Si ustedes supieran las condiciones en las que les escribo se acabarían el artículo sólo por solidaridad. Es posible que en el transcurso de estas palabras tenga varias arcadas y algún desmayo. Tranquilos que no verán restos. Ventajas de las publicaciones digitales.

El caso es que yo venía a hablarles de New York y quería hacer un artículo glamuroso.   Sin embargo, un tipo que está cerca de mí ahora mismo, mientras escribo, me trae recuerdos neoyorquinos de diferente tipo.  No me recuerda a los rascacielos que veíamos a ritmo de Camino de Santiago cuando salíamos de esa choza llamada Waldorf Astoria. Me recuerda al chino de Chinatown.

HOY EN «PREJUICIOS Y COMENTARIOS JOCOSOS CONTRA RAZAS, ETNIAS Y RELIGIONES»: CHINOS.

El chino de Chinatown era un relojero que tenía los pies como el cojón de un grillo. Con perdón. Yo he visto y tratado con chinos y chinas en todos los países y ciudades donde he estado. He tenido intensas conversaciones acerca de la ubicación de las botellas de agua sospechosamente baratas, de comida para echar la noche y todo respondido con gestos, sonrisas falsas y persecuciones por los pasillos del local.

chinatown chino

Nota: un par de horas antes de escribir esto he ido a comprar agua y la china se estaba metiendo una pizza margarita entre Mao y Deng a las 8.30 de la mañana.

Con el chino de Chinatown la conversación podía haber sido diferente porque era relojero. Lo ponía en el puestecito precario que tenía en plena calle mientras leía despreocupado el periódico. Resulta sorprendente en una ciudad donde subsidio es un malo de película que alguien parezca vivir de arreglar relojes.

Piensen, es un chino que arregla relojes. Usted tiene un reloj bueno y se le estropea, y va a una tienda. Usted tiene un reloj y ¿qué hace? Exacto. Va a un chino pero a comprar otro. Y allí estaba, un chino al que usted no dejaría su Rolex porque, ente otras cosas, si usted vive en New York y tiene dinero para un rolex no pisa Chinatown ni porque un domingo uno diga «no tengo nada para cenar, voy al chino».

También es verdad que el chino relojero estaba allí igual que podría estar en un suburbio de Pekín. Por Chinatown todo está en chino, y uno entra en una pescadería y aquello es todo como uno se imagina que debe ser en China. De hecho, se me ocurrió entrar en una pescadería donde al nieto de Chan Kai-chek se le cayó una merluza que estaba cortando, se encogió de hombros y la dejó sobre el mostrador para el público.

Los chinos llevan emigrando a EEUU desde 1820 y a New York desde 1860, salvo entre finales del XIX y hasta 1943 que se les prohibió entrar en el país. Luego podían pero eran sometidos a duros interrogatorios por un quíteme de allí estas pajas comunistas. En una década pasaron a quintuplicar su presencia en la Gran Manzana y hoy se han comido prácticamente Little Italy. Y los chinos son como son, se integran tan bien como Rockefeller en un Congreso del PCUS.

Ése debe ser el motivo de que Chinatown tiene muchos de esos locales que pone Masaje 24 horas – Manicura y Peluquería y que dan a un bajo del cual uno puede salir relajado, con menos pelo, menos uñas y sospecha que sin algún hígado.  Y lo más probable que te lo haga el mismo nieto de Chan Kai-chek que rebozaba merluzas en salsa de suelo antes de venderla al público.

Otra cosa que parece Chinatown es pobre. Porque al europeo como yo lo que es sucio y cutre en sus pueblos del interior lo llama pintoresco y fuera de aquí lo llama pobre. Los habrá imagino en Chinatown, pero si le están comprando los locales a los italianos algo estarán haciendo bien. Trabajar, que es la quintaesencia del americano. En New York se trabaja. Una barbaridad. Hay gente para mirar si hay que cerrar las puertas de los vagones del metro. Gente sosteniendo carteles para indicar caminos, para decirte en qué cola ponerte, dependientes para llevarte a otros dependientes libres. Y así.

Es una cosa que sorprende mucho oigan. La gente trabaja por doquier en New York. Me contaba el guía argentino que nos llevaba en el apartamento con ruedas que hacía las veces de coche que la policía no sólo no hace labores de inmigración sino que incluso se ha negado a hacerlo cuando se lo ha requerido el departamento de estado correspondiente. El principio en el que se basan es simple: si vienes y te pones a trabajar, ¿para qué pedirte papeles? La cuestión es que consumas y generes consumo en otros, que sigas engrasando la máquina, una máquina que no debe parar nunca.

