Hace dos años y dos meses fui a Bélgica porque contaba con hospedaje gratuito y chimenea, porque la habitación molaba tanto que tenía su propia calefacción rústica, claro que en realidad estaba tapiada, inutilizada por el casero ante apocalípticos horizontes de Erasmus, becados, au pairs borrachos hasta el culo prendiendo las llamas del infierno en aquella muy digna casa en pleno centro de Bruselas.
Fue un viaje muy bonito.
Me inflé a gofres hasta sentir el azúcar recubriendo la pared interior de mis venas, probé cervezas con nombres místicos, nombres monacales, nombres sacados de una sinfonía de eructos bajo un taburete. Me atiborré a patatas fritas porque el plato nacional son las frites con almejas. No me gustan las almejas, tienen una connotación sexual que no tiene nada que ver con que las desprecie con furia cristiana, pero me desagradan. Me extrañó no poder encontrar gofres con almejas. Ni gofres con frites por encima. Ni almejas recubiertas de gofre con mermelada de patata frita.
En mitad de esa orgía colesterólica visitamos el Museo Nacional Belga, un palacio muy blanco, perlado, nieve sobre ovejas ahogándose en leche en un Rothko. Entre sala y sala uno se entera de los porqués y los cuándos y los ahora entiendo de la historia de esta hermosa nación, otrora esplendor del Imperio Donde Nunca Se Ponía El Sol. Según cuentan los carteles, el pueblo belga (que entonces no era el pueblo belga sino una asociación espontánea de valones y flamencos, como, digamos, una reunión nacionalista azarosa de murcianos y alicantinos) descubrió en pleno fervor europeo por los nacionalismos que ellos no eran franceses ni holandeses, que vale, que parlaban la lengua del honorable Sade y masticaban esa magnífica maldición élfica que es el neerlandés, pero ahí, en su muy abigarrado barullo cultural, una fuerza suprema les impelía a coger un Edding 3000, agarrar un mapa y tachar aquí, trazar una curva allá y ya tenemos un terruño propio al que llamar país.
A Francia le vino de perlas tener un patio trasero donde mear sin salpicar a los rubicundos y muy pecosos vecinos de los Países Bajos y los padres de los realities importados por EEUU tampoco es que se fueran a inflar a trankimazines por las noches llorando por la separación de, en fin, los catetos del sur.
Una cosa que aprendí viajando por Europa es que las señas de identidad más primarias de este nuestro viejo y lacerado continente las definen las playas, la Europa League y a quien consideras un palurdo integral. Mucha risa con los rednecks y la white trash norteamericana pero peguen, peguen la oreja cuando andurreen por esas tierras eurocomunitarias.
En Bélgica, por ejemplo, los flamencos consideran unos cejijuntos atrasados masticachapas a los valones, además de feos y más brutos que asar la manteca. O era al revés. Bueno, no recuerdo. El caso es que unos tenían un concepto muy poco armónico de los otros. Como París con el resto del mundo. O Alemania con los judíos. Solo que a Alemania hay que reconocerle los esfuerzos por paliar los errores del pasado. Quizá se les haya ido de las manos, quizás no hiciera falta sobreactuar poniéndose en plan Mercader de Venecia con sus vecinos, pero bueno, quien esté libre de pecado que tire el primer bono basura.
Total, que en el Museo Nacional Belga uno se entera de cantidad de cosas. Hay que prestar atención a la parte en que se carraspea y, ejem, si, bueno, Leopoldo II, aquel barbudo entrañable. Cómo se le fue la pinza, jaja. Vale, la cagamos de una manera catastrófica, injustificable. Pero es que el caucho es tan adictivo… E inmediatamente después uno puede admirar en una vitrina el polvoriento uniforme del mayor genocida continental después de Hail Quién Ya Saben. ¿Reconocen los belgas aquella atrocidad demencial en el Congo? Sí, aunque de un modo un tanto peculiar. Tanto la sala del museo como los dos carteles que le dedican al genocidio equivalen al arrepentimiento y aceptación de la culpa con la boca pequeña. De nuevo, se me vienen a la mente las diferentes formas en que Europa rinde homenaje a las víctimas de sus delirios. En Alemania han levantado un famoso monumento a las víctimas del Holocausto con forma de piezas de Tente unidas por un niño retrasado. Además, abrieron todos aquellos museos y memoriales y hasta convirtieron en parques temáticos los campos de concentración. En Francia les dedican plazas y jardines, el más reciente sin ir más lejos a la división de españoles que liberó París. En España construimos carreteras comarcales sobre fosas con muertos.
Cada cual su rollo.
Por eso tampoco soy quien para bajar a la recepción, coger un papel de esos de sugerencias y escribir en perfecto dialecto valón: a la parte de la locura africana le falta un poco más de culpa, gracias. Lo demás, muy limpio. Besos.

