“Ubiquemos la acción”, como diría el gran Antonio Reguera. Corinto. Siglo IV a.C.. La heroica ciudad no duerme la siesta. Lleva varios días radiantemente jubilosa y festiva. Sus calles están siendo recorridas por Alejandro Magno. “Quiero conocerlo”. A pesar del recelo que las indicaciones les han producido, pone rumbo junto a su escolta y muchos más hombres hacia una de las zonas más pobres, sucias y degradantes de la polis. Llegan y allí está, tumbado en el suelo, cubierto únicamente por una vieja y sucia túnica rajada, un pequeño zurrón a su lado donde guarda sus pocas pertenencias, completamente absorto en sus pensamientos.
El rey no se detiene y se sitúa frente a él: «Soy Alejandro Magno». El hombre sólo responde con su nombre, de manera escueta y directa, lo cual provoca numerosos murmullos de asombro, pues nadie se atreve a hablarle así a su realeza. Sin embargo, Alejandro no se deja inmutar por este tipo de respuesta y le dice: «Pídeme lo que quieras». Aquél nuevamente sin inmutarse le espeta: «Quítate de donde estás, me tapas el sol». Los murmullos ya se han convertido en una exclamación generalizada de todos los presentes. Nadie podía imaginar una petición tan pobre a un hombre que todo lo puede dar. Un Alejandro realmente sorprendido le pregunta: «¿No me temes?», a lo que aquel individuo desvergonzado con gran aplomo le contesta con otra pregunta: «Gran Alejandro, ¿te consideras un buen o un mal hombre?». «Me considero un buen hombre», dice el rey. «Entonces… ¿por qué habría de temerte?” Tras esta irreverente respuesta, el escándalo es ya una realidad. Alejandro, no obstante, pide silencio y dice: «Silencio, sabéis lo que les digo a todos ustedes, que si no fuera Alejandro me gustaría ser Diógenes».
Éste es don Diógenes, genio y figura de la filosofía, más conocido por sus amigos y conciudadanos como Diógenes de Sínope o “el cínico”, y por sus enemigos (que no eran precisamente pocos) como Diogenes “el perro”.
Todo lo que envuelve a la figura y la vida de este gran sabio está revestido de misterio y leyenda. De ahí que siempre haya dudas acerca de los episodios de su vida, como el mencionado encuentro con el gran Alejandro.
Sin embargo, para lo que aquí nos interesa, es una gran carta de presentación, tanto para los que lo desconocen por completo, como para aquéllos que lo único que conocen de él es el famoso síndrome que lleva su nombre.
Pocos casos habrá donde el personaje y el síndrome al cual le da su nombre están más en las antípodas (ejemplo del desconocimiento y la tergiversación que ha sufrido el filósofo sinopense, íntimamente relacionado con la visión despectiva que ha levantado su figura a lo largo de la historia). Esta enfermedad o trastorno mental describe el total abandono personal y social, así como por el aislamiento voluntario en el propio hogar y la acumulación en él de grandes cantidades objetos, incluyendo basura, desperdicios, etc. Sin embargo, si por algo destacó Diógenes fue precisamente por adoptar y promulgar hasta el extremo los ideales de privación e independencia de las necesidades materiales.
A pesar de la tergiversación de su figura, Diógenes fue uno de los más grandes filósofos de su época, y nadie que se acerque a su figura y su pensamiento queda indiferente, quedando incluso en muchos casos atrapado por su genialidad para siempre.
Diógenes nació hacia el 412 a. C. en Sínope, una colonia jonia del Mar Negro, actualmente en Turquía. Se cuenta que por “cuestiones económicas” (posiblemente por falsificar moneda) fue desterrado de su ciudad natal. A partir de ese momento, a lo largo de vida deambuló por diferentes ciudades como Esparta, Corinto y Atenas, ciudad en la que frecuentó el contacto con los miembros de la llamada “secta de los perros», representantes del Cinismo Clásico. Fue discípulo directo de su fundador Antístenes, conocido filósofo ateniense, discípulo de Sócrates, que predicaba un pensamiento y una forma de vida movidos por la imperturbabilidad, la autosuficiencia y el rechazo, cuando no verdadero desprecio, por las convenciones sociales, los placeres, etc. Sin dejar ni un solo escrito, cuenta la tradición más aceptada que murió en Corinto en el 323 a. C. el mismo día que Alejandro Magno, de un cólico tras comer pulpo vivo en mal estado.
