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Una de las cosas que más te angustian conforme te vas haciendo mayor es el tiempo. Al principio no lo percibes. Apenas existe horizonte de sucesos cuando tus objetivos son o inexistentes o prefijados por ese Dios natural llamado Familia. Luego tienes tus propios objetivos y antes de que te quieras dar cuenta ya es tarde para hacer ciertas cosas. O, quizá peor, es demasiado temprano para morirse.

Me aterra que se me haga demasiado pronto. Pienso, por ejemplo, en la gente que desde la cincuentena no tiene nada que hacer. Ni trabajo, ni familia que cuidar, y en muchos casos ni aficiones. Incluso, aunque las tengas, son muchas las horas y los días. Por eso contemplo estupefacto la esquina del vestíbulo donde una señora de mofletes hinchados y vestida como una conserje de un instituto malo se apoltrona tras una mesita verde y blanca, del mismo color que una banderola donde alguien indeterminado abraza a una anciana sonriente. Es lo suficientemente artificial para que pensemos que no es mayor, sino que está fingiendo que lo es. Es lo más luminoso de la escena. Junto a la banderola hay una gigantesca pizarra donde, a rotulador, han hecho un cuadrante con las actividades de cada día.

La angustia de que el tiempo pase lo vi en mi abuelo, y ahora lo contemplo en mi abuela. Se aburren. Solemnemente. Sabes que, en al menos el 80% de las horas del día, vas a hacer lo mismo. Nada. Por eso las vacaciones que el touroperador de la expedición de ancianos son unas vacaciones del tiempo. Están ocupados en todo momento. No hay descanso. Aquagym. Visita panorámica a pie por el Puerto de la Cruz. Teide. Animación cultural a cargo de Joannie Gutiérrez. Bingo. Aquagym. Visita panorámica a Santa Cruz. Animación cultural a cargo de Melanie Pérez. Bingo. Y así cada día. Es necesario ocultarles el tiempo. A mí me abruma. A mí, que quiero escaparme a hacer fotos, lo que es una forma de detener el tiempo.

La actividad es tan constante que, claro, choca con los momentos que les dejan que noten el paso del tiempo. Subo a la terraza donde está la piscina, donde mis otros dos compañeros me esperan café en mano, donde una camarera de acento ruso pero que jura y perjura que es canaria me pone un artificialmente delicioso café en vaso de cartón. Y allí, como era de esperar, se agolpan los dos extremos que más temen al tiempo: unos porque esperan que pase pronto y otros porque les aterra darse cuenta de que aún existe el tiempo. Para los jóvenes el tiempo no existe cuando se les otorga, cuando se les dice “tenéis dos horas” y entonces corren a aprovecharlas. Para los ancianos el tiempo existe cuando no están hiperactivos en un cuadrante escrito a rotulador en una pizarra, y quieren alargarlo, y no hacen nada.

Choque intergeneracional, creo que lo llaman.

Al final te vas dando cuenta de que el tiempo es un convencionalismo. Lo más extraño durante el viaje fue el absurdo cambio horario. Para el que no lo sepa, las Canarias y la Península, bueno, la parte española de la Península, tienen diferente zona horaria gracias a un antojo de Franco, el artista antes conocido como el Caudillo. La alergia a la historia tan tradicional de España y unas ciertas prisas, entiendo, en la Transición hicieron que se les olvidara ese detallito de nada. Así que cuando cruzas el Guadiana en dirección Oeste o vas a Canarias hay que cambiar la hora.

Y no todo el mundo lo hace.

El tiempo es algo que tampoco pierden los relaciones públicas de las discotecas locales. Impulsados por un extraño olfato quizá alimentado (quizá, solo quizá) por alguna llamada previa comisión de alguien del hotel, se presenta allí un muchacho que podría haber estado exportando bielorrusas a locales de alterne en la República Checa pero que al haber nacido en Canarias se quedó en relaciones públicas.

Su presencia me incomodó notoriamente. Soy, tengo que confesarlo, un cobarde selectivo. Es decir, me pueden ver siendo valiente en situaciones poco perturbadoras. Piénsenlo, que intenten robarte no es perturbador, o una pelea en un bar de noche. Son situaciones claramente biológicas y por ahí puedo pasar. Sin embargo, las situaciones perturbadoras hacen que enseguida quiera escurrir el bulto.

