Las fiestas son una manera de romper las estructuras cotidianas, una lucha continua entre lo apolíneo y lo dionisiaco, entre lo elitista y lo popular, entre la muerte y la resurrección a la vida. Al menos, así las definen antropólogos e historiadores culturales. Esta explicación, por enrevesada, no deja de ser acertada. Las celebraciones colectivas son una forma de liberar tensiones, de reencontrarnos con el ser que nos define, de conectar con lo divino, con lo sobrenatural, con lo que es superior. Son, en definitiva, religión en el sentido clásico del término. De hecho, muchos autores(1) defienden que la palabra religión viene del latín religare y que significa la acción de unir, de volver a ligar.
El pueblo andaluz en general (y el sevillano en particular) está muy ligado a su identidad. Las fiestas constituyen una forma fundamental de su idiosincrasia. Si se dan una vuelta por las redes sociales comprobarán como el hispalense medio frecuentemente se describe en su perfil como miembro de alguna cofradía o como devoto militante de la Feria. Porque en el Sur de España, donde fuimos una vez, seremos siempre. Un oasis para el alma en un mundo globalizado y viral de identidades líquidas basadas en etiquetas vacías.
Por muy bien asentadas que estén las fiestas, es imposible mantenerlas ajenas a nuevas realidades que formulan contradicciones internas y externas. A medio camino entre un sistema vertebrado de prestigio y un mercado turbocapitalista(2) que busca el máximo rendimiento cuantitativo, la crisis educativa, las patologías heredadas de la pandemia, la podredumbre política y la decadencia sociocultural formulan preguntas persistentes. Preguntas que están planteando un profundo debate en torno a la evolución de una (en realidad de todas, aunque sería pretencioso abordarlo de manera general) de las celebraciones más identitarias y bellas de Andalucía: la Semana Santa de Sevilla.
La radicalización de las opiniones dificulta la comprensión. Si en lugar de proliferar los comentarios apocalípticos (“nos lo hemos cargado”, “no tiene solución”, “vamos a acabar con esto”), se realizase un análisis sosegado de la actualidad cofrade, se destaparía que es en la decadencia educativa donde reside la crisis de la Semana Santa.
En cuestiones de muchedumbres, por empezar por algo que ha hecho correr ríos de tinta, llevan años invitando al estancamiento del público (en contra de lo que dicta el sentido común) y formando en una bulla estática. Las calles aforadas, las limitaciones en los pasos de personas y los cortes han provocado que el espectador no cofrade prefiera quedarse quieto a moverse, esperar tres horas en vez de ir a buscar a los pasos. Se ha fomentado un “televidente” pasivo que consume un entretenimiento, una diversión superficial cultivada a base de vídeos de YouTube que no requiere profundizar. Dicha educación en el inmovilismo es, sin duda, una constante en muchos ámbitos de la sociedad que se encuentra apoltronada tras una pantalla sin capacidad para revolverse por sí misma, una sociedad con un espíritu crítico-constructivo pasivo de etiquetas prefabricadas.
A ello ha contribuido la expulsión del ciudadano de los lugares comunes. El vecino de a pie ha sido confinado entre los muros invisibles (digitales y espaciales) de su cotidianeidad, consagrando una pérdida de relación con el casco histórico, en manos del turismo. A la hora de animarse a andar, el habitante de la ciudad se siente extraño en su propia casa, cuando no ajeno. Los menores de 30 (y los mayores) no conocen las calles más allá de escasos ítems totémicos (en Sevilla, la Alameda, la Plaza Nueva y, a lo sumo, la Magdalena o la Campana…). En época de fiestas se unen además los arbitrarios cortes de paso en nombre de una seguridad que sirve de excusa para prohibir. Como manifestaciones imprevistas, se montan campamentos de gente apoltronada en medio de una acera a esperar que una, cuatro, dos o tres cofradías pasen por delante. Con mucha paciencia, el personal prefiere tragarse 2.000 nazarenos a quedarse embotellado. Las sillas florecen por doquier y la policía hace la vista (muy) gorda. Con el personal tirado por los suelos (imagen decadente), aburrida durante horas, la aspiración es ver un espectáculo a la altura de sus expectativas y esfuerzo, pues no va a poder ver muchas más cofradías ese día. En estas, tras hacer un esfuerzo de paciencia al que no se está acostumbrado, abuchear porque los pasos transitan a golpe de tambor tiene hasta “lógica”.
No hay que ser un fino observador para advertir la incapacidad para manejar la frustración, la tendencia a vetar aquello que no produce satisfacción inmediata en una civilización que demanda saciar sus deseos de manera continua, al instante. El triunfo de Eros en el capitalismo consumista es incontestable. La victoria de un hedonismo donde cada cual tiene derecho a exigir su sitio innegociable (en lugar de formar parte de algo superior). Así, la no salida de una procesión tras horas a las puertas de una capilla o después de haber constituido una comisión para la petalada durante la Cuaresma desata oleadas de histerismo que responden a una impotencia que no se está acostumbrado a gestionar. Igual que cuando pierde el equipo de fútbol correspondiente o el partido político afín. Es el pequeño apocalipsis de todos los días.