Las causas por las cuales Diógenes no ha sido situado cerca de los altares del Olimpo de la Filosofía Occidental, donde se encuentran, entre otros, sus compatriotas Sócrates, Platón y Aristóteles, son muy variadas, desde su estilo de vida, del cual se burlaban sus vecinos, hasta su pensamiento e ideas que nunca conectaron bien con las líneas esenciales del pensamiento “oficial” e “institucional” que ha predominado a lo largo de la historia de la filosofía de Occidente hasta la actualidad, más cercanos al idealismo platónico y al aristotelismo.
Si bien es muy cierto que muchos de sus vecinos se burlaban de él, no es menos cierto que también lo respetaban y lo temían, y no sólo la gente llana e iletrada, sino también los mismos filósofos.
En este ámbito, el filosófico, él mismo era acusado de no serlo. Lo tenían más por un polemista, un provocador y un pervertidor de las más sanas costumbres.
Muchas de las anécdotas de su vida hacen referencia a sus enfrentamientos con otras personas, siendo especialmente sonada y conocida su relación con el mismísimo Platón, quien lo llamaba “Sócrates enloquecido”.
Afortunadamente desde hace unas décadas se le está dando el lugar que merece dentro del pensamiento occidental.
Diógenes vivió una época parecida a la nuestra en ciertos aspectos. Eran tiempos donde se planteaba la crisis y la decadencia de su civilización, de ese mundo clásico de las polis griegas. Muchas de sus críticas y advertencias podrían servirnos hoy, ya que también vivimos en unos tiempos donde la decadencia de Occidente, especialmente en lo moral y lo espiritual, parece no tener frenos a la vista.
Al vivir en su propia persona el cuestionamiento sobre la necesidad y la utilidad de los estudios filosóficos, no se extrañaría de la actual persecución de las humanidades, en general, y la filosofía, en particular. Persecución violenta que dentro de los planes de estudios de la enseñanza obligatoria pública terminará en asesinato, aunque aún no sepamos el día y la hora concretos del deceso.
Su tocayo Diógenes Laercio (del cual vamos a tomar la mayoría de las anécdotas y citas) recoge que “a uno que decía: No estoy capacitado para la filosofía; le repuso: ¿Para qué vives entonces, si no te importa el vivir bien?” (1, p.146), y también que “al serle preguntado qué había sacado de la filosofía, dijo: De no ser alguna otra cosa, al menos el estar equipado contra cualquier azar” (1, p.144)
Para el sinopense la filosofía no era una sola y mera acumulación de saberes de contenido teórico, sino, ante todo, una actitud y un estilo de vida. Por ello, “a uno que le dijo: Sin ningún conocimiento filosofas; le respondió: Aunque tan sólo pretenda la sabiduría, también eso es filosofar” (1, p.145)
Este planteamiento, que ya en su momento se enfrentó contra los ambientes filosóficos más “académicos”, choca de lleno contra nuestro mundo y nuestra sociedad. Vivimos en una civilización decadente en la que aquéllo que no tiene un objetivo claro, a corto plazo, materialista o materializable (ya sea en la ganancia de fama o en dinero, o en ambos a la vez), no tiene ningún valor ni lo aporta.
Diógenes era de los filósofos que piensa que el valor de la filosofía, el valor de filosofar, no radica o no puede simplemente radicar en una posible utilidad. Se filosofa por el simple placer que aporta esta actividad humanística: el valor de vivir filosóficamente radica en su propia esencia.
Aun así, si necesitáramos un objetivo o una meta para acercarnos a la filosofía, Diógenes, al igual que todos sus compañeros de la escuela cínica, lo tenía muy claro: “El objeto y el fin que se propone la filosofía cínica, como por otra parte se propone toda la filosofía, es la felicidad. Ahora bien, esa felicidad consiste en vivir de conformidad con la naturaleza y no según la opinión de la multitud” (cita de Juliano el Apóstata en Discursos; en 3, p.71)
Que el ser humano era un ser que sufre, y no sólo en su parcela física, sino también en el plano espiritual o mental, no se le escapaba a nuestro filósofo. Incluso diría que frente a la primera, esta segunda, la angustia interior, podía llegar a ser más temible. De ahí que, haciéndose eco de una vieja superstición de mal agüero, “Cuando una vez le dijo un individuo muy supersticioso: ¡Te partiré la cabeza!; replicó: Y yo sólo con estornudar a la izquierda te daré escalofríos” (1, p.137).
