No soy un lector compulsivo. Es decir, me gusta leer, y leo con frecuencia, quizá no todos los días pero casi todos cuando tengo algún libro entre manos que me resulte interesante. Porque ésa es la cuestión, que aparezca un libro que merezca la pena, lo suficiente para arrancarme del maremágnum de sobre estimulación al que vivo sometido como todos ustedes en esta sociedad postmoderna (perdonen el término).

Eso me hizo pensar una vez paseando por Picadilly Circus en Londres que los escritores lo tenemos crudo en el futuro. Ustedes dirán ahora que qué hago hablando de Londres cuando se supone que yo debería estar hablándoles de París, pero viene al caso porque fue una vez que volé desde la ciudad del Sena a la ciudad del Támesis.

Por cierto, odio a la gente que escribe o utiliza ese tipo de recursos, pero no me odio a mí mismo usándolos. Seguro que hay algún término en alemán para definirlo (el intento de chiste no es mío, aparece en Los Simpsons).

Aquella vez volé con mi hermano de una ciudad a otra y en mitad de las pantallas, las luces de neón, y en general el inmenso caos cuyo único sentido es la sobre estimulación, me di cuenta de lo difícil que iba a ser escritor en el mundo actual. Es difícil competir con palabras cuando uno puede invertir mucho menos tiempo viendo True Detective o escuchando canciones de entre tres y cinco minutos de duración. Ya no hace falta ni siquiera la inversión en tiempo social que suponía el cine. Tenemos televisores curvos, con mil colores, ultraplanos, digitales, en tres dimensiones, con una calidad insuperable para poder ver un archivo descargado de internet con una calidad de imagen semejante a la de las cámaras de seguridad de un supermercado de pueblo.

El escritor del siglo XXI tiene un problema, y es que hay demasiados “lectores voraces”. Conozco un sinnúmero de personas que leen lo primero que pillan, ya sea otra infumable novela ganadora del Premio Planeta (un abrazo señor Lara, acuérdese de mí algún día) como un clásico ladrillazo de ese erial de escritores tristes que puebla el final del XVIII y casi todo el XIX. Es una cuestión cuantitativa: listas de libros leídos, cantidad de páginas anotadas, citas y citas, y más citas, copiadas, pegadas, puestas en redes sociales y hasta tatuadas.

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Todo porque la lectura es una cuestión sacrosanta. Ya les he contado la primera vez que fui al Gibert Jeune en París, cómo aquello fue para mí una epifanía de hojas impresas. Nunca había visto algo así, y no me considero un lector compulsivo, imagino que para alguien que sí lo sea debe ser lo más parecido a un orgasmo de verdad.

Si uno se para a pensar, París tiene 59 bibliotecas públicas, 697 librerías independientes, un Virgin y un montón de FNAC. Se calcula que el número total en toda Francia es de cerca de 4.726 librerías. En España, alrededor de 5.468. Sin embargo, en ambos países, ya sea en Madrid o Barcelona, o en Viena si ustedes quieren, una librería tiene el mismo problema que el escritor, son algo obsoleto. El ejemplo lo pone la librería Catalònia. Abrió en 1924, cerró en 2013. Ahora es un Mcdonald’s.

Se llama capitalismo, y no es malo porque antes permitía vivir del libro.

Una cosa que me sigue sorprendiendo de París es, como en general Francia entera, su enorme resistencia al cambio. Los libreros franceses son los únicos que han conseguido oponer resistencia a Amazon, y vaya por delante que yo estoy contentísimo con Amazon porque me consiguen libros que en una ciudad como Sevilla sería imposible encontrar. Pero, lo cierto, es que los escritores y los libreros del siglo XXI no podemos seguir estando en manos de un modelo de negocio de cuando Gavrilo Princip daba tiros a emperadores austro-húngaros.

En París vi por primera vez una librería que me sorprendió no por su cantidad sino porque no acababa de tener claro si vendían libros. Regaderas no vendían, eso seguro, pero los libros parecían estar exhibidos. El día que entré en la Librería Taschen en la rue de Buci andaba, como solía ser habitual en aquellos días, haciendo de flâneur por Saint-Germain y acabé bebiendo champagne en una librería con unos libros preciosos, con varios ejemplares para que los vieras, un tipo que no parecía un zombi altamente cualificado para ser zombi como los dependientes de la FNAC sino alguien que sabía de lo que le ibas a preguntar, y más cercano el ambiente al espectáculo que al recogimiento.

