Mucho se habla, cacarea, ladra y rebuzna hoy día sobre las “turbias” amistades de políticos de cuyo nombre no quiero acordarme con miembros del hampa, dedicados al contrabando de diversa categoría. Nada nuevo bajo el sol. De hecho, es una relación tan antigua como la Historia del hombre. Ya en la Grecia clásica, el puerto de Delos era un nido de piratas[1] en el que respetables ciudadanos o “polites” compraban a bajo precio cargamentos robados por los piratas (del griego clásico peiratés, emprendedor, aquel que busca la fortuna)[2].

Sin embargo, no siempre estas amistades son provechosas para el maleante, refiriéndome al pirata claro, como pone de manifiesto la interesante historia del capitán William Kidd.

Mr. Kidd nació en una Escocia todavía independiente a mediados del siglo XVII, en el seno de una familia de marinos. Pasaría a la historia como uno de los piratas más sanguinarios y crueles, aunque, como en todo, la cruda realidad fue la que fue.[3]

Corsario al servicio de la Francia de Luis XIV, al estallar la Guerra de los Nueve Años, se amotinó y cambió de bando, practicando el corso a favor de Inglaterra, obteniendo buenos beneficios y continuando su carrera en el Caribe. Allí persiguió mercantes franceses por todo el Mar de las Antillas y se convirtió en un acomodado armador y hombre de negocios con una desahogada posición en las colonias  de Nueva Inglaterra.[4]

Pretendiendo ampliar el negocio, viajó a Inglaterra para hacer contactos comerciales. Allí conoció a Richard Coote, Conde de Bellamont, que había sido nombrado gobernador de Nueva York y Massachussets, y que le propuso un “negocio redondo”: varios amigos suyos, nobles también y con cargos políticos algunos de ellos (el Conde de Orford, el Barón de Romney, el Duque de Shrewsbury y Sir John Sommers) le financiarían un barco completamente equipado para realizar una expedición corsaria para cazar franceses y piratas que atacaban mercantes ingleses. Los beneficios se repartirían entre Kidd, la tripulación y sus inversores. Se garantizó una Patente de Corso firmada por Guillermo III para dar viso de legalidad a la empresa, que no era del todo lícita ya que se preveía que los políticos garantizarían inmunidad si se cometían actos de piratería para aumentar los beneficios.

Kidd vio el negocio, aunque las cláusulas de reparto dejaban poco beneficio a él y sus marineros, que eran mayoritariamente gente de mala ralea reclutada en los muelles de Londres y Nueva York.

De allí partió camino al Índico la Adventure Galley, en 1696, con 150 marinos y 34 cañones. Tras varios meses dando tumbos por el Índico y sin capturar ninguna buena presa, la tripulación, furiosa como los dueños de preferentes,  viendo que no iban a ganar nada y que posiblemente perdiesen sus miserables pellejos en una isla perdida, forzó a Kidd a cometer actos de piratería, usando banderas falsas y atacando a cualquier barco que se les pusiese a tiro.

Así logró capturar su única presa importante, el Quedagh,  cuya mercancía correspondía en parte a la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. La poderosa compañía denunció a Kidd ante el gobierno inglés como pirata, condenando, a la postre, a nuestro desafortunado capitán.

Abandonado por la mayor parte de su tripulación, volvió a América  con el Quedagh, rebautizado como Adventure Prize, con el objetivo de repartir sus ganancias con Bellamont, no sin antes enterrar parte de su botín cerca de Long Island[5].

Nada más llegar a Boston, Bellamont ordenó encarcelarlo y enviarlo a Londres para su juicio, en medio de un escándalo político que ríase usted del Gürtel. La oposición al gobierno trató de atraerse al desgraciado marino y Kidd testificó en el Parlamento, delatando a sus inversores y socios, lo que, a la larga, le costó caro.