Por ejemplo a la hora de negociar con un tipo excesivamente bronceado, con los ojos medio abiertos, un tatuaje inexpresivo, un acento lesivo y que se desplaza en un monopatín a motor. El relaciones públicas de la discoteca light se presentaba llegando en un monopatín motorizado y hablaba con el mismo tono y presencia que de pequeño imaginaba a los que vendían LSD en calcomanías. Quizá este detalle hizo que lo lanzará a mis otros dos compañeros.

En honor a la verdad, tengo que decir que menos mal para todos. Regatear no se me da del todo mal. Cuando era más miserable de lo que soy ahora en los asuntos económicos le saqué unas gafas de sol a un tipo con una manta en Atocha por la mitad de precio. Mi mayor éxito rastrero fue en Tánger. Me probé una cazadora de cuero de esas de verte con ella puesta y creer que tienes porte para usarla. Me pedía 160€ y me la quité asustado. Mi intención no era regatear nada y de hecho acabé saliendo de la tienda como si la piel fuera de un familiar mío. Me persiguió calle abajo y yo miraba hacia atrás con el miedo de que la policía marroquí pensara que había intentado robar o algo. Tengan en cuenta que el mismo día había visto a tres policías con cuerpo de Bud Spencer bajarse de una furgoneta y moler a palo, porque era uno solo pero de más de un metro y unos ocho centímetros de ancho, a un borracho. Así que cuando me alcanzó me ofreció la cazadora por 100€. Volvimos a la tienda porque soy una persona educada y me había dejado a mi acompañante allí. Pero seguía sin querer comprármela. Se fue para adentro y volvió diciéndome que si su jefe no se enteraba me la dejaba a 80€. Le dije que el jefe era él, que me lo había dicho antes. Me arrancó la cazadora y si hubiera entendido lo que me dijo no podría reproducirlo aquí. Cuando ya me iba me dijo que cuánto quería yo por la cazadora. Le dije que 60€. Volvió a gritarme en una mezcla de árabe y bramido de tigre. Le dije que 60€ y lo que llevara en la cartera en moneda local. Ahí Alá será muy grande pero la codicia y la apuesta cuando van juntas pueden con todo. Me dijo que sí. Yo tampoco sabía cuánto llevaba ciertamente. Le di como 16 billetes de moneda local y los 60€. En total, 62€.

Uy.

A pesar de todo, regatear me incomoda. A pesar del nombre y la apariencia tengo poco de judío. Creo que está bien que la gente ponga un precio honesto por lo que está ofreciendo y tú lo pagues. Si regateas, es que quieres pagar menos y el que te está vendiendo acepta que, de entrada, pretendía estafarte. Eso no es libre mercado. Eso se llama Banco.

En cualquier caso, mi compañero sacó un precio razonable, 6€ por cabeza, para la discoteca. No le dijo que sí, sino “ya te llamaremos”.

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Por razones que no vienen al caso y que me supondría adentrarme en cavilaciones de esas que sólo nos interesan al sector aburrido de la sociedad, me pasé todo el viaje escuchando una canción de un músico que ustedes deberían conocer. Se llama Juan Valera, y es de Córdoba. Yo no sabía que había un Juan Valera músico en Córdoba hasta que conocí a su mujer, Natacha, que me habló de él. Igual que no supe que existía un Juan Valera poeta de Cabra, y lo supe después de que conociera al músico, más reciente y amistoso que alguien que lleva muerto dos siglos. Probablemente, viendo los cuadros del Juan Valera poeta incluso en vida debía ser algo más adusto que el Juan Valera músico.

El caso es que me pasé todo el viaje escuchando la canción Ruta del Sur del Juan Valera músico porque en ella se menciona Conil de la Frontera, en Cádiz. Guardo buenos recuerdos de esta localidad. He estado dos veces. La primera, a decir de mi madre, me vomité encima y no comía nada. Al parecer hizo un Levante de mil demonios. No lo recuerdo porque no tenía una edad apropiada para ello. La segunda vez no me vomité encima, aunque podría haberlo hecho, y me harté de comer. Tengo también vagos recuerdos porque, igualmente, estaba en una edad en la que empieza a ser normal que no recuerdes determinados momentos.