Los números de España en esto de los libros son de risa. Es el país con más número de librerías, muy por delante de Francia o Alemania. Al mismo tiempo, es el país con el menor índice de lectura. Es decir, que tan solo unos pocos lectores compulsivos leen libros que, en su mayor parte, ni siquiera compran ya que el gasto medio es irrisorio. A ello se suma la hiperconcentración de librerías en determinadas áreas urbanas que llevan a que 11 millones de españoles no tengan acceso a ningún tipo de librería. En resumen, ¡en España solo leen lectores compulsivos que viven en grandes ciudades!

Algún tiempo después, paseando por Madrid, di con la librería Tipos infames, que me recordó a La Casa Encendida. Tienen enoteca, coctelería, sala de exposiciones, y además venden libros de toda clase y condición. Hasta poesía. Fíjense.

En Sevilla existía un sitio que era como entrar en un templo del Opus Dei. La librería Beta de calle Sierpes. Estaba ubicada en un antiguo teatro, el Apolo, y era las antípodas de lo que les estoy hablando. El ambiente era de un recogimiento tal que en vez de libros parecía que vendieran indulgencias papales. Tuvieron la feliz idea de intentar adoptar este nuevo modelo pero el dueño del local (era alquilado) les dijo que eso de poner café, pantallas de televisión, y tal, pues como que no. Moderneces. Se fueron a un local casi enfrente.

El resultado ha sido terrible. Como cafetería te sientes intimidado y no sabes si pedir café o confesarte. Como librería sigue teniendo el mismo repertorio impuesto por las editoriales de forma que si quieres un libro fuera de la órbita de las grandes… busca en Amazon.

El caso es que cada vez que he vuelto a París me sigo encontrando con que los libreros parisinos no acaban tampoco de entender este cambio. Los escritores tampoco, y los lectores menos. En Francia, el libro más leído últimamente ha sido L’appel de l’ange de Musso, intragable pero eficaz. Es un Moccia a la francesa.

Una tarde andaba buscando una quesería en la Île de Saint Louis, la que está detrás de la Île de la Citè. Me habían recomendado que fuera allí así que volví a darme un paseo enfundado en una horrible cazadora gris casi de plástico. Al final todos estaban muy caros así que acabé deambulando como era habitual hasta llegar al Pont Louis Philippe, al pie del cual encontré una hermosa librería especializada en Historia y Arqueología. Era tan solemne como la Beta en Sevilla solo que, fiel al catolicismo revolucionario francés, en vez de opusionista, el ambiente era de solemnidad. Como lo es en general la literatura europea. Aquella librería era preciosa, con un cartel de inmensas letras doradas que ponía en grande LIBRAIRIE sobre un fondo azul. Cuando volví hace unos años seguía allí aunque esta vez no entré. La última vez ya no estaba, ahora es una óptica (no dejen de ver la extraña ironía).

La cuestión es esa, ¿por qué no entré? Porque no tenía nada que ofrecerme. Ni a mí ni a nadie. El libro especializado es algo que no te busca, tú lo encuentras. Igual que el escritor no puede estar esperando el lector compulsivo que va a leer lo que le pongan en sus manos. No podemos perder el tiempo en la solemnidad de las palabras, debemos estar en el mundo y tener el valor de contarlo. No se trata, quiero decir, de dar la brasa con la novela social que solo pretende a) vender aprovechando el tirón o b) vender a un público que necesita creerse que contribuye a mejorar el mundo. Se trata de ser partícipes del espacio que compartimos con aquellos a los que vamos a dirigirnos. Generarles otra forma de ver lo que les rodea, aunque les hablemos de un asesino en serie, del maltrato o de un partido de tenis en una escuela universitaria que es lo que hace, al fin y al cabo, Wallace en La broma infinita.

La idea de ambientar gran parte de El hombre bizantino en París no me vino por recrearme en determinados escenarios. Se trataba de ofrecer una perspectiva personal, de ver cómo respiran unas personas concretas en casi cualquier parte. Hacer viva la historia a través de cómo se vive en los sitios. Si las librerías, de París o de cualquier parte, no abren su negocio al mundo, no lo incluyen en el quehacer cotidiano de la gente, se irán, porque leer transcurre más en el tiempo que en el espacio. Y tiempo, me temo, no es algo que nos sobre por desgracia.