-Y yo, y yo, yo me vuelvo pa Triana. Ay, sí. Yo me vuelvo pa Triana.
Nada más poner en el Grotte Markt de Bruselas lo primero que veo es a un tío con una guitarra flamenca cantando debajo de una de las garitas incrustadas en la piedra del ayuntamiento. Chispea de lado, los turistas vuelan arrastrados por las Nikon convertidas en aerolitos extremadamente caros, las gafas se me han empañado  y tengo que acercarme mucho a la voz para certificar que, en efecto, eso es un sombrero vaquero y eso otro un gabán del oeste y ese canto medio rumbero sigue pidiendo que por favor lo devuelvan a Sevilla.
Raro.
Ahora el tipo que se quiere volver pa Triana se me queda mirando. He pegado tanto la napia a las cuerdas de la guitarra que lo menos que el buen hombre espera es que le eche una monedita. Busco, rebusco, billete arrugado de avión, roña, un chicle mutado en soufflé semisólido desde este verano. Pues lo siento, colega, pero no tengo suelto. Ah bueno, si es que además no tiene estuche ni cartón ni triste cacerola donde arrojar un donativo. Me escama. ¿Por qué se expone un trianero a las inclemencias del tiempo belga solo para lamentar a viva voz que por favor lo deporten? Sospechas. A lo mejor es un trianero peligroso, como el hijo del del gordito de esa pareja cómica hispalense tan querida en el resto de España.
Huyo.

Waterloo está a una media hora en tren de Bruselas y a nosecuantas a trote equino, que es la medida que debieron usar cuando en la corte belga se les subieron las reales gónadas al cuello en cuanto el bautista entró en la fiesta celebrada en el Palacio Real pálido cual parturienta, pegando alaridos sobre la inminente llegada de Napoleón.