A pesar de esta vertiente sufriente de nuestro ser, tan a la vista nuestra, y mucho más a la de Diógenes, nunca se le habría ocurrido criticar a la vida. Cuando decía “vivir no es malo, vivir mal sí lo es” (cita de Diógenes Laercio; en 3, p. 77) estaba haciendo un potente alegato a favor de la vida, pero teniendo muy claro que lo importante es el cómo vivir y no tanto el cuánto ni en qué situación o estado (él mismo llegó a ser esclavo, lo cual no le supuso, como veremos más adelante, una merma en el disfrute de su vida).
Si ya vemos que su preocupación por la vida se reducía al cómo, su preocupación por la muerte era totalmente inexistente. Una de las grandes características de su pensamiento es la imperturbabilidad frente a cualquier tipo de circunstancia que no esté bajo su control. Y su acercamiento a la muerte no lo va a ser menos. En una cultura como la nuestra (judeocristiana) donde la muerte juega un papel tan importante, su mensaje, lleno de sentido común, resulta, cuanto menos, ciertamente muy controvertido.
Así, siguiendo con Diógenes Laercio, podemos conocer como Diógenes de Sínope pide en el momento de su muerte que “se lo deje a la intemperie, sin sepultura, librado como presa a las bestias salvajes, o bien que se lo abandone en cualquier fosa y se lo recubra con un poco de polvo”. Con ello “Diógenes reivindicaba en voz alta y clara un mundo sin Dios, sin trascendencia, sin salvación, sin salida después de la muerte. Al mismo tiempo manifestaba la verdad esencial que lo único que importa es anterior a la muerte” (3, p.135)
Entonces, ¿la muerte no representaba para él ningún mal? Dejemos que él mismo responda: “¿Cómo va a ser un mal, si cuando está presente no la sentimos?” (1, p.147)
La imperturbabilidad del filósofo ante la muerte es excepcional: “¿Entonces, cuando te mueras, quién te llevará a la tumba?; contestó: Cualquiera que necesite mi casa” (1, p.139) Como diría aquél: ahora, quien pueda, que empate.
¿Es posible que un ser humano pueda soportar este carácter tan imperturbable y autosuficiente? Seguro que en aquella época el tan cacareado y actual él nació así ya era muy usual. Sin embargo, esta respuesta no es justa ni suficiente. El carácter de una persona no es el resultado de la herencia genética, y el de Diógenes fue el fruto de muchos años de esfuerzo, constancia y arduo trabajo.
No es de extrañar que a alguien que le cuestionaba le espetara en la cara que “hubo una época en que yo era como tú ahora; pero como yo soy ahora, tú no serás jamás”, y, por si no le había quedado claro, no dudó en decirle “también antes me meaba encima, pero ahora no” (1, p.141)
El carácter de las personas y, por lo tanto, su vida, pueden cambiar y modificarse. En este sentido, destaca lo que Michel Onfray llama elogio de la fuga, muy pregonado por nuestro filósofo. Escribe Onfray que “a través de ella el hombre puede regirle el dolor o al sufrimiento. “Las mismas bestias, decía Diógenes, lo han comprendido perfectamente. Las cigüeñas, por ejemplo, dejan detrás de sí el calor tórrido del verano en busca de un clima más templado”. (3, p.63)
¿Cómo hay que vivir entonces? ¿Existe algún posible asidero del cual nos podamos agarrar para no tropezar en el día a día? Diógenes diría que por supuesto, que existe y que está al alcance de todos, aunque nuestra cultura y sus convencionalismos no nos lo dejen vislumbrar.
Él mismo sirvió de ejemplo. Según Diógenes Laercio, nuestro filósofo vivió “De un modo auténtico, sin hacer ninguna concesión a las convenciones de la ley, sino sólo a los preceptos de la naturaleza, afirmando que mantenía el mismo género de vida que Heracles, sin preferir nada a la libertad” (1, p.149) El sabio, por lo tanto, es aquel que se aleja de los convencionalismos, vive únicamente según su criterio y sólo teniendo en cuenta el orden natural de las cosas.
Si alguien necesitara que nos hablara con mayor claridad, tranquilidad, ahí está Diógenes para decirnos a la cara, sin ningún tipo de tapujos ni paños calientes que “para ser feliz, en lugar de hacer esfuerzos inútiles conviene hacer aquellos que recomienda la naturaleza: los hombres son infelices a causa de su propia estupidez”. (3, p.65)
¿Es posible que el ser humano, el ser superior, el rey de la naturaleza, gracias a su capacidad racional sea el más estúpido de todas las bestias de la Tierra?
