- Comienza el siglo de las dos equis y se rinde un nuevo y poderoso culto. El culto a la dinamo, a la velocidad, a las conexiones telegráficas transoceánicas. Las teleoperadoras pierden la cabeza tratando de establecer conexiones entre los (a vista de hoy) escasos terminales telefónicos de Berlín.
“Muchas llamadas no se pasaban; era imposible realizar un alto número de conexiones; las señales acústicas no funcionaban como correspondía y los que llamaban se impacientaban. Todo eso era una provocación para nuestras trabajadoras, y al final hubo una que rompió a llorar, presa de convulsiones, y pronto empezó a ocurrirles lo mismo a casi todas. El director del telégrafo, que por casualidad estaba allí, se retorcía las manos mientras gritaba: “¡Mis niñas, mis pobres niñas!”
Joachim Radkau, “Das Zeitalter der Nervosität” (1998)
La clase médica asistía perpleja a una oleada de agotamiento nervioso que ya no podían seguir limitando (con poca perspicacia) a “reacciones histéricas propias del sexo femenino”. Hombres de toda condición, estrato y tintineo de monedas en el bolsillo se derrumbaban, ocupaban plaza fija en sanatorios mentales, se confesaban a carniceros de la psique sobre cómo las obligaciones de la vida moderna les superaban de un modo abrumador.
El onanismo se presentaba como causa aceptable de degeneración mental, la industria cosmética produjo bálsamos y cremas con corrientes de torio y de radio, se plantearon descabelladas proposiciones científicas en torno a la posibilidad de blanquear etíopes con Rayos X; la salud orgánica y la espiritual se sometían a variopintos tratamientos con electricidad, bien para aniquilar bacterias, bien para encauzar a los pobres descarriados marcados bajo el signo de cualquier interpretación freudiana.
La obsesión por la falta de virilidad, por la “intoxicación de la sangre”, por las bajas tasas de natalidad, envenenó prácticamente cada rincón de la vida pública y privada de finales del XIX y la década y media previa a la Gran Guerra.
Surgieron personajes como Eugen Sandow, el superjudío, forzudo y profeta del fitness, envidia del emprendedor de ojos muertos de nuestros días: fundó una cadena de veinte gimnasios, publicaba su propia revista dedicada a la fuerza física, comercializaba cigarrillos marca Sandow, pesas y aparatos de gimnasia marca Sandow, paseaba su cuerpo en espectáculos ambulantes que lo condujeron de Londres a Canberra, fue elevado a mito por ciertas corrientes sionistas que abogaban por la renovación del pueblo judío a través de transformarse en un gigante musculado con pantaloncitos de leopardo.
Por supuesto, no faltaron los remedios milagrosos. Las farmacias, los drugstores, ofrecían al ciudadano de a pie brebajes para recuperar el “ardor de la pasión”, eliminar la flacidez general, mantener vivo el fuego de la virilidad o simplemente “no ser un flacucho”.
Y en medicina general, The Knick.
La documentación de la serie (parcialmente) escrita y (completamente) dirigida por Steven Soderbergh es asombrosa. Los detalles no aparecen de forma didáctica, no se recalcan, no al menos en ese tono docente con que las malas ambientaciones tienden a demostrar que-están-recreando-una-época. Quizás como sello inherente a la HBO (ejemplo: las sutiles marcas escenográficas de 1995 en True Detective, con las entrevistas a los detectives grabadas en almacenes donde se apilan viejos ordenadores IBM y máquinas de escribir, con Rust Cohle explicándole a su compañero cómo funciona un teléfono móvil como ubicación cronológica más directa), The Knick es, en primer lugar, un buen tratado de los avances, los malabares en la cuerda floja, los terrores y los parches a las angustias de cierta sociedad de principios de siglo. Todo mostrado, presentado con sutileza, con calma, poniendo el acento en el desarrollo dramático, no en la exhibición de la bibliografía consultada. Esta, desde luego, es su primera gran virtud. Mezclar con maestría fundamento y narración no está al alcance de muchos escritores y Soderbergh y compañía lo logran.
Y no solo eso.
Porque no basta con la materia prima.
Explotar la puesta en escena digital en narraciones ambientadas en espacios conquistados por el viejo archivo visual es, sorprendentemente, un terreno aun por explorar. Michael Mann lo logró (vaya si lo logró) con su aproximación a la figura de John “supermiembro” Dillinger, aplicando la nueva textura del bit y el render sobre un imaginario, el del hampa de los años 30 y 40, levantado a base de texturas rugosas positivadas, impresas sobre papel de periódico, proyectadas a través de celuloide. De ahí que la dirección de Soderbergh resulte no solo formalmente disfrutable, sino también particularmente novedosa: inquietante en su nerviosismo (sin caer en la orgía anfetamínica de Paul Greengrass), salpicada de planos encuadrados con las líneas de fuga y construcción de la fotografía de la época, iluminada con el juego de sombras de una época que se asomaba con cautela al inminente fulgor permanente de las ciudades.
Tampoco es difícil descubrir estos pequeños logros innovadores (sin demasiado estrépito, susurrantes) en el desarrollo de los personajes, como una bofetada creativa ¿no intencionada? a los cargantes tropos del doctor House: el genio, la adicción, la tormentosa relación del genio con su subordinado, las dificultades de una inesperada directora de hospital para ejercer su autoridad años antes de que las sufragistas encogieran las ya estremecidas gónadas de esos hombres adictos a mejunjes inanes. En The Knick los temas estirados en House para mayor gloria de su efímera figura se matizan, no existen como excusa para deleitarnos en el magnético doctor interpretado por Clive Owen, tienen entidad, un peso lo suficientemente grande como para seguir sus propios caminos.
En definitiva, el estilo, quizá ya un poco sobrepasado por su propio sentido de molde industrial (pero indudablemente efectivo), de la ficción HBO.
Y Cliff Martínez.
¿Qué puede haber mejor que un sintetizador para dibujar el alma de los años de la devoción por la máquina, la velocidad con que se estampó Marinetti en una cuneta, las corrientes voltaicas cruzando los cielos urbanos enmarañados de Europa y Norteamérica y, en definitiva, la Virgen de acero, inseguridad y fulgor mecánico? Una vez más, es en la banda sonora donde se concentran y resumen los grandes logros del conjunto. Lo que en un principio podría resultar como una disonancia bien manejada, un fondo musical tejido a base de ordenador y síntesis electrónica de ecos ochenteros, va mucho más allá. Martínez, como los mejores compositores, no se limita a acompañar el ritmo de las secuencias, no es un apoyo ni un secundario creativo. Martínez, como los grandes, elabora su propia interpretación. Se ha sentado frente a The Knick, frente a ese 1901 de pulso acelerado y fervor positivista, condensándolo en el tono y el ritmo más acertado posible. El de las dinamos exhibidas como prodigios sobrenaturales en la Exposición Universal de París, el de la voracidad insaciable por descubrir, avanzar, superarse, parir flotas de acorazados de proporciones desquiciadas. El de la cocaína a la venta en el colmado de la esquina y las terapias de desintoxicación a base de heroína. Aquí no valen los violines, ni los pianos, ni las viejas sinfonías. La imagen, el relato y la música vibran con el preciso ritmo sincopado con que la historia nos cuenta que se escribieron aquellos años. Si capturar semejante espíritu no puede clasificarse de genio, entonces quien les escribe no sabe lo que es.
Isaac Reyes
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