Un señor vestido de personaje de dibujo animado se mueve torpemente por las calles. Es cabezón, sucio, con lamparones, da la sensación incluso de haber robado el disfraz. Resulta un tanto siniestro verlo entregar globos con formas animales a niños que hacen un gesto de echar a llorar al verlo. A mí me inquieta. Si fuera padre, creo, no dejaría que se acercara. Porque pienso en quién estará debajo de una inmensa cabeza sonriente, falsamente sonriente, y se me vienen a la cabeza las imágenes de los campos de concentración. Se me viene Auschwitz.
Las guerras han generado siempre una ruptura generacional. Muchas de ellas han sido provocadas precisamente como fin de un ciclo, de una etapa. La II Guerra Mundial fue la última gran contienda del siglo XIX, basada en ideales de exterminio total, de fuertes ideas de unas naciones que debían arrasar con otras. Fue la guerra de las culturas superiores contra las inferiores. La Gran Guerra Burguesa. No en términos marxistas, sino puramente de los valores que rodeaban a la burguesía frente a una semejante que no idéntica clase media.
El mundo post-industrial permitió eliminar físicamente a los burgueses y a los que aspiraban a convertirse en tales. Lo hizo mientras descendían las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Lo hizo porque todos esos paisajes impresionistas, todas esas prostitutas pintadas por Picasso o Modigliani, toda esa joie de vivre evocada en un Gauguin que creía que había paraísos remotos en la Tierra, ese mundo real a partir del cual podía crearse otro según Malreux y los surrealistas, ese imaginario quedó totalmente aniquilado por la Nada.
Dos bombas atómicas y cerca de 40 millones de muertos, muchos de ellos por el simple hecho de matarlos, acabaron con un modo de vida, el de la burguesía industrial, para dar paso a la clase media post-industrial. El mundo ya no iba a discutirse en salones y café sino que iba a estar en manos de hombres made-himself con coche, casa y familia que consume su tiempo viendo anuncios de televisión.
En los 50 Adorno ya habla de ubicar la “singularidad de Auschwitz” en el imaginario común como un caso aislado de una cultura que está por encima de todo ello. Porque si él mismo afirmó que “escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie”, el mundo posterior a aquel desastre de la civilización occidental nunca más pudo reconocerse estéticamente en las creaciones previas a la guerra.
Para Adorno recuperar el arte previo a los desastres de la etapa anterior era una necedad. Se necesitaban nuevas creaciones para un tiempo radicalmente diferente donde lo inmediato era el dolor de la catástrofe. No fue solo que en esta era tuviera más sentido el expresionismo abstracto de un Pollock o un Rothko, es algo más que eso. La reflexión a la que se exponía el arte era tratar de ubicar Auschwitz en el conjunto del pensamiento, de la filosofía y de las emociones para tratar de comprenderlo y, ante todo, de antecederlo. Es la percepción abierta al acontecimiento.
Los sucesos que tuvieron lugar durante las dos grandes guerras pusieron a la Humanidad en eventos límites. El exterminio sistemático de pueblos enteros, el frío cálculo que va desde la solución final nazi al bombardeo de Dresde o Hiroshima, pone sobre la mesa que hasta los límites de la transgresión deben ser fijados.
El optimismo musical norteamericano de los 50 contrasta con la abstracción de las artes plásticas, donde el horror se muestra en forma de elementos deformados. No hay continuidad con las propuestas de Cézanne o Picasso, y tan solo formales con el suprematismo ruso o la pre-abstracción de un Kandinsky preocupado por el color y las líneas. En el Expresionismo Abstracto había el empleo de un recurso formal para expresar la emoción interna de una etapa.
El elemento sustancial de este cambio es la ruptura total entre el elemento representado y la forma de hacerlo. Magritte lo había hecho de forma semiótica en sus representaciones en las que añadía Ce n’est pas un… pero donde seguíamos viendo aquello que se nos negaba. En el arte posterior a Auschwitz no hay ya nada eso. Es otro idioma, que utiliza el alfabeto conocido para componer una nueva lengua.
Es lo que los franceses llaman una mentalité, todo el conjunto de elementos represores de la cultura empleados para canalizar los instintos de una etapa. En 1962 el movimiento del Expresionismo Abstracto comenzaba a tocar fondo no por el agotamiento de sus propuestas sino porque la mentalité de la sociedad americana había sido asaltada por una generación de postguerra a la cual Auschwitz comenzaba a quedarle lejos.
La guerra que le va a tocar vivir a esa generación, la Guerra de Vietnam, es una Guerra Pop, una guerra pintada, retransmitida, cantada y escrita, que se va a desarrollar al mismo tiempo que los presupuestos de Duchamp y John Cage van tomando fuerza. Todo el impulso transformador que se estaba generando iba a eclosionar en 1968 con la ola de revueltas estudiantiles que se extendió en lugares tan dispares culturalmente como EEUU, Francia o Checoslovaquia.