Para Diógenes, la vida y la felicidad están al alcance de la mano de cualquiera. Simplemente hay que seguir el orden natural de las cosas. Por eso, “a uno que le preguntó: ¿A qué hora se debe comer?; respondió: Si eres rico, cuando quieras; si eres pobre, cuando puedas” (1, p.133). Y es que si te apetece y puedes: ¿qué te detiene?
A pesar del radicalismo de Diógenes en alguno de sus comentarios acerca del ser humano, no podemos decir tajantemente que él fuera un pesimista radical o un convencido misántropo. Que la estupidez reinara alrededor suya de manera generalizada, no significa que no pensara que el ser humano estaba capacitado para alcanzar la virtud y convertirse en un ser admirable y digno de estimación.
Por supuesto, la virtud que propone Diógenes es una virtud interior, que se desentiende totalmente del “tener” y se centra totalmente en el “ser”. Así lo expone Onfray cuando dice que “Diógenes opone los juegos cínicos, que asocian la victoria sobre el cuerpo a la pura y sencilla victoria sobre uno mismo (…) El imperio sobre uno mismo es el único éxito digno del cínico, el único propósito que merece el filósofo” (3, p.87)
La Virtud de nuestro filósofo es una virtud en la que destaca el papel de la honestidad, la sencillez y la sinceridad, las cuales, como recoge Diógenes Laercio, son fundamentales: “Los hombres compiten en cavar zanjas y en dar coces, pero ninguno en ser honesto” (1, p.126); “Al observar una vez a un niño que bebía en las manos, arrojó fuera de su zurrón su copa, diciendo: Un niño me ha aventajado en sencillez” (1, p.131); “Al preguntarle qué es lo más hermoso entre los hombres, contestó: la sinceridad” (1, p.148).
La práctica de la virtud es el camino para alcanzar la felicidad y es algo que está al alcance de cualquiera. Circunstancias como el físico o la edad no son ningún obstáculo. Por un lado, es conocida la anécdota del citarista: “Sólo él elogiaba a un fornido citarista al que todos criticaban. Cuando le preguntaron por qué, contestó: Porque con esa corpulencia se dedica a tocar la cítara y no a ladrón de caminos” (1, p.136). Por otro lado, “a quienes le decían: Eres ya viejo, descansa ya; les contestó: Si corriera la carrera de fondo, ¿debería descansar al acercarme al final, o más bien apretar más?” (1, p.129)
Si bien está al alcance de cualquiera, no por ello es algo sencillo. El alcance de la virtud exige mucho trabajo y mucha constancia. El propio Diógenes dio ejemplo de ello a sus conciudadanos: “Al llegar a Atenas, entró en contacto con Antístenes. Aunque trató de rechazarlo porque no admitía a nadie en su compañía, le obligó a admitirlo por su perseverancia. Así una vez que levantaba contra él su bastón, Diógenes le ofreció su cabeza y dijo: ¡Pega! No encontrarás un palo tan duro que me aparte de ti mientras yo crea que dices algo importante” (1, p.123)
“Los artesanos adquieren una habilidad manual extraordinaria a partir de la práctica constante, e igual los flautistas y los atletas cuánto progresan unos y otros por el continuo esfuerzo en su profesión particular; de modo que, si éstos trasladaran su entrenamiento al terreno espiritual, no se afanarían de modo incompleto y superfluo. Decía que en la vida nada en absoluto se consigue sin entrenamiento, y que éste es capaz de mejorarlo todo. Que deben, desde luego, en lugar de pasar fatigas inútiles, elegir aquellas que están de acuerdo con la naturaleza quienes quieren vivir feliz” (1, p.148)
¿Este papel que Diógenes le da a lo espiritual deja de lado lo corporal? No. Para Diógenes, el ejercicio en la virtud exige un entrenamiento completo: “Decía que hay un doble entrenamiento: el espiritual y el corporal. En éste, por medio del ejercicio constante, se crean imágenes que contribuyen a la ágil disposición a favor de las acciones virtuosas. Pero que era incompleto el uno sin el otro, porque la buena disposición y el vigor eran ambos muy convenientes, tanto para el espíritu como para el cuerpo” (1, p.149)
Ésta es la virtud que propone y defiende Diógenes, lo cual choca con la visión que sus detractores, ya desde los años de su vida, han querido dar de él, es decir, un hombre que no diferenciaba entre el bien y el mal, que justificaba cualquier hecho. Sin embargo, a Diógenes nunca se le pudo sorprender “haciendo el elogio del crimen, de la violación o de todo lo que supondría la voluntad manifiesta de destruir a otro” (3, p.137)
Otra injusticia que se ha cometido contra él y los cínicos en general, es que todos ellos desdeñaban y rechazaban la importancia del saber teórico y del conocimiento. Como denuncia Onfray, “hay que rendirse ante la evidencia: los cínicos, por más que se burlen de la civilización, no elogian la incultura” (3, p.137)
Por eso, no es de extrañar que dijera que “la educación era sensatez para los jóvenes, consuelo para los viejos, riqueza para los pobres, adorno para los ricos” (1, p.148)
Su postura era muy clara: frente a las riquezas exteriores, hay que elegir la riqueza interior que se basa en un conocimiento práctico que, siguiendo el orden natural de las cosas, lleva a la virtud.