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París no se acabará nunca pero a mí nunca me ha inspirado para escribir. Quizá, precisamente, porque como no se acaba no puedes condensar en una sola línea, párrafo o conjunto de ellos todo lo que te suscita.

Mi primera semana en París eché pestes de la ciudad y de los franceses. Tres semanas después, también. Tardé en cogerle el pulso a la ciudad. Vila-Matas fue a mediados de los 70 a París para inspirarse y escribir su primera novela, La asesina ilustrada. Cuenta que paseaba hecho un bohemio para ver si así ese modo de vida le inspiraba. Lo único que le inspiró fue una vida miserable.

Y una buena novela.

Yo escribí mi primera novela publicada, M. Camino de destrucción, un par de años después de haber vivido en París, y de mi estancia allí no queda reflejo en ella. La inspiración no vino por la vida parisina porque allí no fui pobre y feliz como Hemingway, ni pobre e infeliz como Vila-Matas. Fui rico, en cierto modo como ya he dicho, y feliz. Dos años después, de vuelta a Sevilla, era pobre porque vivía de mantenido en un piso con la que era entonces mi novia e infeliz. Ser pobre e infeliz en Sevilla es terrible, pero algo menos que, por ejemplo en Cádiz. En Sevilla hay mucho infeliz, y encima tienen ese concepto de la hospitalidad que hace tan difícil al de fuera integrarse a menos que entres dentro de algún círculo. Y se entra por invitación, como las casetas en la Feria. En Cádiz, en cambio, todo es en la calle, y es más difícil ser infeliz. Pobre no. En Cádiz lo que es fácil es ser pobre, en términos de economía de mercado claro.

Las ciudades de cultura agraria son así, cerradas en su sociedad. Las ciudades mercantiles son más abiertas. Un día tuve que cumplir con el deber de honrar a mi universidad y acudí en París al despacho del catedrático Patrick Lerroux. En Sevilla yo compartía despacho con otro catedrático, Genaro Chic, y un profesor titular que aparecía por allí como las oscuras golondrinas de Bécquer, pero de las que no volvían. Había barracones en Dachau mucho más espaciosos. Para mí fue un impacto que para poder visitar a Lerroux tuviera primero que concertar una cita con su secretaria a través de la Sorbonne, y ésta a su vez me concertaría una cita con él.

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Allí estaba yo un miércoles de octubre en plena Mouffetard para acudir a su despacho. Claro, cuando a uno le hacen pasar semejante protocolo acude entregado y habiéndose revisado toda la bibliografía para parecer que no eres un Profesor Universitario en Formación al que van a dejar en paro en cuestión de meses. Me monté en el ascensor junto a un señor enjuto, de aire altivo pero más bajo que yo, calvo y de barba recortada y profundamente blanca. “¿Es usted Monsieur Reyes?” me preguntó de pronto sin mirarme. Creo que balbuceé algo en francés. “¿Por qué me habla en francés si usted habla perfectamente español? Además, su idioma es mejor que el mío”.

Un francés diciendo que su idioma es peor que el español. Tomen buena nota.

Un año después acabamos en un karaoke en Sevilla cantando All you need is love.

Ese día mantuvimos una breve aunque agradable conversación acerca de lo estúpido que resulta que el español no sea lengua científica, con la cantidad de investigaciones, hispanohablantes y universidades que hay con ese idioma, y sin embargo el francés sí. Le conté también de qué iba mi tesis doctoral y le importó lo mismo que si le hubiera hablado del tiempo en Amiens. Me condujo a la tercera planta del edificio donde me había recibido y me adentró en las cavernas de L’Année Épigraphique.

Estoy seguro que ustedes están ansiosos por saber qué puñetas es eso. Pues verán, aunque resulte difícil de creer, todos los epígrafes (fundamentalmente placas o bloques de piedra y mármol de época grecorromana) del mundo se recopilan, trascriben y traducen en diversas publicaciones. Sobre todo en dos, aunque hay muchas, una francesa y otra alemana. En muchas ocasiones, es más larga la referencia bibliográfica sobre el epígrafe que el texto del mismo. Visto desde fuera entiendo que parezca poco apasionante.

Desde dentro no mejora mucho, no crean.

Aunque a veces es divertido. Yo la verdad es que aquel día no esperaba acabar sentado en un taburete viendo a una señora muy mayor leyendo con lupa y escribiendo en un ordenador que parecía robado por las tropas napoleónicas, y a un rumano llamado Constantin ancho como su país, calvo como un buitre y algo nervioso.

