Le han dado el Premio Nobel de Literatura a uno de los míos.
Cuando uno ha estado en el exilio y ha conocido la soledad entabla extrañas relaciones con gente a quien nunca llegará a tratar. Así conocí yo a Dylan. Eran los años de facultad y yo no había traicionado mis principios todavía. Pensaba que la gloria era robarle un beso a la rubia de los ojos bonitos de clase de Antropología escribiendo dos versos arrebatadores. Los trayectos en autobús cabían en un libro de poemas, un reproductor de música prestado y un abono de transporte público con dos viajes de menos. El mundo se arreglaba con una consigna cosida a una mochila amarilla mientras las letras de las canciones eran un manual de ética para románticos. Yo, que venía de pasar más de 19 y 500 noches con Sabina, empezaba a escrutar nuevas fronteras. Como siempre fui de voces roncas (los atletas de la voz me sientan fatal), di el paso natural saltando al maestro del maestro. Aterricé, tan joven y tan viejo, en el ritmo pegadizo de un judío laico de Minnesota que preguntaba cómo me sentiría rodando como un canto rodado. Lástima de realidad que todo lo empaña.
En realidad, yo ya me había topado antes con Dylan pero no me había percatado. Marcaba el izquierdo, navegando de costero a costero, junto a Poncio Pilatos en un balcón del barrio de la Calzá. Entre los arcos de un acueducto, Dylan le aconsejó al procurador romano que buscara la respuesta en el viento y, entre los dos, acabaron fundando la Semana Santa en la calle Oriente. Los mugrientos escenarios de los teatros neoyorkinos quedaban aún muy lejos y su nombre no aparecía en la lista de condecorados en Woodstock. Con Hendrix y Joplin vistiendo el glamour de la muerte, resultaba complicado competir con la siniestramente bella versión Summertime, más aun con Joan Baez como partenaire. Y entonces llegó Manchester. Un espectador anónimo invocó a Judas, Robert Allen Zimmerman no le creyó, le llamó mentiroso y empezó a tocar jodidamente fuerte. Pasaba el folk, el rock ganaba. Negarse tres veces para reinventarse es la mejor forma de ser uno mismo.
Luego fui yo quien partió. Cambié los ideales por pan y cebolla y, con la lección aprendida, me lancé a la vida para que la vida pasara por mí. Recuerdo como si fuera ayer las frías mañanas bordolesas, Cour de la Marne hacia arriba hasta Place Victoire. A la altura de una peluquería especializada en rastas y peinados a lo afro saltaba como un reloj el primer acorde de Hurricane, la historia de un boxeador que se vendió por dinero. Lejos de casa, con la nostalgia en la mochila y el tiempo contando al revés, los solos de la armónica de Dylan eran el antídoto que descongelaba el aliento para limpiarlo de tristeza. Y cuando, en la noche, se aparecían las ausencias, Bob me echaba un capote para coger el sueño entre pistas de reproducción.
Al volver, Dylan se vino conmigo. Fue compañía durante las tardes de estudio en las mesas del pasillo de Filología, cuando los apuntes de oposiciones se agolpaban para hacer sombra en el escritorio. Condujo a mi lado camino de los primeros destinos y me ayudaba a limpiar el piso en los destierros de trimestres enteros. Debería haber firmado la mayoría de mis artículos, a los que sirve de música de fondo (ambiéntese con Ain’t me, Babe mientras leen). Con The man in me, pone tono a las llamadas que recibo y, cuando le mande un whatsapps a mi redactor jefe para que publique estas palabras, le sonará Like a rolling stone. Aunque no lo crean, me las he arreglado para que un simpático imitador suyo salga de personaje secundario en mi próxima novela. Ello sin contar las veces que se ha duchado conmigo (el roce hace el cariño), ha venido a correr por la playa con el sol de frente o ha enjuagado mis lágrimas escondido en unos auriculares.
Además de escucharlo, he traducido y leído a Dylan infinitamente más que esos críticos indignados por su premio Nobel de Literatura y que hoy me llaman ignorante y paleto. Hay mejores plumas que yo para juzgar la indiscutible calidad de sus versos y su capacidad para conectar con el público, algo que lo ha convertido en el poeta más leído y oído de la segunda mitad del siglo XX e inicio del XXI. Particularmente, a mí eso me importa eso bastante poco ahora mismo. Le han dado el Premio Nobel de Literatura a mi compañero de viaje y de estudio, a mi colega de aventuras y soledades, al cómplice de mis tristezas y mis euforias. Le han dado el Premio Nobel de Literatura a uno de mis ejemplos vitales, alguien que entiende el arte como la continua introspección en sí mismo, en su cultura y en los demás, alguien que huye de la comodidad de las certezas para adentrarse en el misterio de la creación, de la verdad, de la belleza.
Le han dado el Premio Nobel de Literatura a uno de los míos.
Francisco Huesa (@currohuesa)
No sabía de tu amor por Dylan.
Hace poco estuvo en Jerez. Seguramente no fue su mejor concierto pero seguro que fue él mismo.
El Nobel de Literatura, casi nada. Exploremos la trayectoria de quienes lo ganaron antes que él. Nadie puede afirmar que fueran los mejores, los más leídos, los más prolíficos, los más polifacéticos o los favoritos del público. Sencillamente fueron nominados para posteriormente llevarse a casa el galardón.
Pues eso mismo hará Dylan, con la diferencia de que a él lo reconoce el público, es el más leído, está entre los mejores y además, no lo olvidemos, también lo ha nominado y elegido un jurado.