Al cerebro humano lo reconocible le resulta interesante. Entre otras cosas porque le ayuda a fijar recuerdos y a ligarlos con su experiencia, creando vínculos y conexiones[1]. Cuando el chamán pasea por Nueva York tiene esta sensación continuamente. Los taxis acelerando por Park Avenue, los anuncios de neón de Times Square o la silueta del puente de Brooklin le remiten a películas que lo enamoraron, a series que lo mantuvieron en vilo y a fotografías que le impactaron. Precisamente por este motivo, el chamán se liga (y se religa) a Nueva York de una manera intensa e incondicional. Son demasiadas veces las que ha sentido y pensado en Nueva York, aún sin haberla pisado.

Y como la nostalgia deja cicatriz, el chamán se queda sonado por el golpe de la añoranza. Pero también se siente orgulloso cuando, en las paredes de la milla de los museos, ve colgadas las obras de uno de sus paisanos más geniales. Gracias al pincel de Velázquez, el chamán alcanza a reconstruir el diálogo de contrarios tan propio de su ciudad. En un lado de la Quinta Avenida, Juan de Pareja, a cuyo aspecto humilde se imponía la fuerza y creatividad de su mirada. En la acera contraria, cobijado en los pomposos salones de la Frick Collection, el rey Felipe IV, que bajo sus ropajes de plata y cardenal deja traslucir la debilidad de su espíritu y de su imperio. Orto y ocaso.

Aunque la comparación es odiosa, el chamán la percibe. Nueva York tiene los ojos del morisco. Altiva y segura, Nueva York es un vendaval de inteligencia. Su ciudad, Sevilla, tiene por contra dibujada la duda del gesto de Felipe IV. Atrapada por las glorias del ayer, su aire se respira viciado, lo que la imposibilita para creer en su futuro (y casi en su presente). Por eso lleva cuatrocientos años de retraso. Y no por falta de talento (en Sevilla lo hay en cantidad) sino de oportunidades. Nueva York, por el contrario, está siempre abierta a nuevas proposiciones. Aunque luego te defraude (o tú le defraudes a ella). Porque allí las nuevas ideas son una posibilidad, no un perjuicio. Cierto es que quedan cadáveres en las cunetas de Nueva York. Pero sus calles están llenas de excelencia, de puertas abiertas, de conceptos.

Y Sevilla (como España, como Europa), para redimirse, se justificó escudándose en su pasado. Afirmó, prepotente, que la memoria no se podía comprar. Pero resulta que, aunque esto pudiera ser cierto (¿o no?), sí era factible construir y conservar cultura. Nueva York venera y respeta la Historia, además de fabricarla. Su esfuerzo e interés por mantener y dignificar sus monumentos, sus recuerdos y sus mitos es sobrecogedor. Lo propio de una sociedad responsable. Con una firme ley de protección del patrimonio, Nueva York no solo ha conseguido levantar las mayores obras del siglo XX, sino que también ha logrado recopilar una inmensa colección de arte de todas partes del mundo. Las piezas, que trata con una consideración exquisita, muestran su carácter diverso (Estados Unidos no es el centro) y su mentalidad cosmopolita. Todo cabe, de Japón a París, de Buda a Pollock.

New York

Esta realidad, en lo concreto, termina rompiendo el alma del chamán cuando, divagando por el Metropolitan, tropieza con un San Juan de Martínez Montañés. En un patio, la obra de madera policromada luce majestuosa en la planta superior de un palacio italiano reconstruido. El chamán repasa entonces en su mente tantos y tantos altares de su Sevilla natal, donde esculturas únicas se pudren en la ruina. Sevilla olvida. Nueva York dignifica. ¿Quién tiene más legitimidad para invocar a sus antepasados?

Al final, al chamán le queda un regusto agridulce. Ha probado la excelencia, el amor por la herencia recibida. Le cuesta abandonar Nueva York. Ahora regresa a donde, siendo el legado más importante, es menos estimado. Y le apena ver la realidad de una tierra rica incapaz de gestionar su gracia y su fortuna. No quiere preguntarse la causa, simplemente porque no puede soportar una respuesta que ya conoce. O porque la única solución es huir del sitio equivocado hacia donde brillan las estrellas.

Francisco Huesa (@currohuesa)

 


[1] Para saber más sobre esta cuestión, recomiendo consultar YATES, Frances A.: El Arte de la Memoria. Madrid, 1974.