Trajano fue el mayor tirano de todos los tiempos, a excepción quizá de su sucesor. Como presentación del que ha sido siempre galardonado como el ‘Optimus Princeps’ (El Mejor de los Primeros) desde su propia época, no está mal. Sin embargo, la figura de uno de los emperadores que gobernó el Imperio Romano en una época de expansión participa de dos males habituales en la historia: la falacia de la equidistancia y la aceptación de la explicación cómoda.

A finales del siglo I d.C. la situación del Imperio es desastrosa. La dinastía de los Flavios se había impuesto a otros tres candidatos a suceder a Nerón en una guerra civil que dibujaba un nuevo marco de relaciones e influencias. Desde el sur de la Península Ibérica emergía un poderoso lobby, el de los terratenientes exportadores de aceite de la Bética que se habían hecho de oro a expensas de la Annona. Ésta era una institución creada por Augusto un siglo antes para garantizarse los apoyos clientelares tanto de las elites agrícolas provinciales béticas (redes heredadas de su tío adoptivo Julio César) como de la plebe de Roma y de los collegia (agrupaciones en cierto modo precedentes de los gremios) que actuaban como intermediarios mafiosos. El sistema beneficiaba a todos, y cuando Vespasiano ganó su batalla vio que era mejor llevarse bien con las cada vez más poderosas elites de la Bética que, a la muerte de Domiciano, acabaron imponiendo a los suyos en el trono imperial. Primero a Nerva, una suerte de fideicomiso de sus intereses, y luego a Marco de la familia Ulpia llamado Trajano. Uno de los nuestros.

A Trajano no lo habían empujado a ocupar el puesto de capo dei tutti capi por nada. Era un buen general vinculado a una estirpe de emigrados itálicos que habían hecho fortuna con el proceso de creación de colonias que César impulsó desde mediados del siglo I a.C. En puridad, consistía en convertir en parias a los habitantes de las provincias para entregar el territorio que ocupaban a emigrados itálicos y romanos que vivían en estos espacios con los mismos derechos que en su lugar de origen. Una colonia no era una ciudad en sí, era una estructura política, social y económica que decía que Roma estaba allí, en todas partes.

Cuando llegó tuvo un problema bastante gordo que resolver. Después de un final de dinastía apoteósico, con devaluación monetal incluida, las finanzas de época de Nerón habían tocado fondo. Vespasiano, el primero de la siguiente dinastía, y quizá el mejor emperador de todos, reformó la administración y el Fisco de tal manera que recuperó notablemente al Imperio aunque se ganó una fama de tacaño y avaricioso por no practicar el derroche en regalos que ostentó por ejemplo Augusto. Quien por cierto dejó una buena roncha a su muerte que llevó también a su sucesor a mirar más por el dinero.

Trajano

Trajano buscó una solución basada en el expansionismo militar. Fortaleció la frontera y avanzó hacia la Dacia (actual Rumania donde le tienen un cariño inusitado, lo citan hasta en el himno). Tenía dos opciones, o fracasaba y hundía definitivamente al Imperio o triunfaba y retrasaba su hundimiento casi un siglo. Fue lo segundo y con las inmensas cantidades de oro y plata que consiguió inundó de regalos a Roma en forma de obras públicas de un nivel que no se habían visto desde Augusto.

No solamente fueron descomunales los juegos de circo y anfiteatro que tuvieron lugar sino que se impulsó un nuevo proceso de instalación de colonias, especialmente en el Norte de África, mediante un aumento de la circulación de moneda. Eso sí, la moneda de plata volvió a ser devaluada en su relación con la de oro porque se veía venir que los suministros de metal precioso no iban a ser precisamente abundantes en el futuro. El aumento de masa monetal permitió reactivar los negocios, aumentar la productividad y potenciar el comercio merced al control de las áreas caravaneras conquistadas o asumidas bajo la influencia en la zona oriental del Imperio.

Hasta aquí todo más o menos bien en cuanto a qué bien lo hizo Trajano que cogió un Imperio hundido y lo dejó a punto de caramelo para su sucesor Hadriano. El problema es que hay que hablar también de la natural tendencia de casi todos los emperadores al orientalismo. Esto no era vestirse de forma extravagante (aunque alguno lo hiciera) y practicar extraños ritos como luego haría Heliogábalo (que llegó a castrarse en público). Se trataba de un modelo de gobierno que veía en los principados orientales un modelo a alcanzar. Trajano manifestó estas ansias orientalistas en su deseo de ser el Hércules-Alejandro Magno redivivo que conquistara el Oriente. Fracasó en esta empresa, le dio un telele y tuvieron probablemente que aplicarle una eutanasia con almohada para que Hadriano fuera emperador.