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Claro que lo mismo la idea también es la de generar una gran masa de empleo precario, mal pagado, que sustente las diferentes capas socioeconómicas que integran el sistema. A nadie engañan, eh, que si alguien viaja a New York, se paga un alojamiento en el Waldorf Astoria y se escandaliza porque el trabajo que hay en la ciudad para los no WASP (White Anglo-Saxon Protestant, el americano blanco de toda la vida de Jefferson) es precario, es que no ha entendido a dónde iba. El chófer-guía argentino se cabreaba con los sin techo y mendigos en general, criminalizando la pobreza a destajo, porque él pertenece a lo que en Roma eran los libertos, o la clase ecuestre, lo que en la Francia de mediados del XIX era la burguesía poseedora. Él es clase emergente, y entonces hay que echar mierda de lo que se va quedando atrás.

Ya hablaré en otra ocasión del ascenso latino en EEUU. Es una cuestión muy interesante sin duda. Que haya tantos carteles y anuncios en la tele en español en un país donde vender y comprar son los verbos más conjugados sólo es síntoma de que los que hablan español tienen poder adquisitivo. Vengan de donde vengan. Los empresarios estadounidenses serán seguramente racistas a la hora de votar y de hacer de ‘brother in law’ (cuñado) en algún pub de carretera de Wisconsin, pero a la hora de vender, niet.

Ese mismo ascenso lo vivieron los italoamericanos que ocuparon entre Murberry Street y Worth Street, y Lafayette hasta Houston Street. Antes de la II Guerra Mundial y hasta casi los 70 eran una verdadera comunidad en esa parte de Manhattan. Ahora apenas ocupan tres manzanas y el resto pertenecen a una población que son un 81% chinos en origen, ni siquiera nacidos allí. Bussiness is Bussiness, y si te duermes en New York viene un chino y te monta un puesto de pintarte uñas, arreglarte relojes o venderte souvenirs. En mi ciudad de origen también hay muchas quejas sobre este tipo de cosas. Hablo de Sevilla, como podría hablarles de casi cualquier ciudad europea. Chinatown te enseña una cosa: las ciudades viven; las ciudades europeas sobreviven. La Ley de Arrendamientos del Suelo acabó con lo que en nuestro país se conocía como renta antigua. Podemos argumentar a favor o en contra de ese modelo, que si capitalismo por aquí, que si injusticia por allí, etc. Pero se estableció un plazo de 15 años para transicionar a un modelo de renta variable. Los dueños de muchos de esos locales vivían felices en su capitalismo de barrio, criticando a los malditos «rojos» y argumentando, dentro de su razón muy legítima y razonable, que el pequeño empresariado es el que «levanta el país». Etc. Y oigan, que tienen razón eh.

Pero vamos a ser coherentes como lo sería un neoyorquino. Allí no se engaña a nadie. No hace falta un letrero en la entrada de la ciudad, estilo marbellí, que ponga «Está usted entrando en la Ciudad del Capitalismo Salvaje», donde si tu negocio no funciona en dos semanas lo quitas y que venga otro a intentarlo. La mayoría, de hecho, fracasan. Por eso en EEUU los bancos ven como algo positivo que sigas intentándolo aunque fracases, porque creen que vas mejorando. O también porque así generan más bonos de deuda que puede empaquetar como bono basura y venderlos en el mercado de deuda. Todo puede ser. En cualquier caso, si tu negocio es rentable y te dicen «de aquí a 15 años el alquiler va a subir una barbaridad», o cierras porque te jubilas o esperas al último momento a ver si aparece un mago de color rojo. Que votando a partidos que alimentan el modelo capitalista del que vives no va a pasar. Pasa lo normal, que generan aún más economía de mercado liberando el mercado de renta de unos precios prefijados.

Así que nos encontramos en las ciudades europeas con una doble disyuntiva. En Sevilla vivo, o he vivido más bien, y a París llevo casi una década yendo a veces hasta dos veces al año. Como a otras ciudades europeas lo que les pesa es esto. Por un lado la falta de coherencia de querer ser capitalistas pero «a la europea». Que nosotros tenemos, perdón, teníamos el Estado de Bienestar creado por EEUU para frenar los partidos comunistas que emergían en la postguerra de los 40. Y con eso teníamos la suficiente altivez moral para mirar por encima a EEUU. Esos depravados capitalistas. Cuando ya no hubo URSS a la que frenar, el neoliberalismo empezó su andanada por la UE que se había creado artificialmente y de pronto el capitalismo era otra cosa.

No sólo no hemos sido coherentes sino que, además, hemos musealizado nuestras ciudades. No vas a Chinatown a ver un parque de atracciones aunque te pongas a hacer fotos como si fueran bichos raros. Allí la gente vive, pone los carteles en chino porque casi todos los que viven son chinos y todo está como si fuera un barrio de Shenzen. En París o en Sevilla la cultura se ha anquilosado en los límites de sus tópicos. Nada ha cambiado en ellas, y aunque París ofrece unas oportunidades culturales que Sevilla no se atreve ni a soñar, sigue dando la impresión de una larga decadencia. Hermosa, pero tan bella como es la Venus del Espejo de Velázquez, puesta en un museo, admirada, que a veces puede estar en otra sala, compararse con otros cuadros en otra exposición, pero congelada en la rutina de querer ser atemporales.