En Waterloo no hay una mierda. Es decir, hay un montón de cosas, pero ninguna diferente a la que puede ver asomándose a la ventana si vive al lado de un polígono industrial en Valdechafo de la Serena. Nada más bajarse del tren puede disfrutar de las hermosas vistas de un patatal extendiéndose hacia el horizonte, cientos de millones de surcos destinados a mantener viva la tradición gastronómica del estado tapón. Parece el peinado de James Franco en Spring Breakers. Al otro lado, el pueblo: una sucesión de casitas cuya tradición se remonta a 1980, cuando alguna empresa inmobiliaria decidió rodear el casco histórico waterlooense (un kilómetro cuadrado) levantando un cinturón defensivo de chalets unifamiliares al más puro estilo bauhaus-amarihuanada-a-lo-ciudad dormitorio.
Consultamos un mapa. La casa cuartel de Wellington está en la otra punta del pueblo. Bueno, digo, paseemos, será bonito.
Pues no.
Es bastante feo y anodino. De hecho los waterlooenses tienen por costumbre asomarse a la ventana para mirar con estupor el interés artístico de los turistas en su villa. No comprenden por qué van por ahí, oreándose por las calles frunciendo a tope el ceño de Entender Lo Histórico cuando realmente no hay chicha que rascar.
Esperaba encontrarme el váter donde cagaba Wellington, la bañera donde se frotaba Wellington, la mesa sobre la que se comía un plátano Wellington, pero en la Casa Cuartel de Wellington solo hay un mostrador y un señor avisando de que el chiringuito va a cerrar en media hora y que si queremos ir al campo de batalla tenemos que coger el autobús al otro lado de la calle.
Esa línea sigue el mismo y preciso recorrido que realizaron las tropas wellingtonianas camino de la gloria, el descuartizamiento, el catapum supremo, el machaque impenitente sobre los hijos imperiales de la revolución. Esto va a ser grande. Saco la cámara de vídeo, quiero grabarlo, quiero registrar centímetro a centímetro lo que debieron sentir aquellos pobres hombres rumbo a, se presuponía, una carnicería épica de final incierto contra el hombre más poderoso de Europa. O el que lo fue, que al caso es igual de acojonante.
Creo que jamás volví a ver aquel archivo de vídeo.
Diez minutos de concesionarios y un Pryca. Uno tras otro, las tropas del general inglés atravesaron vehículos de ocasión, tuvieron la oportunidad de discutir la mejor financiación posible con dependientes de Kia, agenciarse una bebida energética, mear detrás un pub irlandés.
Una Mujer Turista, del Planeta Turistón 6 se pregunta a sí misma en el modo grito a todos los pasajeros si realmente aquel autobús conduce al campo de batalla. Nos reímos. Nos reímos porque no lo sabemos, claro. La risa es el vals desquiciado y hasta arriba de anfetas de la ignorancia. Ahora saben por qué me río tanto de todo.
Curva, bache, 40% DE DESCUENTO EN FORD y ahí está.
La señal en forma de flecha donde pone en negrita cursiva: WATERLOO.
Ambiguo.
Lo de antes también se suponía que era Waterloo. Quizá esto es más Waterloo que las casitas de Waterloo, lo que, históricogeograficosemánticaquisquillosamente hablando tal vez tenga bastante sentido.

Foto: GEORGES GOBET/AFP/Getty Images

Foto: GEORGES GOBET/AFP/Getty Images

Caminito de tierra, caminito de mi alma, caminito de mi corazón que me conduces durante un kilómetro desde la parada de autobús hasta el Centro de Interpretación del Campo de Batalla de Waterloo. Nada más empezar a caminar uno se topa con un cartel enorme clavado en mitad del primer surco del campo que dice PROPIEDAD DE AQUABUONA.
Arrea la pedrea.
Las cientos de hectáreas del sembrajo donde media Europa se reunió para volarse los sesos ahora pertenecen a una multinacional de la succión, embotellado y piltrafeo de agua mineral. ¿Y aquello que es, tamaña estructura cilíndrica del aspecto y las proporciones embrutecidas a escala de una fiambrera? El centro de interpretación. Dentro venden sables napoleónicos y gorros napoleónicos y mapas con textura de pergamino y globos y marcapáginas y un montón de libros enormes con el famoso cuadro de Napoleón a punto de escoñarse del caballo señalando al cielo, posiblemente a donde se iría si se parte la crisma en la caída.
En la última planta de la fiambrera hay un ciclorama gigantesco donde se cuenta grosso modo qué pasó.
Básicamente, que Napoleón perdió y al mariscal Ney se le fue la cabeza, embistiendo una y otra y otra vez a los cañoneros ingleses con la efectividad de un crecepelo tailandés vendido en un chino debajo de un buffet taiwanés en el barrio portuario de Zagreb. Se cuenta que, tras otear el campo de batalla y descubrir que ninguno de sus hombres de confianza estaba demostrando por qué valían tanto para el corso, Napoleón pronunció aquellas sabias palabras: “¿PERO QUÉ COJONES ESTÁ HACIENDO NEY?”
Ney estaba azuzando a sus hombres a una estampida suicida final.
Eso estaba haciendo Ney.
Me encanta la historia del mariscal Ney, enfebrecido, frustrado ante el fuego inglés, confundido, sable en ristre, los ojos fuera de las cuencas, balbuceando en un idioma rescatado de allí donde se enfangan las obsesiones.
Una vez bauticé al loro de una amiga como Ney. Ella, una supina ignorante, se lo cambió por Polito. Me enfadé y no volví a verla. Así de intensa es mi pasión por Ney.