En esos seis años aparecieron en escena Fluxus, movimiento fundado por Maciunas, y en cuyo pretendido manifiesto fundacional encontramos ya todo un dibujo de la época:
Por lo tanto, el arte-diversión debe ser simple, divertido, no pretencioso,
preocupado por las insignificancias, que no requiera habilidades o ensayos
interminables, que no tenga valor ni institucional ni como mercancía.
El valor del arte-diversión debe reducirse haciéndolo ilimitado,
producido en masa, obtenible por todos y eventualmente producido por todos.
Fluxus era odio a Picasso, al arte pre-Auschwitz, a la intrusión surrealista del sistema del objeto en el del sujeto, era un arte contrario a la mercantilización de la producción del arte y, sobre todo, iba contra…el arte. Para el grupo, no podían concebirse líneas que sustanciaran la división entre las creaciones propuesta por Greenberg, sino que el acto de creación debía concebirse como algo más amplio. Si el Expresionismo Abstracto había apostado como arte post-Auschwitz por una visión agónica del acto creativo, Fluxus iba a abrir la puerta a una aspiración vitalista donde la vida misma es, en sí, arte. Imaginen un grupo en el que estaban Beuys, Bretch o Yoko Ono.
Droga dura.
Frente a la ópera, Fluxus es el circo. Frente a las grandes fiestas burguesas, la feria popular. La nueva concepción iba a mostrarse implacable contra las corrientes que habían llevado a los conflictos europeos. Con un terreno allanado por el propio Expresionismo Abstracto, la clase media iba a ver surgir un arte que reivindica el origen más que el destino. Porque, al fin y al cabo, lo que realmente mostraba aquel arte de principios del siglo XX era una pretendida pseudo-aristocratización del pensamiento intelectual. De ahí que Maciunas proclamase:
Purguemos el mundo de la enfermedad burguesa, la cultura intelectual, profesional y comercializada. Purguemos el mundo de arte muerto, de imitación, de arte artificial, arte abstracto, arte ilusionista, arte matemático. Promovamos el arte vivo, el antiarte, la realidad no-artística para que esté al alcance de todo el mundo”.
Vemos en la Fluxmentalité la consecución lógica de las peticiones estéticas de Adorno. Que el arte se vuelva una percepción que anteceda a los acontecimientos que habrían de venir. La forma en la que los jóvenes norteamericanos experimentaron su década de los 60 y parte de los 70 fue una continua acumulación de emociones diversas en las cuales todo valía para ser convertido en emoción. Al mismo ritmo que se acumulan objetos en la obra Fluxus de un Ray Johnson, se asiste a la conversión de la vida en una inmensa tienda donde se van apilando cartas, canciones, incluso personas, y que llega a segmentar esa experiencia que se vuelve aforística.
La Guerra de Vietnam fue para los estudiantes americanos lo que las protestas en Nanterre para los franceses. Una excusa como otra cualquiera para hablar abiertamente del neocolonialismo y el imperialismo de su país, de lo malo que era el capitalismo occidental y de lo bien que se lo pasaban los comunistas de todo el mundo. Clinton, por ejemplo, estuvo entre ellos. Igual que muchos otros líderes mayosesentaochentistas que acabaron presidiendo grandes empresas. Bueno, de hecho Clinton acabó presidiendo la mayor empresa del mundo cuyo logo es una preciosa bandera con barras y estrellas.
Roger Muir hizo acto de presencia en uno de esos actos de protesta universitarios con su muñeco. Howdy Doody era a la juventud americana de esos años lo que a la nuestra Monchito. Imaginen a un José Luis Moreno de izquierda que acude a una prestigiosa universidad a dar un discurso. Aquel acto en Columbia se basó en cánticos infantiles para una masa enaltecida, vestida de revolucionarios cubanos pero a los que se les llenaba de ilusión simplemente con la música que hacía unos años atrás les llevaba con leche y galletas a la cama.
Howdy Doody era el paradigma de los nuevos horizontes mentales de una sociedad crecientemente más emocional. Warhol inmortalizó a Howdy Doody en su serie Myths. El Pop-Art era la nueva forma de sacralización de la sociedad de la clase media que había encontrado en la Guerra de Vietnam su guerra, al igual que las clases sociales de épocas anteriores encontraron el modo de plasmar sus anhelos en otras guerras afines a su condición. Era una Guerra que la sociedad necesitaba para poder mostrar su inconformismo y oposición a las estructuras socio-económicas de la generación de la II Guerra Mundial.