Exhibicionistas concupiscentes con balcones a la calle, los móviles y las redes sociales componen una plataforma donde pregonar este ego al mundo. Haciendo ostentación de filias y fobias, se graba lo trivial para convertirlo en (falsamente) trascendental. Lo vacuo se hace viral, vital, valioso en el show de un mundo que gira en torno al yo insatisfecho, epicúreo, placentero. Parafraseando a Comte-Sponville(3) (y volviendo a la idea anterior), el eros le ha ganado la partida al agapé.
Asumido el circo, la siguiente pregunta que nos surge es el tipo de espectáculo que quiere la mayoría. Y en esto también se ha educado al público (y el público ha educado a las hermandades). Misterios con bandas poderosas han ido llenando el gusto de los aficionados a Semana Santa, reemplazando a referencias devocionales del pasado por otras nuevas. Rara es la chicotá que se realiza a golpe de tambor (¡la de tamborradas que se gastaban en los 90!), sacrificando los tiempos de paso por los andares vistosos y las marchas rimbombantes(5). Sin embargo, la demanda de estas “novedades” ha hecho a las hermandades centrarse más en la puesta en escena (algo que no es necesariamente malo en una fiesta basada en la teatralidad) antes que en la propuesta simbólica, estética o sentimental de las hermandades en la calle. Un ejemplo sin que nadie se ofenda: hoy se acude a ver hermandades simplemente porque toca la banda X. No les interesa el paso que ven, solamente lo que escuchan y, si puede ser, cómo lo llevan (si es cambiando el paso, miel sobre hojuelas). Hay fans de bandas de cornetas y tambores que siguen a agrupaciones musicales con más devoción que a muchas imágenes. Se identifican, no con una hermandad o una imagen, sino con una formación musical. Esto viene de lejos, con rankings hechos por televisiones locales, prensa morada o influencers cofrades (que los hay) sobre los pasos que mejor andan, donde obviamente siempre se olvidaba a los que hacen estación de penitencia en silencio. De ahí se ha pasado a las búsquedas en YouTube, las clasificaciones en Instagram o los seguidores en redes.
Tenemos pues un gran teatro del mundo donde el revestimiento (siempre importante en una fiesta barroca) no deja penetrar en la esencia misma de la propuesta. Conocemos a la perfección cada secuencia de la escena. Mas hemos perdido el significado global de la Semana Santa de Sevilla (y de la cultura general). Y aquí llegamos al aspecto más controvertido: ¿qué es la Semana Santa de Sevilla?
Sin duda, es una fiesta poliédrica que conforma uno de los pilares de la identidad de la ciudad. La cuestión es que, a día de hoy, Sevilla está dejando de existir (como otras ciudades, como la cultura occidental). Sevillanos sin Sevilla. Desde el gobierno de Sánchez Monteseirín, en una línea mantenida y potenciada por todas las alcaldías posteriores, han vendido los elementos comunes al turismo. La identidad se ha diluido para hacer el paisaje atractivo al visitante foráneo. Los sevillanos hemos perdido la Catedral, el Salvador, el Alcázar, las calles, los bares… El casco antiguo de Sevilla no es más que un decorado temporal del que nos han desposeído, un parque temático, un lejano lugar de entretenimiento al que ocasionalmente acudimos para comer, beber o a asistir a funciones diversas. Encerrados en los barrios, ya no vivimos las calles de un centro que dejó de pertenecernos.
Con la distancia hemos perdido empatía, personalidad, pertenencia. Consumimos cofradías todo el año (“se ha perdido el sentido de la medida”, escribía en el primer fin de semana de julio un periodista del ramo en su artículo semanal sobre chismes cofradieros). Igual que hacemos con las series, con los libros, con los viajes, pasamos por la Semana Santa sin dejar que la Semana Santa pase por nosotros. La hemos hecho, como gusta decir a los gurús del sector terciario, un recurso de mercado, un sector económico, un producto capitalista. Y como el producto capitalista no se mide por la cantidad de ser (el prestigio, la gracia), sino por lo cuantitativo (cantidad de público, de seguidores en redes sociales, de reproducciones en Spotify), las cosas valen lo que el cliente esté dispuesto a pagar. Esto hace que se den escenas insultantes, vacías de contenido que, sin embargo, son aplaudidas por un gran público que busca reafirmar sus gustos, sin mayor interés simbólico, estético y, por supuesto, religioso.
Porque se espera (algo es de ingenuidad casi imperdonable) que una sociedad tan alejada de la espiritualidad, del sentido estético y de la profundidad intelectual, se convierta en Semana Santa, por arte de magia, en un pozo de sabiduría y respeto. Ya no se discute sobre Dios, ya no se persigue la Belleza, no se filosofa sobre la Ética. Ahora todo es relativo y las opiniones valen según el número de “likes” que reciban. La Semana Santa es un espejo colectivo, diez jornadas en las cuales el abismo nos devuelve la mirada. Es tan duro como suena: en estas fechas no somos más que el reflejo de nuestra vulgaridad diaria. Y es complicado cambiarlo porque ese tipo de milagros, en nuestra sociedad, no se producen ni en Semana Santa.
Francisco Huesa (@currohuesa)
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