La crisis que atraviesa Europa es mordaz cuando uno pasea por Chinatown en New York. Los comercios europeos van cerrándose, unos por la crisis y otros, muchos más de los que creen, por la jubilación de sus dueños. Hay quienes se lamentan de la «pérdida del comercio tradicional» sin pararse a pensar que es en gran parte incompatible con una economía puramente de mercado. Paso con frecuencia por delante de la Cuchillería Regina en Sevilla, un bello establecimiento, y me pregunto cuántos cuchillos tiene que vender ese hombre para mantener un negocio tan exclusivo. Cuchillos.

A mí no me gusta mucho la economía de mercado, o al menos no aquella donde predomina el mercado. Partimos del error de hecho de oponer capitalismo a economía planificada cuando en ambas hay mercado. Lo que se opone es la economía del don o de prestigio. Acepto, no obstante, que de momento a la mayoría le parece fabuloso el capitalismo con sus desigualdades, su idea de que los recursos son infinitos, etc. Lo que no acabo de aceptar es la falta de coherencia. El camino al que lleva el capitalismo es a New York. Es a Chinatown. Es a que si tu negocio no va bien vendrá un chino y montará otra cosa. Entiendo, también, que haya a quien no le parezca bien y quiera defender el negocio tradicional, quizá reorientado, etc. Para eso hacen falta otras políticas. Si no, tendremos que aceptar otras mentalidades, la de que Europa es sólo un invento y a nosotros nos han engañado con un modelo que no era lo que queríamos que fuera.

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Aparte de todo eso, Chinatown está muy bien. Es un descanso del lobby de puestos de kebab, hamburguesas con pinta de kebab, perritos con sabor a kebab y kebabs bretzel (en otra ocasión les hablaré de lo que es comer en Manhattan), con carteles de colores chillones y olores que hacen aún más chillones a quienes los huelen que pueblan ese ancho pueblo conocido como New York. De hecho, quizá lo que más sorprende de Chinatown es que tiene mucha vida. Tanta que uno de los intrépidos miembros de ésta su revista amiga nos indicaba con relativa frecuencia que no miráramos a la gente a la cara no fuera a pasarnos algo.

Y me tienen que perdonar si les parezco racista, pero qué calmados son los chinos. Incluso en New York. Se les esperar parsimoniosamente a que la lluvia escampe. Están hablando tranquilamente en un comercio sin que uno sepa muy bien si están comprando o están deliberando acerca de la Revolución Cultural de Mao. Se les cae una merluza entera al suelo y se encojen de hombros sin maldecir la leche que mamó en algún momento de su vida. Eso, en una ciudad que se mueve a ritmo de te sientas-te obligan a pedir-comes-te traen la cuenta con el último bocado, tiene mérito.

Quizá por eso, a pesar de todo, Chinatown fue el sitio que más me hizo sentir en casa. Con la gente comprando calabazas, nueces o puerros en puestos de mercadillo en la calle, paseando sin destino o huyendo de cualquier comercio franquiciado, gentrificador y de tonos pastel tan amables que te hacen odiarlos con la fuerza de un movimiento político de los años 30.

Ahí fue donde saltó un clic en mi cabeza. New York es el aislamiento de todos para convivir en paz. No es una ciudad, es la suma de un montón de microciudades (algunas de cientos de miles e incluso millones de personas) en las que cada cual ha montado su ambiente, su entorno, sus alimentos, costumbres, relaciones. Donde el único hilo conductor es rendir pleitesía al culto imperial del dinero. Si haces eso puedes ser lo que quieras. Italoamericano. Chino. Judío. WASP. En la multitud, todos pueden ser cualquier variable de la ecuación, siempre que el resultado sea el mismo. Ahí los chinos y los judíos ultraortodoxos encajan a la perfección porque cumplen y nadie les pide cuentas. Es el error que cometieron los italianos y que repetirán los hispanos: creer que pueden ser otra cosa, aspirar a ser como los que controlan de verdad el cotarro.

Más allá de Chinatown, para un chino, no hay nada. Lo mismo que para un tipo que controla el menudeo de droga en el barrio de Los Pajaritos en Sevilla o el que se gana la vida vigilando pisos patera en Lavapiés en Madrid. Fuera de su mundo se convertiría en paria. Siendo comunidad con sus iguales, puede ser algo. La diferencia es que New York, como buen cuento de hadas del neoliberalismo meritocrático, les permite a algunos triunfar en su individualidad.

Omnia sunt comunia, salvo que quieras llegar más alto, más rápido y más lejos.

Aarón Reyes (@tyndaro)