-¿Subimos o vemos la peli?
-Subimos.
Me he comprado el gorrito y el sable napoleónicos. Sopla un vendaval himalayo y aquí estamos, subiendo las escaleras del monte memorial por los caídos en Waterloo. Hay puertas en la base del monte, estilo silo de misiles camuflados. Me pregunto qué habrá aquí dentro. Potaje de huesos mezclados con impudicia histórica a lo Valle de los Caídos. Una nave espacial para viajar a Corsolandia. El último Blockbuster. No sé.
Hay 226 escalones hasta llegar a la cima, los he contado. Varios amagos de derrame cerebral después, una grandiosa vista…de más campos de cultivos propiedad de AQUABUONA. A lo lejos se ve un bosquecillo. Más allá y más allá en sentido oriental y occidental, autopistas. Pero lo peor está por venir cuando el cartel informativo nos indica, pobres catetos, que realmente la batalla no tuvo lugar allí, sino a 12 kilómetros más lejos.
¿Qué?
¿Cómo que a doce kilómetros?
¿Eso dónde es? ¿Por qué no han levantado la fiambrera y el silo de misiles allí entonces?
Y a pesar de este dato demoledor, el cartelón se empeña en mantener viva mi machacada ilusión infantil en creerme Napoleón explicándome quiénes pasaron y se pararon y dudaron y huyeron en aquel páramo. Algo así como pagar para ver a Arcade Fire en concierto y terminar viendo al técnico de sonido arrancándose por Paco de Lucía.
Muy mal.
Tengo el gorro, tengo el sable, tengo todos los complejos coleccionables para sobreexcitarme creyéndome Napoleón o, mejor, mi adorado y vilipendiado mariscal Ney. ¿Qué recibo a cambio? Una ventolera y la sombra de la leonina estatua gigante dedicada a, yo que sé, Wellington o los caídos o al CEO de AQUABONA o al tío que berreaba que quería volverse pa Triana. Total, esto no es Waterloo, ni tampoco el pueblo, ni Napoleón fue el invencible y resplandeciente general que sus fieles seguidores esperaban en 1815.
A este lado de Flandes nada es lo que debería ser. Esta certeza se apoderará de mi acompañante, quien menos de un año más tarde sucumbirá a la esencia traicionera de esta tierra maldita e hipotecada ejecutando con su propia mano la más miserable y abyecta de las puñaladas.
Ya les digo: cuidado con visitar Waterloo sin un rosario o una ristra de ajos o las sandalias de San Francisco de Asís.
Cuidado, Europa respira bajo los surcos privados de este patatal.

(A punto de cerrar esta crónica, veo en las noticias que a un pobre fulano vestido de casaca roja inglesa le han reventado un puñado de fuegos artificiales en la cara durante la recreación histórica del 200 aniversario. Por algún motivo me ha traído a la memoria aquel agujero enorme donde decenas de cuadrillas de albañiles se afanaban por concluir lo que los cartelones anunciaban como una Fiambrera Aún Más Grande: un recinto desproporcionado donde se exhibirían todo tipo de piezas de artillería, uniformes, reconstrucciones, muñecos de cera y parafernalia por el estilo. Se trataba de un foso gigantesco, tan obscenamente profundo como las entrañas espectrales de la urbanización aquella de Poltergeist. Que no solo los indios wachupi regresan de entre los muertos para vengarse, caramba.)

Isaac Reyes