Estaba escribiendo esto cuando me llega un mensaje del editor de esta revista: “Aristóteles tenía razón”. Me pone eso y entonces no me queda más remedio que pensar en por qué. En efecto, politeía no es dêmokratía. Al parecer nos extraña que asciendan al poder tendencias de carácter populista sin temor a ser tachadas como tales, sin complejos, con mensajes cortos, directos, usando el lenguaje que la gente está acostumbrada a usar. Pensemos en Uribe con el referéndum colombiano, mintiendo descaradamente pero sin duda yendo a los aspectos emocionales del potencial electorado. Pensemos en Le Pen, probable futura presidenta francesa si no lo evitan con el sistema de doble vuelta y representación uninominal que para eso fue inventado. Mientras, otros populismos insisten en maquillarse para llegar al poder, en pensar que hay que ser más amplios, miradas largas y todo eso.

La mirada puede ser muy larga pero las frases tienen que ser cortas. Es ahí donde Aristóteles tenía razón. Criticaba una cuestión básica, a saber, que ningún régimen puede considerarse justo cuando aumentan las diferencias entre los que poseen y los que no poseen. En esos casos, afirmaba el pensador Estagirita, las situaciones se vuelven inestables porque pueden dar lugar a una rebelión de los que considera los peores gobernantes: los oligarcas por un lado, lo que llamaríamos proletariado urbano por otro. Para Aristóteles la idealidad era un aumento de lo que nosotros entenderíamos por clase media, el campesinado mediano-propietario que actuaba como hoplita en la polis clásica.

Que gobiernen aquellos que son más pobres era un defecto para Aristóteles ya que no poseen virtud. No se trata de una valoración acerca de su inteligencia, ni de su capacidad, sino de sus intereses. Trump se ha dirigido a un electorado desarraigado, que se siente atacado por todas partes, exteriormente, interiormente, y les ha prometido que les ayudará a ser como él. Rico. Ha atacado a los banusoi (intelectuales urbanitas), los agoraioi (mercaderes) y a aquellos que aspiran como los thetikoi (jornaleros) a vivir por cuenta ajena. Mientras, el mundo permanecía perplejo pero condescendiente con esa América redneck a los que había que tratar paternalmente bajo la mirada larga.

La democracia es lo que tiene. Lo normal es que aparezcan demagogos, y cuando un demagogo es apoyado por el establishment, por medios de comunicación que pertenecen a grandes conglomerados, cuando un demagogo es el candidato “que debe ser”, el otro demagogo, el que se dirige a las clases subalternas, es el que lleva las de ganar. Al sustituir la isegoría (la capacidad de cualquier ciudadano a participar de las instituciones de forma directa) por un modelo de ciudadanía pasiva como es la democracia representativa, se deja el camino abierto para los demagogos. Entre ellos, quienes hacen uso de la parresia (coraje para decir con libertad lo que piensan), se llevan la palma.

Pero esa libertad se fue convirtiendo en el siglo IV a.C. en un coraje para decir lo que se piensa con el fin del interés propio. Más de dos mil años después y aún nos seguimos preguntando por qué ha ganado Trump cuando Alcibíades hizo lo propio.

La perspectiva de una Presidenta mujer representaba un cambio en la historia de la política americana y la candidatura de Trump, el magnate de bienes raíces, de grandes edificios y propiedades inmobiliarias, en el fondo también. Vale, es manifiestamente incompetente y no apto para la dirigir un gobierno. Entrenado en las artes de la televisión y la promoción inmobiliaria, exhibe escaso interés o familiaridad con la política. Pero Trump se mueve dentro de cosas como la teoría de la conspiración, busca en el lenguaje de Internet, de los virales, de la cultura popular, aquello que les interesa y se los muestra.

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Es más, Trump no acepta la autoridad del republicanismo constitucional, sus normas, sus creencias y prácticas, normas explícitas y entendimientos implícitos. Que gran parte de sus declaraciones se hayan dirigido a la libertad de prensa, a infringir un poder judicial independiente, que prohíba la inmigración musulmana, el deportar a los inmigrantes indocumentados sin una audiencia imparcial, revivir la práctica de la tortura y, en el tercer y último debate, su negativa a decir que él aceptaría el resultado de las elecciones si no le son favorables no es más que una muestra de cómo la democracia, en tanto que autorrepresentación de las élites, fomenta una ciudadanía pasiva que está abierta al mesianismo. Trump ha ganado como Luis Napoleón Bonaparte hace siglo y medio.

Es el resultado de paralizar el partidismo anestesiando la participación de la ciudadanía en las instituciones. Porque, otra vez, Aristóteles tenía razón. La América redneck es una ciudadanía a la que se ha ido despolitizando mediante la entrega de su capacidad de participación a manos de una serie de intereses cruzados entre ambos partidos. “Un poco de bipartidismo no viene mal”, suele decirse entre la élite del Congreso, con el fin de que cierta ciudadanía no se manifieste, no siga fielmente a éste o aquél candidato. Trump tuvo como efecto reactivar este partidismo con un movimiento activo en contra, no sólo dentro de su partido sino sobre todo desde la principal fuente de influencia, los medios de comunicación.