“Decía también que cuando en la vida observaba a pilotos, médicos y filósofos, pensaba que el hombre era el más inteligente de los animales; pero cuando advertía, en cambio, la presencia de intérpretes de sueños y adivinos y sus adeptos, o veía a los figurones engreídos por su fama o su riqueza, pensaba que nada hay más vacuo que el hombre” (1, p.124).
Diógenes, con su actitud combativa y su palabra, despertó muchas iras y desprecios, incluso hasta llegar al insulto. Era frecuente que lo despreciaran llamándolo perro. Sin embargo, fiel a su imperturbabilidad, no sólo no se molestaba sino que lo hizo suyo: Soy Diógenes el perro, diría, “porque muevo el rabo ante los que me dan algo, ladro a los que no me lo dan, y muerdo a los malvados” (1, p.143)
Sabía perfectamente defenderse, tanto ignorando como atacando. Que se lo digan al mismísimo Platón, de quien dijo: “¿Qué puede ofrecernos un hombre que ha dedicado todo su tiempo a filosofar sin haber inquietado nunca a nadie? Dejo a otros la tarea de hacerlo” (3, p.43)
Para Onfray, Diógenes de Sínope era, ante todo, “la irreverencia, la confrontación, la impertinencia, la indisciplina y la insumisión. Rebelde y desobediente (…) Se trata de ser impío y ateo en materia política. (…) Un amo, un emperador, un jefe o quienquiera que procurara ejercer su poder sobre cualquier materia diferente de sí mismo le resultaba antipático y lo decía, sin odio pero también sin complacencia” (1, p.160)
En el encuentro que tuvo con Alejandro Magno, cuando le preguntan sobre el camino para alcanzar la sabiduría, no dudó en decirle: “abandonar las preocupaciones mezquinas que nos vuelvan esclavos, el gusto por el dinero, las riquezas, las conquistas y otras inutilidades” (3, p.168) y, más adelante, “a uno que elogiaba como feliz a Calístenes (historiador) y comentaba que participaba de la espléndida vida de la corte de Alejandro, le replicó: No es más que un infeliz, que come y cena cuando le parece bien a Alejandro” (1, p.135)
Con ello Diógenes deja claro que sus conceptos de libertad y esclavitud no tienen los significados que usualmente son usados por la gente común. Él mismo fue capturado por unos piratas mientras viajaba a Egina y fue vendido, a continuación, como esclavo por un tal Jeníades, quien lo llevó a su casa de Corinto para ser tutor de sus hijos. Aunque éste finalmente le dio la libertad, comenta Diógenes Laercio que “soportó del modo más digno su venta como esclavo. (…) Sus amigos quisieron rescatarle, y él los llamó simples. Porque los leones no son esclavos de quienes los alimentan, sino que los que los alimentan lo son de los leones. Pues el temor es característica del esclavo, y son los hombres los que temen a las fieras” (1, p.151). En conclusión, “decía que los criados son esclavos de sus amos, y que los débiles lo son de sus pasiones” (1, p.147)
Una vez más, Diógenes fue capaz de desarrollar su pensamiento en su vida diaria, en este caso su ideal libertario. Como con muchos otros aspectos de su vida, no se sabe bien cómo llegó a desarrollarlo, pero Diógenes Laercio y Plutarco suelen relacionarlo nuevamente con su contemplación de la naturaleza: “Al observar a un ratón (…) encontró una solución para adaptarse a sus circunstancias” (1, p.123) “¿Qué me dices, Diógenes? He ahí un ratón que se regocija y se alimenta con tus sobras mientras tú, en cambio, de alma bien nacida, te compadeces y te lamentas por poder embriagarte allá, tendido sobre la mórbida alfombra bordada” (cita de Plutarco en Moralia; en 3, p.57)
Onfray no duda en calificarlo de anarquista, “puesto que no aceptaba otro poder que no fuera el que cada uno dispone sobre sí mismo, pero también era libertario, si se define a este tipo de hombre como el que no reconoce ningún valor por encima de la libertad” (3, p.162)