No había sido el primero. César se trajo a Cleopatra embarazada (quizá de él, quizá de cualquiera sabe quién) y empezó a dar señales de que el modelo de faraón-rey oriental le hacía algo más que gracia. El resultado fue muerte por apuñalamiento bajo la excusa de que se iba a hacer nombrar emperador aunque la realidad es que fue una revuelta de los senadores con intereses inmobiliarios. Calígula también despreció al Senado y acabó asesinado, humillado en la literatura posterior y ridiculizado. Nerón, tres cuartas partes de lo mismo. Y luego llega Trajano, que impone a los senadores comprar tierras en Italia para reactivar su agricultura, gobierna con mano de hierro como un verdadero monarca, debilita el poder municipal, e incluso introduce figuras funcionariales que velan por el correcto orden y legalidad en la gestión de provincias que correspondían a senadores. Trajano entiende el Imperio como un espacio de gestión personal y, sin embargo, le ríen las gracias.

Trajano era un gran discípulo de Augusto. Básicamente, lo que hizo fue actuar como un gran capo mafioso agradecido a todos aquellos que lo habían situado en el poder. Con él, los senadores tenían cada vez menos poder pero les fue dando de forma individual puestos importantes en el ejército y en la administración de forma que el reparto de clientelas los tenía a todos contentos. Al fin y al cabo, para qué querían poder en un Senado que hacía siglos sólo era un club demasiado numeroso donde una elite era la que buscaba situar a alguno de los suyos al frente.

Aquí es el punto al que debemos atender. El favor de los senadores. La vida y milagros de Trajano la conocemos fundamentalmente por los textos de Dión Casio (que nació casi cuarenta años después de su muerte), Aurelio Víctor (dos siglos después) y sobre todo Plinio el Joven, contemporáneo, amigo personal y tan lamebotas de Trajano que hasta éste llegó a molestarse por la actitud del sobrino del Plinio famoso. Aparte de un sinfín de lápidas y epígrafes que nos hablan de lo bueno, bonito y estupendo que era Trajano por ganar tal o cual batalla o haber reformado media Roma.

Al poco de llegar, Plinio el Joven escribió un texto en el que contaba lo que debía tener un “optimus prínceps”, es decir, el mejor de los gobernantes. Su descripción, en el fondo, resulta terriblemente aburrida y simplista ya que únicamente adapta los conceptos desarrollados por Aristóteles en su ‘Política’ al contexto y figura de Trajano. Hay que tener en cuenta que Plinio, amigo del emperador, ascendió notablemente rápido y ocupó los puestos de cónsul y gobernador de una provincia con una velocidad que sólo un amigo personal del emperador puede conseguir.

Pero no pasa nada. García y Bellido, un historiador clásico del mundo grecorromano más clásico que un capitel dorio, usa a Plinio para justificar que Trajano era un tipo modesto que para nada quería ser emperador y que lo hizo a regañadientes. Hombre, por Júpiter Capitolino. Viene a decir que cómo no va a ser cierto lo que dice Plinio si el texto estaba pensado para ser leído a modo de discurso en público. Ignora, por lo que se ve, que la casi integridad del texto no hace sino ejemplificar aquellas virtudes que Aristóteles (y posteriormente Maquiavelo aunque con matices) situaban en la órbita de los buenos gobernantes. Incluso Juan de Salisbury en su ‘Policraticus’ en 1159 habla de Trajano en términos elogiosos, igual que antes lo había hecho Alfonso X en su ‘Primera Crónica General de Castilla’. Todos ellos están, en realidad, intentando comprender a Aristóteles y Plinio se los había simplificado con su ‘Panegírico’ sobre su amigo Trajano (aunque también usan a Dión Casio que bebe igualmente de Plinio en muchos aspectos).

El problema que esto nos plantea es el pilar de la investigación histórica: hallar la verdad. Sería complejo y quizá aburrido para un artículo sin una gran pretensión científica como éste ponerme a explicar la hermenéutica de Gadamer, la fusión de horizontes, las interpretaciones de Schleiermacher y las aportaciones de Heidegger. Lo resumo en que, básicamente, para esta escuela los textos son fruto de una circunstancia, pero la nuestra la que expone una verdad u otra. De esta forma, toda interpretación puede tender al infinito puesto que no es la realidad histórica (social, política, económica, etc.) del autor la que nos lleva al conocimiento sino la nuestra puesto que somos quien lo interpretamos.

Este principio hermenéutico no es inválido (no seré yo quien se crea más listo que Gadamer desde luego) pero rehúye de aceptar que existe una realidad fisiológica que debemos tener en cuenta. La memoria humana, tanto como proceso de recuerdo de lo pasado a medio plazo como de lo que está sucediendo en el instante vivido, es una experiencia que a nivel neuronal es totalmente personal.

Es de este modo como se van forjando las identidades propias y comunes. Las comunidades humanas, por extensas que sean, acaban formándose una idea de sí mismas a partir de una continuidad que nosotros venimos llamando histórica. Ahora bien, esa continuidad no tiene por qué ser racional ni auténtica. Es decir, puede construirse desde necesidades políticas particulares a partir de un pensamiento puramente mítico, pero igualmente válido.