Trump es una vieja historia americana, pero también una historia sobre la democracia. Nos parece perfecta la isegoría, que todos voten y todos participen, hasta que aparece el parresiasta, el demagogo que usa el discurso para su interés propio atrayendo a un sector de la población. Entonces calificamos a la otra parte de la ciudadanía como insensata o mal informada, como hacía por cierto el propio Aristóteles. Quien, por cierto, criticaba precisamente la deformación de la democracia de su tiempo que aspiraba a modelos representativos donde los que miran por el interés del grupo están por debajo de los que miran por el interés propio. Igualmente, en EEUU el único con un discurso por el interés del grupo era Sanders, y en lugar de él los demócratas optaron por una candidata como Clinton con el mismo tipo de mensaje que Trump: el individualismo atroz.

Sin embargo, a Trump le han hecho el grupo. Los constantes ataques a sus tendencias, su persona, su propio electorado, han hecho que un discurso tendente a apoyar al individuo y el egoísmo de capitalismo salvaje (exactamente igual que Clinton, ojo) se transformara en una identidad casi de clase. Esto también fue adelantado por Aristóteles, quien veía en los peligros del modelo democrático que usamos.

El éxito de Trump es haber abusado de sus privilegios. Sus discursos siempre han sido directos, empleando sus mismos recursos culturales y verbales, sus medios afines, y por supuesto adaptándose a las circunstancias. El año pasado eligió entre los mejores de los cuatro presidentes anteriores a Bill Clinton, que alabó como «un gran Presidente». Ahora Clinton, como su esposa, es un criminal. Hace tres años, Trump comentó sobre el trabajo de Hillary como Secretaria de Estado que estaba «probablemente mucho más allá de todos los demás». Ahora, por supuesto, su mandato fue un «desastre total».

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La combinación de oportunismo, egoísmo heroico, alegre desprecio por los conocimientos y un sentido amplio de la infalibilidad ha contribuido al distanciamiento profundo del triunfo de la verdad. Su parresía es decir la verdad que la gente intuye emocionalmente, no necesariamente la verdad real. Cuando dice que «miles y miles» de musulmanes en Nueva Jersey se alegraron de los ataques del 11-S está yendo al ideario común. Cuando le dijeron que esto nunca sucedió, repitió su afirmación, se burló del reportero con discapacidad que lo dijo y luego negó haberlo hecho aunque estaba grabado en vídeo. Se ha jactado de conversaciones con Putin que nunca han tenido lugar; dijo que Putin no invadió Ucrania, por cierto. Describe el cambio climático como un engaño perpetrado por los chinos, luego dijo que él no había dicho “los chinos”. Día y noche, Trump ensambla y distribuye estas insinuaciones turbias y miente abiertamente a través de su cuenta de Twitter. Está particularmente obsesionado con Obama. Ha puesto en duda su nacimiento, su fe, su lealtad. Su frase preferida al respecto es “algo hay que hacer”.

Hay algo que hacer, para entender por qué Trump es presidente. ¿Es una infección oportunista o muestra realmente el colapso de los liberal-parlamentarismos cuyo reinicio constante para mantener los privilegios de autorrepresentación de las élites deriva en la aparición de la demagogia? Se ha intentado explicar desde la debilidad de los candidatos republicanos en las primarias, aumento de emisiones en televisión por cable cuando se producían las concentraciones pro-Trump, el resentimiento por el temor a un ascenso de una América “bronceada” con un presidente como Obama, la ira contra Wall Street (que apoyaba a Clinton) por el descalabro financiero, la pérdida de poder participativo y adquisitivo del hombre blanco medio americano para quien está además diseñado el aparato electoral (el EEUU por ejemplo los presos no votan y casi el 75% son negros, decenas de millones de votos), etc.

Lo cierto es que estamos en medio de la rebelión de un pueblo, con un gran debate sobre la desigualdad de ingresos, con la pérdida de la clase media que, como sostenía Aristóteles, son los únicos que pueden evitar el gobierno de los extremos. La solución no podía venir por la crítica a los votantes de clase trabajadoras blancos que forman la base de apoyo de Trump, y que una vez fueron un grupo democrático, con sus angustias y sufrimientos, pérdidas y ganancias. Clinton no proponía nada más que enfrentamiento a esta base. Fue el Partido Demócrata, eliminando a Sanders de la ecuación, quien creó la victoria de Trump. Lo hizo porque tuvo miedo de introducir la variable de ruptura con el sistema de jerarquía social que caracteriza este tipo de democracia. Y mientras se siga apoyando la democracia de la estructura social y la demagogia frente a la democracia de la participación activa de la ciudadanía, limitándola o tratándola como idiota (sin interés por la política que es lo que significa idiota), mientras se actúe así, veremos cómo cada una de las siguientes paradas serán caminos hacia la destrucción de toda forma de participación.

Fernando de Arenas