El gobierno inglés cerró filas para proteger a los suyos, llegando al extremo de destruir los contratos y todo tipo de documentación que incriminaba a los altos cargos políticos que habían financiado la empresa, con lo cual, el caso contra ellos fue sobreseído por falta de pruebas, siguiendo en sus cargos. Por el contrario, Kidd se había convertido en un elemento molesto para la casta política y para el gobierno en particular, que estaba presionado por la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, que constituía un monopolio del que los miembros del gobierno también se llevaban lo suyo[6].

Tras un juicio bastante irregular, fue condenado a muerte por asesinato de uno de sus hombres y por actos de piratería. Ejecutado públicamente en Execution Dock [7] por ahorcamiento, su cuerpo fue embreado y colocado en una jaula de hierro colgada de un poste en la ribera del Támesis, para público escarmiento y como advertencia a los piratas.

Bastante triste destino, ¿verdad?

El epílogo lo es aún más: el Conde de Bellamont recuperó gran parte del botín una vez que Kidd fue arrestado y fue el único de toda esta historia que salió beneficiado y pudo disfrutar de un dinero ganado “honradamente”.

Bellamont siguió en su cargo, enriqueciéndose negociando con otros piratas de forma más o menos abierta. Poco después de la muerte de Kidd, regresó a Londres para presentar un informe sobre su actuación en contra de la piratería y de armadores ilegales[8]. Murió de un fulminante ataque de gota poco después.

Esta historia da pie para montar una moraleja bastante sabrosa sobre las malas compañías de los políticos, la financiación de los partidos, la forma de enriquecerse de los “respetables empresarios”  y también el funcionamiento de la economía real.

En primer lugar queda claro que los delincuentes y el poder político son especies simbióticas, es decir, se asocian para vivir unos de otros, sacando beneficio mutuo (como los líquenes, hijos adulterinos de un hongo y un alga).

Esto surge de la conversión del político en miembro de una casta que oculta sus actividades fraudulentas tras la cortina de la legalidad, atacando de manera implacable a todos aquellos que siquiera insinúen que están actuando de forma sospechosa.

En última instancia recurren a la consabida letanía de repetir una y otra vez que han sido legítimamente elegidos y que defienden los intereses del pueblo, frente a los alborotadores.

De este modo evitan cualquier control sobre sus actos y tienen las manos libres para recuperar la inversión que hicieron al entrar en política enriqueciéndose de la forma más rápida posible.

Mucho se ha hablado y se hablará de las amistades entre políticos y traficantes y las implicaciones que puedan tener. No es más que reciprocidad: el delincuente (me refiero al traficante) consigue contactos y cobertura legal, como queda demostrado. El político, dinero fácil.

El problema es que sus relaciones suelen acabar de forma poco recomendable. Y como queda demostrado con la historia de William Kidd, no siempre ganan los buenos. Así que en vez de escandalizar tanto, asumamos lo que tenemos y esperemos que el traficante de una rueda de prensa para desmentir que conocía a un político y hacía tratos con él.

Ricardo Rodríguez


[1] Al parecer, el lema de la ciudad era “Pasen, su cargamento ya está vendido”. Fue durante varios siglos una pujante potencia del Mediterráneo, gracias a su política de no hacer preguntas. Igualito que Suiza.

[2] No deja de ser curiosa la relación etimológica entre el pirata y el empresario moderno, al que se le pone tiesa cuando le llaman “emprendedor”

[3] Los piratas tenían carreras muy cortas, de un año o año y medio de duración, antes de colgar de una soga. Kidd pasó a la fama por una singladura de casi tres años y por su trágico final. Entre otras cosas, la leyenda afirma que enterró su Biblia en una playa del Índico cuando empezó su carrera.

[4] Lo que posteriormente serían los Estados Unidos.

[5] Que se sepa, fue el único pirata o corsario que hizo esto. Los demás gastaban el botín en prostitución de ambos géneros, bebidas, juego y otros placeres nada más llegar a tierra. Así pues, he aquí el origen de un mito muy caro a literatos y cineastas

[6] Supongo que serían sacos de monedas, porque los sobres eran caros en aquella época

[7] “Muelle de la Ejecución”

[8] Impresionante muestra de cinismo, que conecta con la época actual