Recordé las playas color danesa de Majaceite, y cuando me monté en el avión en Sevilla camino de Tenerife supuse que el cartel que nos han diseñado en nuestros cerebros sobre las Canarias se aparecería en tecnicolor frente a mis ojos.

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Es temprano y alguien golpea la puerta de mi habitación. Miro el reloj, las 7. Habíamos quedado a las 8. Chispazo mental: alguien se ha equivocado y no ha cambiado la hora. En ese momento te acuerdas de cierto dictador bajito y con bigote que le dio por cambiar la hora del país para adaptarla al horario alemán y así hacerle la pelota a los nazis. Historia viva de España.

La primera mañana, bajar al salón donde se servía el bufé libre era un verdadero espectáculo de gente que había bajado una hora antes de lo debido. Otros una hora después y otros que jamás aparecieron.

Ah. El bufé. Cuánto se habrían ahorrado Costeau o Rodríguez de la Fuente si en vez de irse por lejanos desiertos y abultados océanos llenos de olas y tortugas comedoras de plástico simplemente hubieran observado el indomable espectáculo de un bufé libre de un hotel donde confluyen una excursión de niños de 11 años, otra de 16, y otra de niños de 65 a (ponga aquí la edad final según la esperanza de vida de su país salvo que sea una nación africana).

Constato una especie de código oculto entre los camareros que consiste en no hablar apenas con los usuarios, clientes, huéspedes o como quieran llamarnos. La camarera de acento ruso apenas nos dirige una mirada. Todos actúan como si los vigilara una Entidad Suprema a la que debieran rendir cuentas.

Mientras los camareros discurren por todas partes, deshumanizados y sospecho que pasándose entre ellos consignas acerca de cómo acabar con el Ente Supremo, intento echarme café.

Las máquinas de café son un invento enrevesado. Fíjense bien: un botón que pone “leche”, otro que pone “café”, otro “capuchino” (sic), “solo”, “agua”, demasiadas opciones. Por pura lógica, una señora delante de mí pulsa primero el botón de leche y luego el de café, sin sospechar que el malvado diseñador de la máquina supuso que quien pulsara leche solo iba a querer leche y quien pulsará café iba a querer café con leche. De tal forma que empieza a desbordarse la taza mientras la señora se encoge de hombros y se va dejándome allí con mi taza vacía y una por la cual se sale todo el café.

Existe algo perverso en el concepto de los bufé libre de desayuno si ustedes lo piensan. El propio proceso de lucha por los recursos explica mejor la vida misma. Por un instante me hubiera encantado que los alumnos hubieran sacado una libreta y hubieran apuntado allí sus experiencias. Habrían aprendido más del desayuno que toda la historia que han estudiado en su vida.

Los adolescentes se mueven de forma gregaria, esparcidos en función de una variable que contempla: a) el alcohol ilegal consumido a escondidas en sus habitaciones; b) la incapacidad biológica para levantarse más temprano; c) el odio suave e hipócrita que se profesan entre algunos.

Los ancianos se mueven de forma grupal, formando escuadrones de la muerte para acaparar áreas. Mandan a una a por tres o cuatro tazas de café. Otra se encarga de tostar ocho panes. En el sector de las bandejas de comida otros tantos llenan platos de forma aleatoria. De este modo tienen cubiertos todos los sectores.

Es apasionante. Es el Vietcong contra los Marines. Es la guerrilla española contra las tropas napoleónicas. Es Viriato contra los romanos.

Siempre he sido de desayunos frugales y cuando preparaba el viaje pensé que, por una vez, me moderaría en el desayuno. Cuando me puse a la cola fui pasando por una bandeja de fruta, otra de fruta en almíbar, otra de alubias con tomate, huevos cocidos, huevos revueltos, beicon, tomate, ocho clases diferentes de bollería de la que cogí la mitad. He contemplado infinitas variantes de un mismo producto hasta pensar que me tomaban el pelo.

Y mientras me echaba cada una de ellas la taza abandonada por aquella señora en la máquina del café seguía desparramando su líquido alrededor.

Aarón Reyes (@tyndaro)