Hay que tener en cuenta que los símbolos, las metáforas, las manifestaciones artísticas, apelan al pensamiento emocional de forma más directa que cualquier pensamiento lógico. Es un proceso primario que permite acceder de manera directa a las personas y de este modo forjar procesos de identidad común. Joaquín Fuster, Investigador y profesor de Psiquiatría en el Instituto de Neurociencias y Comportamiento Humano de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), afirma que “en la formación de las redes de memoria, el cerebro emocional tiene un papel fundamental. Y a medida que el cerebro se va desarrollando, las memorias y los conocimientos forman redes cada vez más complejas, más asociativas y, al mismo tiempo, cada vez más individuales; la memoria se hace cada vez más idiosincrática porque se construye con la experiencia de cada uno, con la vida”.

Como pensamiento de tipo primario, se basa en una relación categórica del individuo con su entorno, es decir, no existen los grises sino tan solo los blancos y los negros; y una relación personal, lo que significa que el individuo articula su realidad en función de que es él quien centra la realidad. El pensamiento emocional tiende a asumir que las creencias son la verdad absoluta y postula como falso todo aquello que lo contradiga, sin posibilidad de discernimiento.

Los sistemas de memoria son algo realmente complejo que trataremos de resumir en pocas palabras. Squire establece la existencia de dos sistemas de memoria en base al contenido de la misma; se trataría así de una memoria declarativa dependiente del hipocampo y una memoria no-declarativa. Para entendernos, la declarativa actúa como una “agenda”, selecciona y almacena aquellos hechos emocionales que más nos interesan de manera inconsciente, permitiendo así la generación de estructuras mentales racionales. Es además la que contiene la dimensión temporal de los hechos y permite de este modo situar las imágenes, interpretarlas y asignarles un significado. Complicando un poco más lo que venimos diciendo, hemos de añadir el modelo de memoria “modal” de Atkinson y Shriffin en el cual puede observarse la importancia de la división entre memoria de corto y largo plazo.

Esta estructura afecta indudablemente a la forma en la cual los individuos crean su propia realidad. Siempre que el ser humano trata de recordar un hecho pasado, el cerebro reacciona apelando a emociones vividas en ese momento. La emoción se convierte, pues, en el mejor modo de crear y de llamar a los hechos pasados, ya que se pretende recrear en tiempo presente algo que existió -o que al menos se intenta hacer creer que existió. De ahí que los pueblos acaben necesitando del mito, un pensamiento emocional, para evocar su gloria pasada de tiempos remotos.

Viendo de este modo cómo se generan los hechos del pasado emocional, podemos comprender mejor que cualquier posible verdad de unos hechos pasados basándonos únicamente en los textos de un amigo de un emperador son cuanto menos cuestionables.

Esto nos lleva al problema principal: la falacia de la equidistancia. En la historia contemporánea la voracidad de datos fruto de la existencia de muchísimas fuentes lleva a que el problema de Trajano sea cosa fina. Ahí están los debates en torno a la Guerra Civil, la represión franquista, las purgas de Stalin o Mao, quién mató a Kennedy, etc. Sin embargo, partimos de un problema común puesto que, ante la existencia de múltiples fuentes, la decisión habitual es la misma, el punto medio.

Argumentativamente adoptar un punto intermedio como medio explicativo de las situaciones formales, de las verdades a entender y averiguar, supone la adopción de una postura típicamente gadameriana. Es decir, la verdad no es tal sino la interpretación que hagamos en función de mi circunstancia. Para ello, la mejor es aquella que se encuentra más cercana a nuestra construcción moral. Sin embargo, la adopción de posturas equidistantes respecto a los hechos y procesos históricos, siguiendo la lógica hermenéutica, no permite aproximarse a la verdad como tal sino a una de las múltiples y posibles verdades. La equidistancia se vuelve falacia porque es sólo una interpretación más pero se asume por el “interpretador” como la mayor de todas las verdades por pretender que no participa de ninguna.

El argumento de la equidistancia siempre es una falacia porque parte del principio de que existen verdades a favor y en contra de una interpretación parcial. Se asume como forma imparcial de entender la realidad porque se arroja a sí misma la superioridad moral de la objetividad. Esto, como hemos visto con la forma en la cual se generan los elementos asociados a la construcción de la realidad y la memoria, es totalmente imposible. Gadamer, después de todo, tenía razón en que la interpretación depende de cada intérprete, pero también debemos asumir que cada fuente histórica es una verdad en sí misma.

La equidistancia, por tanto, no existe. Trajano no puede ser interpretado más que por las realidades emocionales de las fuentes que manejamos: un amigo que lo adora en sentido estricto, unas redes clientelares que se benefician de él, un lobby que lo impulsa y al que pertenece, unos epígrafes que alaban su gobierno. Si adoptáramos la equidistancia diríamos “pero mató muchos dacios” y, como hemos comenzado diciendo, “fue un tirano bueno”. He aquí el argumento con el que empezamos y que demuestra la falacia de la equidistancia. O lo consideramos desde nuestro punto de vista como un tirano terrible, o asumimos la versión de sus coetáneos de que era un gran emperador.

La equidistancia, por tanto, siempre es una mentira. De ahí que quien la asuma debe valorar, ante todo, qué tipo de interpretación quiere hacer realmente de los hechos ante los que se posiciona.

A todo esto, hace 1900 años que murió Trajano. Que es de lo que debería haberles hablado.

Aarón Reyes (@tyndaro)