El muñeco de Muir era la Nueva Virgen de las Batallas que los Cruzados llevaban a sus guerras. Un símbolo unificador para una generación a la cual Warhol iba a retratar en sus objetos. Fluxus era el maquillaje, Warhol fue el espejo de la cultura de la Guerra de Vietnam. Una generación para la cual el detergente Brillo era el arma mítica que debía limpiar el mundo, el que permitía tener casas resplandecientes que dieran lustre al american-way-of-life. En esas casas todos aquellos estudiantes habían cantado las canciones de Howdy Doody y eran capaces de levantar las manos hacia un espíritu común.
Pienso luego en la cara de Nixon, el gran presidente de la guerra, y del Watergate, que prácticamente se convirtió en mito pop de su época y de las posteriores. Dick el Tramposo era ya la antítesis de Kennedy, su opuesto, estéticamente y simbólicamente. Warhol retrató al Hombre que Amó a Monroe como una multiplicación cultural, al nivel de Mickey Mouse o la propia Marilyn. Pero Nixon era otra cosa. En la litografía que hizo Warhol el presidente nos mira de forma amenazadora, se le distinguen los ojos, y expresa la conciencia común que se tenía de él.
El Pop-Art reflejaba la escisión de toda oportunidad estética universal. Aquello que eran terrenos comunes en cualquier parte del mundo para el Expresionismo Abstracto, no era posible en el Pop. Porque los estudiantes estadounidenses iban a protestar como los franceses o los checoslovacos, pero aquello que los unía en cada caso eran imágenes bien distintas. Howdy Doody sólo podía ser un icono para los niños americanos criados en torno a ese muñeco, al igual que la imagen de Nixon era comprensible en el contexto en el que se desarrolla.
La distancia en este caso es lo que marca la sustancia. La juventud de la Guerra de Vietnam vivía sumergida en los presupuestos culturales de Superman, de la Sopa Campbell’s, y aunque nosotros pudiéramos recorrer marcha atrás ese camino, investigando y averiguando qué era todo eso, lo que el Pop-Art nos dice es que aquello ya no es nuestro.
El arte posterior a 1962 y que termina casi al mismo tiempo que la propia guerra ejemplifica que para ese momento el espejo de Warhol refleja unos mitos culturales de clase media. El desvanecimiento de esos mitos es lo que marca el final de una mentalité, un cambio que solo es posible cuando acabe el conflicto. Sin embargo, el conflicto acaba también con las protestas no porque éstas se hicieran contra la Guerra de Vietnam sino porque necesitaban de la misma para mostrar sus esquemas mentales. Al terminar, se hacen necesarios otros esquemas diferentes.
Warhol está cerca de Hitler, como alguien capaz de pulsar los instintos de su época y crear una maquinaria para canalizarlos. Como bien dice Arthur C. Danto, Hitler “no enseñó a los alemanes algo acerca de los judíos, les enseñó algo acerca de sí mismos”. Lo que hizo Warhol para mostrarle a EEUU algo sobre ellos mismos no fue más que emplear el concepto de ready-made de Duchamp para utilizar materiales populares para iconos populares, a los que saca de la cultura de masas para exponerlo como objeto artístico enfocado a una falsa intelectualidad.
La serie Myths son reproducciones en papel de alta calidad, hechas manifiestamente con intención museística, es un objeto artístico y aquellos que lo fueron adquiriendo en un plazo breve de tiempo acabaron por convertirlo en objeto de colección.
Siempre hay, no obstante, quien tiene que pintar lo evidente. La diferencia entre Warhol y Leon Golub es la misma que entre Velázquez y Goya. El de Sevilla pintó la avaricia y miseria interior de Inocencio X sin tener que evidenciarlo, mientras que a Goya le faltó ponerle hashtags al cuadro donde retrató a la familia de Carlos IV para gritar lo imbéciles que eran esos reyes.
Donde Warhol pone espejos, Golub pone cristales. Encontró una manera de pintar el mundo y los seres humanos de forma cruda, brutal. Sus pinturas menudo apestan a sudor, a testosterona, a miedo, malicia y degradación. Cada uno en su arte, las víctimas y opresores por igual, se ha embrutecido por su condición. Golub mostró la mentalidad de la violencia, la amenaza y el desprecio, así como el acto. Rindió testimonio, e incluso puso su propia capacidad para la violencia en sus pinturas.
Pero no hay más. La Guerra de Vietnam fue un conflicto pop, una burbuja generacional que terminó en cuanto dejó de ser útil. De hecho, su repercusión en la creación artística posterior es escasa si exceptuamos las numerosas películas que se hicieron, sobre todo en los 80. Se acabaron los relieves en arcos de triunfo, los lienzos de batallas del Renacimiento y el Barroco, las guerras expresadas en la destrucción formal del expresionismo abstracto. Después de Auschwitz ninguna guerra mereció tanta formalidad.
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