La alopecia del personal investigador comenzaba a inquietarme.

Lerroux se despidió cordialmente y me dijo que no dejara pasar la oportunidad de aprovechar los inmensos fondos de L’Année Épigraphique. En ese momento maldije mi incapacidad para decir en francés “mirusté, yo aquí he venido por cumplir y saludarlo a usted, que yo todos los epígrafes que me hacían falta me los he visto ya por una cosa nueva que han sacado ahora que se llama internet”. A los diez minutos de estar allí me di cuenta de una cosa: aquella señora era precisamente mi dama blanca virtual, la que me había proporcionado de forma online toda la información que necesitaba y que hacía que mi presencia allí fuera anecdótica.

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Por suerte la Dama Blanca del Epígrafe se levantó, sonrió, agitó una manzana al aire y se marchó. “Estos franceses, ¿eh? Vaya horas que tienen de comer” me dijo Constantin en un francés nada superior y sonriéndome como para hacer migas. Así que para evitar tener que leer un solo epígrafe me lancé “¿no eres francés?”, “no, soy rumano, me dijo”. A partir de ahí empezamos una conversación que se animó cuando trajo dos latas de cerveza y la cosa se fue animando al tocar temas políticos. “Ojalá se mueran todos los gitanos”, gritó de pronto, “vaya imagen que están dando de mi país. Te voy a contar una cosa, en mi país estamos hartos de que el gobierno deje que se vayan. Lo hacen porque así dan menos problemas, pero a la vez están dando una imagen de que todos los rumanos somos como esa escoria. Allí son parias, no hacen más que robar, y traficar, y ahora se van por toda Europa a hacer lo mismo. ¿Tú te imaginas que los gitanos españoles fueran el modelo de español que todo europeo tiene en mente?”

Pensé en Farruquito promocionando la F1 en Mónaco.

Pensé en Diego el Cigala siendo recibido por Angela Merkel para inaugurar una exposición sobre Velázquez en Berlín.

Temblé.

Constantin dio un golpe en la mesa. Cambiamos de tema y nos pusimos a hablar de fútbol. Nos reímos un rato de los franceses y luego llegó la señora mayor y los dos hicimos como si discutiéramos de romanos y de epígrafes. Me marché de allí y Constantin me dio un caluroso abrazo. La señora mayor me obsequió con una galleta. Un año después Lerroux, a quien no volví a ver en París, me invitó a una cerveza en Sevilla.

Supongo que eso es un poco lo que Franzen decía cuando hablaba de introducir la experiencia personal a la hora de escribir, lo que él llama la ficción autobiográfica. Dos años después de estar allí con Constantin volví a París con mi hermano y un amigo. Nos alojamos en el Hotel Berkely en la rue d’Odessa, prácticamente enfrente de la Tour Montparnasse. No era gran cosa aunque estaba limpio y la habitación era lo suficientemente grande para tres personas y con forma de buhardilla. Las vistas eran al cine de enfrente y a un bloque de viviendas de estilo Imperio como casi todas las de París.

“Son todas iguales pero a la vez diferentes, ése es su encanto”, como dijo acertadamente Pilar la última vez que estuve en París.

Cada noche pasábamos largo rato mirando por los dos ventanucos que teníamos hacia el edificio de enfrente e imaginaba cosas como las que había vivido allí dos años antes. Como el momento con Constantin. No podía imaginar a Audrey Tautou tomando vino en la casa de enfrente porque en París yo había vivido como cualquier otro parisino y cualquier parisino sabe que Audrey Tautou no está en un balcón de la rue d’Odessa a verlas venir.

Cuando regresé comencé a escribir El hombre bizantino, una especie de segunda parte de M. Camino de destrucción, aunque en realidad era la novela que me habría gustado escribir de verdad. Una novela donde aparece la rue d’Odessa, y aparece París, y hay ficción autobiográfica sin más intención que hacer vivos los personajes, y hacer viva la ciudad. Hacer que las palabras no sean más que surcos en un decorado, sino que tenga sentido el hecho de que gran parte del relato transcurra en París. Que no sea ni fondo ni personaje, sino lo que es: un lugar donde vive gente como Constantin y aquella señora que me daba galletas.

Aarón Reyes (@tyndaro)