Y a ello se dedicó toda su vida, llevando a la práctica su pensamiento, entrenándose en cada circunstancia que se le presentara. Se le podía ver haciendo cosas tan extravagantes como pedirle limosna a algunas estatuas que estaban por la ciudad. En una ocasión, cuando le preguntaron que por qué lo hacía, sólo contestó: “Me acostumbro a ser rechazado” (1, p.137)
Su denuncia y rechazo frente a “lo exterior” fue un continua y ardua labor a lo largo de toda su vida, lo cual iba desde el desprecio hacia el lujo y el dinero, hasta la desconfianza por el aspecto exterior de las cosas y las personas, y por supuesto la imperturbabilidad frente a la opinión de los demás. Diógenes Laercio así nos lo muestra: “Decía extrañarse de que, al comprar una jarra o una bandeja, probáramos su metal haciéndolas sonar, pero en un hombre nos contentábamos con su aspecto” (1, p.127); “Al invitarle uno a una mansión lujosa y prohibirle escupir, después de aclararse la garganta le escupió en la cara, alegando que no había encontrado otro lugar más sucio para hacerlo” (1, p.128); “en un banquete empezaron a tirarle huesos sencillos como a un perro (…) él se fue hacia ellos y les meó encima, como un perro” (1, p.136) ; “la pasión por el dinero es la metrópoli de todos los males” (1, p.138).
Según Menedemo de Pirra, Diógenes “decía que era característica de los dioses no desear nada, y de los semejantes de los dioses el desear pocas cosas” (1, p.168)
Sin duda, Diógenes vivía “apartado de un mundo ilusorio preocupado por actividades fútiles –la política, el comercio, la guerra, la agricultura, la paternidad, el matrimonio-.” (3, p.75)
En un mundo como el actual donde lo políticamente correcto ha alcanzado cotas de un histerismo casi inquisitorial, la actitud de Diógenes frente a la opinión de los demás puede sernos de ayuda a la hora de relacionarnos con el prójimo. Vivimos en una cultura decadente donde si alguien se atreve a salir del guión moral generalizado, es rápidamente acosado, y la presión social no se detiene hasta que no se ponga el traje lanar y bale con el común de los ovinos. Para Diógenes, la opinión de los demás debe sernos totalmente ajena, por lo que no debe incomodarnos ni resultarnos importantes. Cualquiera puede hablar, pero sus palabras de por sí no pueden hacer daño. Sólo si nosotros les damos valor, lo pueden hacer. Por eso, “al que le dijo: La gente se ríe de ti; le respondió: También de ellos los asnos algunas veces, pero ni ellos se cuidan de los asnos ni yo de ellos” (1, p.142)
Como dice Onfray, gran parte de su esfuerzo vital libertario fue demostrar que “toda prohibición corresponde a la pura arbitrariedad social y que no podría haber ninguna prohibición universal” (3, p.123).
Este fue Diógenes, una fuerza de la naturaleza capaz de luchar diariamente en la búsqueda de la virtud. Una virtud consistente en la autosufiencia del individuo, su imperturbabilidad frente a lo externo, y el autogobierno y dominio sobre sí mismo…
… Y ahora, quien pueda, que ladre.
Valentín Aranda (@walenti82)
Bibliografía:
- Diógenes Laercio. Vidas de los filósofos cínicos. Tercera edición. Madrid: Alianza editorial, 2014.
- García Gual, Carlos. La secta del perro. Tercera edición. Madrid: Alianza editorial, 2014.
- Onfray, Michel. Retrato de los filósofos llamados perros. Cuarta reimpresión de la primera edición (2002). Buenos Aires: Paidós, 2009.
- Onfray, Michel. Las sabidurías de la antigüedad. Contrahistoria de la Filosofía, I. Segunda edición. Barcelona: Editorial Anagrama, 2008.
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