a todo aquel que se atreviese a parlotear en ausencia de la profesora, una labor tan miserable y tan justamente premiada con el ostracismo social que, visto a posteriori, he de admitir lo bien que se lo tomaron mis compañeros. No me hicieron ni puto caso y siguieron a lo suyo, a soltar alaridos, acosar sexualmente a la chica más alta y a sacarle punta a los objetos más impensables para luego clavárselos en la ingle.
Fue un mandato de lo más pacífico.
El siguiente curso, más políticamente comprometidos, mis compañeros de clase eligieron como delegado, y por aplastante mayoría absoluta, a un deficiente mental, el mismo al que “programaban” para que simulase una tos de moribundo por enfisema. Se le llamaba, se cerraba y abría el puño rápidamente, y el chico hacía como que se arrancaba un esputo.
Se nos concedió el sagrado derecho a decidir, se nos ofreció la Libertad con toda su ele mayúscula y, aunque ninguno tuviese ni media luz para saberlo (mucho me temo que ni siquiera el tutor de aquel año, a pesar de toda su indignada jeta tras contar el último voto), acabábamos de constatar a lo bestia una terrible, terrible sospecha: las elecciones, parlamentarias o privadas, no consisten en decantarse por una opción ajena, sino por uno de tantos reflejos de uno mismo.
Teníamos 13 años, la crueldad a flor de piel y nos decidimos, por acción o por omisión, por la parte más nauseabunda.

Creo que mi amigo el Avellana tiene algo que ver con mi reciente pasión por sufragar a todas horas. El chico no es mal chaval. Tampoco es feo y tiene bastante afecto que regalar. Su problema es que carece de filtro alguno para las primeras citas y la mayoría salen huyendo escopetadas en cuanto tienen que elegir entre un bote de Valium o seguir escuchando las fatalidades de su devenir por este valle de lágrimas.
Es difícil, condenadamente difícil, ganarle la partida a un bote de Valium. Y más cuando eres alguien como el Avellana, un chico que (y existe parte veterinario de ello), deprimió clínicamente a su perro. Un buen día dejó de comer, luego de cagar, luego le estalló una bolsa biliar y el chucho se murió.
Así es el Avellana.
Pero pese a todo, su principal problema no es andar por ahí como una especie de Polonia andante, triste y ceniciento. En absoluto. Su mayor tara son las absurdamente elevadas expectativas que tiene para con las mujeres. Muchas les han sido presentadas y ninguna ha pasado el filtro.
-¿Qué le pasa a la amiga de la novia de fulano?
-Nada, está bien. Es muy maja y además está buena.
-¿Entonces?
-Nada.
-¿Entonces?
-Creo que es un poco bizca.
-…
-Que sí, que se le va el ojo un poquito hacia el lado.

Y por eso el Avellana está más solo que un domingo ermitaño.
Por eso la abstención siempre me ha resultado un poco como el Avellana: puedes anticipar la decepción, convertirla en el estandarte de tu abstención y defenderte con la profecía más anoréxica de todas, aquella que dice que todos te defraudarán, ninguno estará a la altura del político perfecto y si lo está, tranquilo, ya se la pegará. Así que, ¿para qué? ¿Qué sentido tiene mover el culo por un fiasco, sino del presente, de futuro?

El Avellana, como los abstencionistas, quizá tenga una fórmula mejor. De ser así, por el amor del cielo, envíenmela a mi apartado postal junto con un euro y una oración perfumada. Yo, por mi parte, solo conozco el fiasco, las bondades a medias, las esperanzas rebajadas a patadas, pero esperanzas a fin de cuentas y si, el fracaso atroz y lacerante, como modo no de triunfar, ni siquiera de redimirse. No, no se engañen. El fracaso es un camino para la acción, para provocar que ocurran otras cosas, consecuencias inesperadas en mitad de una orgía de hostias espirituales de lo más previsibles.
Así que, echando la vista atrás, me he dado cuenta de que voto para no sentirme excluido de ningún fiestorro, por aséptico y burocrático que resulte. Para enmendar lo peor de mí mismo que he dado y seguiré dando en forma de reflejo vestido con las bermudas rocanroleras del libre albedrío. Y, sobre todo, para no acabar como un buen amigo atrapado en un barbecho donde nada ocurre porque nada es suficiente. Y cuando nada es suficiente, nada fracasa. Y cuando nada fracasa, nada ocurre. Y así toda la noche, todos los meses, todas las legislaturas, varias vidas reencarnadas, varios universos paralelos en colisión hasta el final del tiempo, si es que el tiempo tiene algo que decidir sobre sí mismo.

Isaac Reyes